jueves, 26 de enero de 2017

De Punta Cana a Santo Domingo

La contemplación es una función distinta y superior a la función de ver, así como la comprensión lo es a la de leer, me lo acaba de reiterar mi conciencia mientras el avión hace su aproximación al aeropuerto internacional de Punta Cana, la joya de la corona turística  de República Dominicana, en donde la belleza no requiere ni una disposición ni una naturaleza especial para ser admirada.
Aunque algunas personas no poseen ese don divino, la mayoría somos capaces de comprender, admirar, vibrar, conmovernos y perturbarnos con las emociones que despierta la belleza natural que, desde el avión, se ve como una obra de arte con sus líneas armoniosas y sus ritmos coloridos.
Y en la perspectiva infinita del mar que rodea a la isla La Española y en sus colinas azules, se percibe la plenitud y aumenta el amor por la naturaleza que en la parte oriental de la isla, en República Dominicana, se convierte en un templo de la belleza…y del derroche, pues en Punta Cana un confuso murmullo de turistas se mezcla con la gente durante las 24 horas. Es como el sitio de retiro de aquellos que tienen dinero para el despilfarro, al que ahora le dicen “recreación”.
República Dominicana es una sociedad serena, en contraste con Haití, su compañera territorial de esa isla verde y oro, objeto de las ambiciosas intenciones de filibusteros, primero, y de invasores poderosos, después, que a costa de la destrucción de la democracia turbulenta de los negros emancipados, de la destrucción de sus campos y el fusilamiento, han manchado de sangre la historia de la región antillana.

Sobre esta isla de promisión y de riqueza han caído muchos bárbaros que la hicieron temblar bajo su peso. Fueron Francia y España las mejores hermanas de Haití y República Dominicana y su influencia se manifiesta en el lenguaje que hablan sus habitantes, aunque el criollo haitiano o Creole es una simbiosis del francés y lenguas africanas.
En Punta Cana, el sol y el mar están más cerca que en cualquier lugar del planeta; surgen sentimientos poderosos y uno duda para definir si es más importante lo que se sueña o lo que se vive.  Si quien goza, agota los placeres o es agotado por ellos, es la alegría y sus arrebatos desesperados, una afluencia de energía trascendental.
Playa Bávaro, declarada por la UNESCO como una de las mejores playas del mundo debido sobre todo a su arena blanca y fina y a sus  aguas cristalinas, es sin duda una de las playas más famosas y valoradas de la República Dominicana y del mundo.
Playa Macao, muy cerca al conglomerado de Bávaro es otra de las más famosas de Punta Cana y además de la belleza, colorido, aguas nítidas y arenas limpias, es famosa por las igualmente reconocidas excursiones en boogies, uno de los mayores atractivos para los visitantes.

Administrativamente, Punta Cana es un distrito municipal perteneciente al municipio de Higüey bajo el nombre de Distrito Municipal Turístico Verón Punta Cana y es considerado como la joya de la corona turística de la República Dominicana.
Sus calles aseadas que convergen a la moderna avenida de doble calzada que se extiende hasta la capital Santo Domingo, el bullicio de sus calles, el nutrido comercio, la circulación de autos de alta gama, muchos de los cuales son del servicio público, constituyen un marco esplendoroso en el que se mueven hombres y mujeres dotados de una simpatía conquistadora y los soberbios turistas de todo el mundo.
A fuerza de relacionarse con personas de todo el planeta, la mayoría de los locales manejan mínimos conocimientos de inglés, francés, italiano y hasta ruso. Y  desde luego, de creole, el idioma popular de sus vecinos haitianos.
A unos 50 kilómetros de Bávaro está Higüey, la capital religiosa del país, en donde se encuentra la renombrada basílica de Nuestra Señora de Altagracia, la más visitada del Caribe y destino de numerosas peregrinaciones nacionales y extranjeras.
El santuario fue construido para reemplazar un antiguo templo en donde apareció La Virgen de Altagracia, lo cual data de 1572. La Basílica se comenzó a construir en 1954, por órdenes del primer Obispo de Higüey, Monseñor Juan Félix Pepén.
El 21 de enero de 1971 fue inaugurada la nueva basílica por el entonces presidente Joaquín Balaguer. El 12 de octubre del mismo año fue declarada como Monumento Dominicano, y cinco días después el Papa Pablo VI la declara como Basílica Menor. Su puerta principal está hecha de bronce con un baño de oro de 24 quilates, además tiene un campanario de 45 campanas de bronce. El detalle más notable de su arquitectura son los arcos alargados, que representan la figura de Nuestra Señora de la Altagracia con sus manos en actitud de oración. En el tope del arco más alto hubo una cruz, que fue arrancada por el huracán David, de acuerdo con los relatos escuchados durante nuestra visita.

Y muy cerca de Higüey, en Matilla, donde se encuentran los más extensos cultivos de caña de azúcar –el eje de la economía nacional- manejados por la “Central Romana Corporation”, la belleza del paisaje, el colorido del entorno y la abundancia característicos de esta Nación, hacen un vergonzoso paréntesis y aparece la miseria humana de los cortadores de caña y sus familias, un alto porcentaje de origen haitiano, que “importan” para pagarles salarios de hambre. 
De la opulencia, pasamos a la desnudez.
Esta sombra de discriminación y exclusión devora los contornos de los bellos paisajes y el verde de los cañaduzales ya no simboliza la fertilidad sino la dominación triste reflejada en los cuerpos y en los rostros escuálidos de los niños, las mujeres y los mismos trabajadores.
Fue una parada muy cercana a la noche de la miseria y desde la cámara del drone “pajarito” se vieron los cultivos de caña, sin límites en el horizonte, muy parecidos a los modernos jardines funerarios.

Vueltos los ojos a la moderna autopista, nos reencontramos con el sol efervescente del cielo antillano que cambió la perspectiva pero nos dejó una marquilla molesta como las de algunas etiquetas de las camisetas chinas. Una realidad sin maquillaje, verídica y cruel, que pinta la importación de la desigualdad y, tal vez, la agrava, al absorber no solo las fuerzas físicas de los negros haitianos, sino también su alma.
Y llegamos a Santo Domingo, que nos impresionó por su magnitud, mucho mayor a la que conocimos a través del profesor “Google”, con una movilidad quizás más anarquizada que la de Bogotá a pesar de sus amplias avenidas, como la que bordea una franja importante del mar, la George Washington, que penetra la zona colonial claramente demarcada desde la “Puerta de la Misericordia”, junto al obelisco hembra.
Y en la zona antigua, las ruinas del hospital San Nicolás de Bari, el primero del país, destruido por el ciclón San Cenón en 1853, es el más emblemático de la historia dominicana. La iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, en donde vivió la familia Dávila, la más rica del país; el parque Colonial; el Faro a Colón es un monumento y museo dominicano construido en honor a Cristóbal Colón. En él, dicen los dominicanos, que se albergan los restos del “descubridor” Colón aunque los españoles afirman que sus restos se encuentran en la catedral de Sevilla.
La calle El Conde es una vía peatonal muy concurrida; la catedral primada es la más antigua de América, el Parque de la Independencia, el Altar de la Patria y la ya mencionada Puerta de la Misericordia, completan el cuadro de los sitios históricos de Santo Domingo.
El monumento levantado en el sitio del ajusticiamiento del dictador Rafael Leonidas Trujillo, el 30 de mayo de 1961, también es muy visitado aunque se encuentra fuera de la zona colonial de Santo Domingo. Los visitantes que entrevistamos el día de nuestro recorrido por la capital dominicana dijeron que Trujillo impuso una tiranía que provocó hasta los sectores más poderosos de la sociedad, resaltaron que el dictador se convirtió en un abusador sexual de las mujeres de sus oficiales y mencionaron el asesinato de 3 mujeres, las hermanas Miraval, por causa de un complot urdido por el propio Trujillo.

De regreso a Colombia, las imágenes de Punta Cana y Santo Domingo me llegan en lentas vibraciones, como el eco de las canciones que me cautivaron en la juventud. Y de los relatos que escribí, se desprenden extraños perfumes que me acarician suavemente, como una mano de mujer, como una peregrinación romántica en una noche de luna llena…como un beso de los que ya no puedo disfrutar…




                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       



viernes, 20 de enero de 2017

Haití, una historia de dolor y tormento en un país que hizo la primera rebelión exitosa de esclavos



La historia de Puerto Príncipe, la capital haitiana, está asociada, como la de todo el país, al engaño, al despojo y a la violencia. Los historiadores mencionan que con la llegada de los españoles, los Amerindios que vivían en la región fueron obligados a convertirse en protectorado y una de sus descendientes, llamada Anacona, fue ahorcada por los españoles después de haber sobrevivido a un atentado. Los españoles fueron expulsados por los filibusteros franceses y poco a poco se consolidó como una colonia francesa.
Pero también el país tiene una historia de lucha. La revolución haitiana (1791-1804) fue el primer movimiento revolucionario de América Latina y culminó en la abolición de la esclavitud en la colonia francesa de Saint-Domingue y la proclamación del Primer imperio de Haití. Fue la primera y única rebelión de esclavos exitosa de la historia, además de ser una de las revoluciones más radicales.
La historia del pueblo haitiano es una ola de dolor y de tormento, de tristeza y melancolía con ligeras crestas de lucha que se desvanecen por años, durante los cuales reviven las humillaciones y se pierden las esperanzas.
El violento terremoto del 12 de enero de 2010 agravó la crisis del pueblo más pobre de América, con sus más de 300 mil muertos y varios millones de damnificados. La fraternidad derivada del dolor acercó a las almas desnudas, renacieron sus corazones y con las ayudas internacionales comenzó un proceso de reconstrucción que 11 años después deja ver a una ciudad recuperada moralmente, con las cicatrices de su infraestructura todavía abiertas. Y en el 2016, el huracán Mathew dispersó las esperanzas de bienestar.

Inquietos por presentimientos oscuros sobre sus proyectos de vida, sin explicaciones sobre los efectos de las fuerzas misteriosas empujadas por el destino que también es selectivo porque golpeó casi exclusivamente a los sectores populares, sus habitantes quedaron como en la boca de una fiera, tendidos en el abismo de sus mandíbulas. Pero distintas organizaciones de muchos países se unieron para ayudar, para iniciar el proceso de reconstrucción, principalmente de escuelas, centros de salud y albergues para los cientos de miles de personas que lo perdieron todo.
Desde el 2010, cada 12 de enero, se cumplen distintos actos para recordar a las víctimas y para evaluar las  tareas de reconstrucción y estabilización de los sobrevivientes, aquí en Puerto Príncipe. De acuerdo con los balances, las escuelas son el mayor ejemplo de renacimiento, muchas de ellas se iniciaron debajo de puentes o en una carpa de las miles que se levantaron en la ciudad.
Superada la fase de emergencia, dijo una dirigente de Cáritas Internacional, “se ha trabajado en el acompañamiento psicosocial, en la resurrección del sentimiento de los haitianos como personas”.
La escuela Nacional de Artes y Oficios, lugar en donde fueron inhumados los cadáveres de 200 niños que se encontraban en clase en el momento del terremoto, es el principal escenario de los actos conmemorativos del duelo nacional.

El acto fue presidido por distintos jerarcas de las iglesias y las principales intervenciones hicieron énfasis en el carácter transitorio de la vida terrenal y su fragilidad frente a los fenómenos de la naturaleza.
Aunque muchas personas viven todavía en campos de desplazados, en muchos casos los albergues han evolucionado a barrios, semejantes a las zonas de invasión en Colombia, con las privaciones que las caracterizan, sin agua, ni energía, ni escuelas, ni puestos de salud y sí con mucha miseria, basuras y desnutrición.
El ritmo lento de las olas del mar verdoso empuja con frecuencia restos humanos, mezclados con las basuras y los envases plásticos que nadie recicla. A pesar del entorno triste y desolado, Puerto Príncipe está lejos de las imágenes que pintan algunos relatores o enviados especiales de numerosos Medios de comunicación.

No es cierto, por ejemplo, que la gente se disputa ferozmente una botella de agua, ni que las adolescentes se prostituyen por un pan, como lo leí recientemente. Y mucho menos, que la ciudad padezca una epidemia de cólera. La única cólera que percibimos fue la derivada de la opresión y el desencanto, a lo que tal vez se refieren los informes periodísticos. La palabra cólera es polisémica. Son descripciones crueles, suposiciones no motivadas, surgidas del afán por crear momentos espectaculares que conforman el morbo informativo moderno.
Evidentemente, la ciudad está en crisis aguda, no solo por causa del terremoto y de los huracanes, sino por otros fenómenos como la corrupción y, básicamente, por la indiferencia de las grandes potencias y de los magnates internacionales que prefieren un país conformista en la perspectiva de poner en marcha aquí proyectos que utilizan la mano de obra barata, derivada de sus precarias condiciones, de su pobreza. Es, además, la capital de un país de vergüenza y de oprobio, de discriminación por la muralla social que con sus exclusiones asesinas devuelve a los hombres al primitivismo y le oprimen su corazón.
En la zona céntrica son numerosos, del mismo modo, los  edificios y casas en construcción y en un sector periférico se levantaron miles de apartamentos pequeños para los damnificados, en un conjunto denominado Canaán.


Las expresiones del dolor se apaciguan en los sectores residenciales y en su recorrido no se perciben señales de destrucción sino de bienestar, de progreso, con  avenidas y edificios por donde no pasó la onda del terremoto. Uno de los más representativos es “Petion Ville”, en la que ya es posible disfrutar de una vida nocturna con aceptables ofertas para practicar la salsa o el merengue, así como excelentes restaurantes que cobran a 20 dólares el almuerzo.
Muy cerca del exclusivo sector de Petion Ville, se yergue  “Le quartier la Jalousie”, o el barrio Celoso, construido sobre una montaña rocosa y que desde lejos se ve como el teclado gigante de una vieja máquina de escribir, algo semejante a las comunas de Medellín pero de mayor tamaño, un sector de clase media, cuyas construcciones no sufrieron daños. Es como la reserva arquitectónica de la ciudad, es un armonioso dibujo lleno de colores que también se parece a un enorme rompecabezas. En su cúspide, se levantan edificios y casas-quintas de los estratos altos.
Los más famosos monumentos de Haití son el Palacio de Sans Souci y la Ciudadela, inscritos como lugares de Patrimonio de la Humanidad en 1982. Situado al norte del Macizo de la Hotte, en uno de los parques nacionales de Haití, la estructura data de comienzos del siglo XIX.
La edificación fue una de las primeras en ser construidas tras la independencia haitiana de Francia. Jacmel, la ciudad colonial que se encontraba en trámites para convertirse en otro lugar Patrimonio de la Humanidad, quedó seriamente dañada a consecuencia del terremoto.
Recorrimos 75 kms en busca de la cascada sagrada Saut  d'Eau, Salto del agua, a donde concurren miles de haitianos, algunos con velas y cuencos de calabazas con ofrendas de carne de cabra,  en un peregrinaje para bañarse y orar por todo tipo de cuestiones, desde una buena cosecha hasta por el fin de la crónica disfunción política en Haití.
Pero llegamos fuera de tiempo pues la peregrinación,  una mezcla de vudú y fe cristiana, durante la cual los participantes frotan sus cuerpos con jabón y hojas aromáticas, muchos de ellos desnudos, se realiza entre el 14 y el 20 de julio cada año.
Y solo allí, y no en las calles de Puerto Príncipe, en el sector rural, observamos el desfile de niños y adultos con sus “timbos” de agua que recogen lejos de sus viviendas, como aseguraron algunos despachos de prensa que leí antes de la expedición Diario Verde Caquetá.
Durante nuestra travesía, por tierra, desde Santo Domingo al Cabo Haitiano y desde Puerto Príncipe a Santo Domingo, al cruzar la frontera entre los dos países, presenciamos una curiosa y singular actividad por parte de las azafatas de los autobuses. Son ellas quienes, con los pasaportes de los pasajeros en mano, ingresan a las oficinas de migración de los dos países y prácticamente le ordenan a los funcionarios los procedimientos respectivos. Desaparece el odio latente entre la gente de los dos países y le bajan el perfil de pájaros huraños que tienen algunos agentes apostados en las afueras de los centros de atención de los migrantes.
Serenas, con su dialecto formidable, simpáticas, las azafatas lo hacen todo, menos poner el sello en los pasaportes. Y al contrario de lo que ocurre en Colombia, ellas no reparten los alimentos ni las bebidas a los pasajeros, tarea que cumplen los empleados del restaurante en donde la empresa transportadora los adquiere.

Es la hora triste del poniente, pero también es la hora del ocaso de la vida, entrando al pórtico de la vejez, más allá del cual se extienden las horas apacibles de los últimos años. Pero nos van quedando las inolvidables imágenes de estos encuentros con la naturaleza y con la verdad histórica de estos pueblos que cuentan el origen de sus tristezas y de sus oprobios.





jueves, 19 de enero de 2017

Magia haitiana, refuerzo constante de la resignación


Como un disfraz detrás del cual esconden su verdadera identidad, su tragedia, sus dificultades, sus frustraciones, sus trastornos, los haitianos se refugian en distintas prácticas supersticiosas y la mayoría del pueblo interpreta sus problemas como un llamado de los dioses.
Cegada por el miedo, sobre las ruinas de sus antecesores, la gente prefiere el refugio protector de los supuestos seres superiores a la visión real de su cotidianidad afectada por la exclusión y la opresión. Engañados por los profetas del error, le coquetean a los dioses, se aferran a Eros, desprecian a Marte y adoran a Melpómene, la diosa de la tragedia.
La cosmovisión del pueblo haitiano, sus percepciones, sus interpretaciones  del mundo están construidas alrededor de la magia, la superstición, la danza, y los dioses de sus ancestros africanos.
Los hechizos, los amarres, los rezos, los trances, las invocaciones de todo tipo son los instrumentos para comunicarse con supuestos seres superiores dotados de grandes poderes que les ayudan a vencer todo tipo de males, presentes y futuros, y también acuden la magia negra, con la que  practican maleficios.
Son recursos desesperados ante situaciones generales, como la pobreza, o específicas, como la enfermedad de un ser querido, que se solicitan con profunda sumisión. Entonces, surgen los intermediarios, “los especialistas” que aseguran tener los nexos suficientes con los seres superiores para obtener los favores que las personas en problemas demandan.

Con muy escasas excepciones, todos los haitianos tiran la carreta en donde están montados los ídolos que adoran y cada vez se observan mayores niveles de sometimiento y adoración, de acuerdo con un análisis que conocí, elaborado por sociólogos de una organización que lucha por la igualdad y el respeto de los derechos humanos en este huerto de la desigualdad.
Podría decirse, que los haitianos, que fueron los primeros en ganar la lucha por la emancipación, retrocedieron miles de años y ahora son practicantes de una moderna forma de esclavitud, una esclavitud voluntaria que con las cadenas de hierro con las que ha sido atada,  hace coronas para ofrecerlas a sus amos. Y sus amos se sienten orgullosos de quienes los adoran. 
Una esclavitud lírica que le canta a los tiranos, sin esperanzas de liberación, estremecidos por las caricias de sus rituales, por el encantamiento de sus dioses y de sus intermediarios.
En las calles sucias, entre escombros, se ven las “guaguas” como garrapatas que avanzan lentamente atestadas de gente, pero en todas ellas y en el 99% de los vetustos vehículos a punto de desbaratarse, se ven letreros religiosos, que exaltan o invocan la presencia de un ser superior. Avisos que son, incluso, más visibles que los destinos, que las rutas, están pintados por todas partes como una propaganda ambulante, como una etiqueta contra el dolor que les proporciona alivio a sus penas.

Son expresiones que delatan su miedo y que personalmente vi como manifestaciones de sus carencias, de la falta de poder y de libertad, testimonios de su intensa desesperanza que se niegan a reconocer, una impotencia que se transforma en soberbia y enojo con los “blancos”.
Poco a poco, las expresiones religiosas se mezclan con la magia y con distintas formas de hechicería a pesar de los esfuerzos de los sacerdotes y pastores cristianos por frenar esa combinación. Y en algunos casos, la iglesia católica acepta compartir escenarios en donde se practican rituales asociados a las costumbres ancestrales de adoración.
El pueblo quiere ocultar su miseria o, al menos, compartirla sin pudor en recintos consagrados y entonces surgen las celebraciones a puerta cerrada hasta donde no puede llegar la tragedia, pienso. Y surgen nuevos elementos como los tambores, los cantos, los muñecos y en algunos casos, los huesos y los cráneos extraídos de los cementerios de manera subrepticia.
El vuelo de sus almas hacia lo ideal, los envuelve en una sublimidad radiosa ante el misterio omnipotente de lo desconocido y de manera progresiva llegan los gritos que parecen llamar algo escondido en las tinieblas. Sus almas se abren a las confidencias dolorosas, se acaban los secretos y por efecto de bebidas alcohólicas y otros menjurjes los practicantes se desdoblan y en muchos casos son objeto de distintos abusos y violaciones.
El misterio, la fatalidad mortal de las prácticas mágicas de los haitianos tiene su máxima expresión en el Vudú, una verdadera danza de la muerte, caracterizado por raros ademanes, una simbiosis de brujería, magia banca y negra, biblia, alcohol y sangre, entre otros.
La repetición mecánica hasta el éxtasis, hasta los trances, cuando se llega a la comunión con los dioses invocados, una sucesión de visiones extravagantes y la satisfacción de los pedidos, parece ser el objetivo del Vudú que incluye la ingestión de alcohol y de sangre en ocasiones excepcionales, bailes en círculo alrededor de un eje que puede ser una columna, un poste, un tronco de árbol o un ataúd.

Las vueltas en círculo parecen indicar que no tienen rumbo en sus vidas, pero sí mucho afán; la mezcla de atuendos, flores, belleza y juventud de algunos participantes seleccionados previamente como “principiantes”, podría ser señal de que buscan en el otro algo que no tienen.
Algunos invitados gozan del espectáculo, sin intervenir directamente, cuando se trata de ceremonias demostrativas, por lo cual cobran hasta 100 dólares. Durante las ceremonias reales se ofrecen espacios para la purificación, para el bautismo de los hijos y para la iniciación de la condición de personas “posesas” que ordinariamente presentan peticiones especiales porque de conformidad con la creencia, los espíritus tienen la facultad de hacer curaciones de todo tipo de enfermedades.
Las muñecas con alfileres y los rituales con velas de cera negra, acentúan la magia, son un componente sexual que se multiplica progresivamente hasta alcanzar niveles orgiásticos entre los participantes. Aquellos que pierden el sentido, los realmente posesos, son conducidos a los antros dispuestos previamente, en donde se vive una clara prostitución, una orgía entre sacerdotes, sacerdotisas, posesos, auxiliares y “dioses” aparecidos tras la invocación.
La música, la danza y el alcohol son simplemente elementos accesorios superpuestos para esconder los intereses sexuales, mientras que el baile, los símbolos sexuales visibles y el alcohol son factores desencadenantes de la posesión.
Con todo, el Vudú fue la mecha detonadora de la gran emancipación esclavista de Haití, indican algunos ensayos sobre el tema. Del mismo modo, los misioneros gringos que llegaron durante la ocupación americana de 1915-34, persiguieron violentamente las prácticas del Vudú porque “se trataba de una idolatría salvaje”. Con ese argumento divino, expulsaron a los propietarios históricos, les derribaron sus casas y templos e incendiaron pueblos enteros.
Desde entonces, la muerte, el terror, la miseria, la exclusión cayeron sobre este pueblo que definitivamente maduró para el dolor y estrangularon sus palabras para la protesta.
Hoy, USA mira con desprecio a ese pueblo y refuerza constantemente sus mitos y creencias fantasmagóricas para asegurar la vigencia de la nueva esclavitud con la siembra del conformismo, del miedo y de la resignación, aplastado como una cucaracha y anestesiado.
Para aplazar indefinidamente el surgimiento del poder de la lucha.





martes, 17 de enero de 2017

Puerto Príncipe, la mágica esperanza de reaparecer


Cuando el pequeño jet stream despegó del aeropuerto ‘Hugo Chávez’, de Cabo Haitiano, tuve una sensación de alivio  del dolor que me produjeron la desigualdad, la opresión, la pobreza, el pantano y las basuras que golpean a sus habitantes.
Pero cuando ascendimos, vi, agrandada, la mano tendida de sus habitantes hacia la muerte y florecieron en mi alma el enojo y la incomprensión por tanta miseria y desolación. Las imágenes aisladas del desastre se juntaron y vi la ciudad como un rompecabezas gigante armado a lo largo del mar cobrizo, sus playas sucias, humeantes y en contorsiones como una serpiente ‘toreada’.
De manera deliberada aparté la vista de ese jardín de muerte e injusticia, abrí mi libreta de apuntes y taché las notas que ayer quedaron plasmadas en uno de mis relatos anteriores. Pasé la página y me aparte de ese volcán dormido de la exclusión, de la maldición, de la desesperanza.
La tarde estaba soleada y en el horizonte se veía un color atornasolado, un conglomerado de rayos amarillentos. Abajo un cordón de cordillera pasaba lento, con sus picos y hondonadas, que pintaban un columpio árido, con poca presencia de construcciones y unas pocas carreteras.
Los rayos del sol reflejados por los techos de zinc semejaban estrellas intermitentes, luciérnagas y lámparas potentes. El piloto anunció que ya volábamos sobre Puerto Príncipe y entonces vi una ciudad larga construida sobre una  extensa sabana interrumpida en un lado por la cordillera erosionada, invadida por miles de viviendas, y por el otro, un lago inmenso. La fiesta de los colores se hizo más sensible a medida que descendíamos y entonces sentí en el alma el recuerdo de los 300 mil muertos del terremoto que sacudió este país hace justamente 11 años.

Una falsa simpatía de los taxistas que esperan y se disputan como caimanes a los turistas en el aeropuerto internacional, nos sedujo y resultamos montados en un descuidado Toyota de alta gama, en donde su conductor se descobijó y nos dijo en un mal francés que el servicio costaba 30 dólares americanos hasta el hotel reservado previamente. Aunque la barrera del lenguaje es evidente, se palpa una actitud de desprecio, tal vez de rabia, hacia los turistas, que son su fuente más importante de ingresos. Estábamos tranquilos pero personalmente Yo perdí la serenidad al ver que fuimos engañados, atrapados por una persona que además no estaba satisfecha por su cacería.
Desde ese momento y durante nuestra permanencia en esta capital, experimentamos una seguidilla de desprecios, convertidos en odio contra los “blancos”, a quienes responsabilizan de sus tristezas. En la calle nos gritaron, nos expulsaron de algunos sitios mientras no tuviéramos dinero para darles por una respuesta y por una fotografía.
En el fondo, se percibe a un conglomerado que siente odio por los “blancos”, como responsables de la maldición que hizo desaparecer la igualdad de los pueblos, el amor y la solidaridad. Pero, no obstante, su animadversión no pasa las fronteras de los gritos y en ningún caso fuimos agredidos físicamente. Este conflicto se acentúa por causa del lenguaje. Todos se comunican en Creole y muy pocos saben francés. Jorge Enrique Sánchez, mi compañero de expedición, me dejó solo por algunos minutos y entonces comprobé lo mal que estoy en el manejo del francés y del inglés.  Hice un gran esfuerzo y me acordé de algunas ´palabras que le aprendí al sacerdote Leonardo Tobón cuando en bachillerato daban clases de ese idioma.
Un día después de nuestra llegada, encontramos a un taxista francoparlante y le pedimos que nos hiciera un recorrido por los sitios más emblemáticos de la ciudad y en el camino logramos construir un nexo de amistad. Le sacamos una sonrisa y a través suyo supimos que mientras estés acompañado de un haitiano, se evidencia una notoria disminución de la beligerancia hacia el extranjero. Ese conocimiento nos permitió acceder a personas que se dejaron fotografiar -pero siempre a cambio de dinero- y mejoraron las condiciones de nuestro trabajo en entornos muy concurridos.
Durante nuestros numerosos recorridos por la ciudad y por algunos sectores rurales a 75 kms del casco urbano, no vimos gente de otras razas y colores sino en los hoteles en donde estuvimos alojados. Fuimos vistos siempre como ‘moscos en un vaso de leche’, pero a la inversa.

Acompañados de uno de los suyos, los niños nos rodearon, principalmente cuando volamos el drone ‘Pajarito’ y siempre pidieron dinero: ‘one dólar`, reclaman siempre. El cambio a moneda local es de 66-67-68 gourdes, el peso haitiano, por un billete verde.
Un haitiano normal -normal es ser muy pobre- necesita 500 gourdes para su comida si tiene 3 hijos, y debe pagar otros 500 de arriendo. Entre hacer mandados, acarrear canastos y bultos, vender chucherías y comestibles un hombre del común, una mujer o un niño, se levantan 300 gourdes diarios…pero a veces, no consiguen ni uno.
El algunos sectores de la ciudad, principalmente en los alrededores del Palacio Nacional, se ven personas salvadas de la tempestad de la miseria y en términos generales se observa una ciudad en vía de recuperación tras los azotes del terremoto y del huracán “Mathew” y es evidente que el país ha sido estigmatizado por los grandes Medios, que acosados por su amarillismo, por la voluptuosidad del dolor se empeñan en mostrar solo su pobreza y su atraso, con periodistas y camarógrafos que caminan de espaldas a la realidad. Y otros, que se divierten con las lágrimas de los haitianos, sin atreverse a señalar a las grandes potencias, a las oligarquías de todo el mundo que han levantado un velo con los jirones de la tragedia haitiana.
Las crónicas y ensayos que he leído sobre Haití están relacionados, en su mayoría, con el terremoto, con el huracán Mathew, con los golpes de Estado, con el hambre, la miseria, la corrupción, los despojos, las exclusiones. Son pocos los trabajos orientados a mostrar su recuperación, sus esfuerzos, su lucha para sobrevivir en este país considerado como el más pobre de  la región, así como las expresiones de grupos aislados pero importantes en la lucha por su reconocimiento, por la igualdad, contra la corrupción que le pone barreras al progreso; por el cuidado y mejoramiento del medio ambiente, por la obtención de mejores condiciones de vida en general para la población.

En los sectores deprimidos, no funcionan almacenes ni restaurantes y la gente toma sus comidas en ventas ambulantes y estacionarias de comidas, caldos, frutas y café. En los contornos de las plazas de mercado se observa, como en Cabo Haitiano, a numerosas personas que, con la habilidad de un gallo tuerto en un basurero, se rebuscan prendas de vestir y zapatos en montañas húmedas de ropa y otros elementos.
Solo en un área relativamente pequeña vimos señales visibles de los estragos del terremoto, entre las cuales la más notoria es la catedral, como un símbolo, como el alma y el trofeo de la tremenda sacudida del 12 de enero de 2010. Es como un grito vivo, un eco de las voces de los más de 300 mil muertos, de los huérfanos, de los damnificados. Una mole desfigurada en homenaje de las fuerzas  ocultas y hostiles de la naturaleza. Alejándonos del conglomerado miserable que vive en ascuas bajo el sol, sin ambiciones, el destierro 
en la propia patria, libres de las presiones, de las miradas amenazantes, del vértigo de las basuras, el mugre y la desorganización absoluta, encontramos unas calles menos mugrosas por las que circulan vehículos destartalados, viejas camionetas Luv 2300 y mazdas enmohecidas, a las que se le adecúan jaulas para el transporte humano. Ah,y cientos de motos, en las que se movilizan hasta 4 personas, sin casco, ni chaleco...ni licencia de conducción. 
La anarquía es total, el dolor se mueve con lentitud en una perspectiva de la antigüedad vehicular, aparecen otras “guaguas” más grandes y uno que otro carro particular con sus avisos de “taxis” que cargan a la gente a bajos precios pero que los multiplican cuando se trata de un extranjero. Adentro de los carros vetustos, los pasajeros gesticulan, algunos se ríen y algunos mantienen la indiferencia de un gato subido en un árbol que se lame sus testículos mientras un perro le ladra desesperado por la impotencia.
Y si avanzamos en dirección a la “otra ciudad” encontramos muchos edificios y casas en construcción, pero con sin obreros, con la actividad paralizada. El más representativo de esta condición de suspensión de las obras a medio camino es el edificio del ministerio de Economía y Finanzas, una mole de al menos 15 pisos, templo del abandono oficial o quizás como producto de la corrupción. Pero a todo momento, encontramos los rostros  místicos que miran hacia adentro, en gestos contemplativos de la triste realidad y algunos semovientes humanos que recogen colillas y reclaman dinero a los transeúntes.

Las “guaguas” formales que tienen rutas asignadas a los barrios y poblados cercanos se parecen a las garrapatas pues, además de la forma extraña que les da la carrocería, las saturan de raros adminículos supuestamente de adorno, o “gallos” como les dicen los motoristas en Colombia. Y como los ácaros repletos de sangre, esas “guaguas” adquieren también una forma ovalada, tal vez por la ingestión de pasajeros.
Al tumulto del día sucede el silencio.nocturno, cuando al final de la jornada se aviva el desprecio porque para la gente humilde de Haití no hay otro sueño que el espanto de sus visiones y el temor del día siguiente.



Expedición Diario Verde Caquetá, por Haití: el dolor devora el corazón


Solitario, en el aeropuerto de Punta Cana, absorto, pero sintiendo los síntomas de la grandeza y la felicidad tras el recorrido de 2 semanas por la isla La Española, siento crecer los sonidos de una fanfarria triunfadora que reverberan en mi alma sensitiva.
Las almas tristes de los haitianos, deformadas por el yugo de la desigualdad, una tristeza resignada y fundida con la desesperanza, en contraste con la alegría casi sensual de los dominicanos, que se percibe con toda intensidad en su paraíso, en la joya de su corona turística, Punta Cana.
El dolor enardecido de los habitantes de Cabo Haitiano, con sus amaneceres pálidos, el sol de medio día que saca los olores putrefactos de los promontorios de basuras y el atardecer triste y desolado a la orilla del mar, cuyas olas inquietas mueren entre el fango y los desechos.
La armonía de los dominicanos, con su simpatía galopante, sus canciones como mariposas de colores y sus mujeres expuestas como lirios del jardín antillano a disposición del tumulto turístico. Punta Cana es el patio de recreo de las más rancias oligarquías del planeta.

El dolor y la maldición de los haitianos les quitan el deseo de hablar y un sentimiento de indiferencia, casi odio, los hace renunciar  a la palabra con el “blanco”, con lo cual se alarga la distancia, de hecho alterada por la brecha del lenguaje. En esa onda del silencio, pierden no solo el turista sino también los nativos que no pueden hacer visible su fatalidad.
La atmósfera de sueños en sus playas, en sus campos, en sus ciudades, en sus espíritus; con el azul turquesa limpio e infinito del cielo, los dominicanos disfrutan la plenitud de su entorno, de sus riquezas, de su sol, supervalorados por el turismo internacional.
Mi alma rebelde se apacigua y mi espíritu obsesionado por la viruela del ensueño se recrea en un gran paréntesis del dolor que ha vivido Colombia por causa de la violencia.
Solo, en medio del tumulto de este aeropuerto internacional de Punta Cana, recuerdo que Haití fue el primer país que ganó la batalla por la emancipación, por la abolición de la esclavitud, pero las nuevas generaciones parecen haber renunciado a sus ideales históricos y la derrota es aceptada con resignación, estimulada por los pregoneros del conformismo y del ilusionismo, una verdadera plaga en este país.
En cada cuadra hay una iglesia que pregona “el sufrimiento en esta vida para alcanzar la felicidad en la otra”. Cada 10 metros, hay una oficina de lotería y chance que les quita a los locales el poco dinero que consiguen, “con la esperanza de salir de la pobreza”
Como vencidos prematuros, con sus mentes maduras ideológicamente para el dolor, la lucha de los haitianos dejó de ser un deber imperativo de su pueblo, como en Colombia. La inconformidad y la protesta remplazados por la resignación y el vencimiento. Tal vez por el desengaño, por la esterilidad de la lucha, por la traición de sus dirigentes que después de haber abrazado la causa de la libertad, se vendieron a por un plato de lentejas.

La naturaleza se enferma, se agrava y entonces por esos picos y valles haitianos pasan vientos de desolación y de muerte. La cordillera se ve triste, los árboles agotados y cuando no es un terremoto es un huracán y el mundo ve morir a sus pobladores, mira su miseria con indiferencia. La miseria humana de los países y de la gente poderosa es mayor a la miseria de los haitianos que se encuentran en la antesala del sepulcro.
Me sentí  muy extraño entre esos individuos en decadencia que siempre nos miraron como seres caídos de otros planetas y, del mismo modo, algunas veces sentí miedo y piedad por esa procesión de seres desvanecidos que transitan sobre las basuras y entre el lodo en Cabo Haitiano.
En ese panorama de la devastación y de la insolidaridad mundial, entre el fango, los desechos, la hostilidad de la gente, las basuras, el hambre, la miseria y la indiferencia de los países y de la gente rica, vi el cadáver de la esperanza.

Y ante tanto dolor y ante el egoísmo mundial, la disolución de estas imágenes en el cerebro es como un  deber. Y pienso de nuevo en la leyenda bíblica y renuevo mi creencia según la cual Noé es el precursor del odio entre hermanos, con la maldición sobre su hijo Cam, que se ha extendido hasta hoy no solo en Canaán sino por todo el mundo y Haití es una de las más claras expresiones con su cadena de miseria.
Siento por el crimen y por la locura del mundo, el mismo miedo y la misma piedad que sentí por los haitianos.


viernes, 13 de enero de 2017

Cementerio de Cabo Haitiano, exhumaciones del dolor



Oprimidos, excluidos, vencidos en la vida, los habitantes de Cabo Haitiano -el África antillana- llegan igualmente derrotados a la muerte y su cementerio es un santuario  horrorosamente dispuesto en el que se entierran los cuerpos pero no la indignación y las penas que flotan como fantasmas en constantes reverberaciones que asustan a los sepultureros.
También se perciben los anhelos de muerte que llegan desde los ranchos, desde las calles, desde los cambuches, desde los albergues, desde los pequeños comercios informales que venden 50 centavos de dólar diarios, desde la playa-basurero en donde los niños rodean al ''blanco'' para pedirle dinero, pues esos deseos de morir llegan primero que los cuerpos desde la morgue de los hospitales de mentiras que funcionan en este pueblo. 

Este antro se me revela como un continente muy distinto a todos los destinos de la muerte que he conocido, como el cementerio monumental en el que se convirtió Armero con sus 25 mil muertos ahogados y semienterrados por la avalancha. O el cementerio de Armenia, hace 55 años, en donde las fosas comunes eran más numerosas que las tumbas formales y las calaveras expuestas sirvieron como pelotas para la práctica del fútbol a un grupo de niños que no le tuvimos miedo al ángel que en la entrada anunciaba el fin del mundo con una trompeta enorme.
Como las palabras brotan del cerebro de quien escribe o habla, tras ser impactado por  los fogonazos de la visión, declaro haber experimentado una exaltación anímica inusual desde el momento de mi llegada a este pueblo, en el que se siente el dolor de la desigualdad, en donde los hombres perdieron su condición de seres iguales a los de otros sitios del mundo, en donde, en fin, pienso que la opresión es como una maldición que volvió normal la imposición de la voluntad de unos cuantos sobre sus propios hermanos.

Los restos de las personas que fueron objeto del odio y de la discriminación en vida, siguen siendo subvalorados y profanados aquí en este escenario, sin que me considere partidario del culto a los muertos. El silencio absoluto que es la muerte es interrumpido con alguna frecuencia por cultores del Vudú que profanan las tumbas y exhuman cadáveres para escoger huesos con destino a sus prácticas, comentó uno de  los acompañantes al palpar nuestra sorpresa por algunas tumbas abiertas y por el hallazgo de un cráneo muy cerca del sendero principal del cementerio. De acuerdo con el testimonio, el Vudú es un conjunto de prácticas religiosas que incluyen una mezcla de cristianismo con religiones africanas, fetichismo, culto a las serpientes, sacrificios rituales y empleo del trance como medio de comunicación con sus deidades, procedente de África. Es corriente entre numerosos habitantes de Haití, cuyos sacerdotes y sacerdotisas tienen un elevado rango de reconocimiento social y político.



Diferente a la usanza colombiana, en este cementerio los restos no son rescatados después de varios años y en muchos casos en los panteones familiares o de grupos asociados se depositan muchos cadáveres a lo largo del tiempo. Pero los restos, como se llaman en Colombia, no se retiran.
Recuperando mi capacidad deductiva, pensé que tienen razón los familiares y amigos de estos muertos que ya lo estaban en vida. 
-Lo único que pueden exhumar de estos muertos es su dolor, le dije en voz baja a Jorge Enrique Sinchez, mientras hacía una foto de la calavera.
Vi, del mismo modo, una cruz de palo -como la canción- levantada sobre un cajón de hierro enmohecido y en su elemento horizontal tenía envueltos algunos trapos de distintos colores y me acordé de otra de las aventuras infantiles cuando las cometas de algunos niños quedaban enredadas en las cuerdas de la energía porque el inquieto grupo de muchachos le cortaba el hilo al que la elevaba.
Este altar de sacrificios sin animales, con los  mismos sacrificados, es un triste escenario de angustia, amplio y triste como la soledad, como sus muertos…y como los vivos que apenas sobreviven, oprimidos por los poderosos, con la lejana esperanza de que se acaben los falsos reyes que necesitan de esclavos en nombre de la ley y en nombre de los dioses ancestrales, de los dioses africanos, de los dioses de todas las sectas y religiones, de los dioses del Vudú, de los dioses de los charlatanes, del de los supersticiosos. Y con la fe de que el desarrollo económico no se ponga por encima de lo social, por encima de todos los derechos.


Estas tarde, tras un recorrido por Puerto Príncipe quise revivir aquellos momentos y entonces me asomé a mi libreta de apuntes y mirando el rostro inmutable de la muerte, escribí este perfil del escabroso cementerio.