miércoles, 22 de julio de 2015

¡Hasta luego, San Andrés!


Mañana seré un fugitivo de esta isla paradisiaca que, aunque en franca decadencia por causa del mal más mortífero que sufre Colombia –la corrupción-, es un un escenario perfecto para quienes nacimos con una imperturbable tendencia al goce.
Estoy seguro de que soñaré con su mar multicolor, con sus playas atestadas de turistas, con el enjambre de motos en sus calles semicirculares, con sus nativos descomplicados, indiferentes y descorteses. Con sus taxis de media gama, con sus basureros, con su clima sofocante.

Es como huir del placer, de ese exquisito emparedado entre el mar, el viento y el firmamento, pero también del sentimiento de soledad que viví cuando apenas asomado al mar caribe desde el espolón cercano al hotel Casa Blanca, sufrí el vértigo que produce el abandono. Me vi solo en la vida, frente a la inmensidad marina y la del firmamento y entonces retrocedí asustado en busca de los Jorge, Enrique y su sobrino-asistente Harley, mis compañeros de viaje.
-No te preocupes, me dijo una voz desde mis entrañas, el pensamiento es mas extenso que el mar y el cielo juntos.
Cuando me suba al avión estaré seguro de que sus pasillos son el comienzo de un camino al que podré volver solo con mis palabras, cuando en mi natal Armenia, en la amada Florencia, en la calurosa Neiva, o donde me toque asilarme en la hora crepuscular, tome mis apuntes y mis notas para repetir este recorrido.
Los vendedores, los trabajadores de las playas, las lindas mujeres, la anarquía de su movilidad, el conformismo de sus habitantes, los altísimos precios de las mercancías y los alimentos; la arquitectura patrimonial y algunos iconos urbanos socabados, la corrupción en la oficina de tránsito, que cobra las placas de las motos pero desde hace 10 años no las entregan y, desde luego, sus olas mansas heridas de muerte por los arrecifes coralinos, tienen un espacio en mi cerebro, otro virtuoso de la inmensidad.
Gocé, intenté con frenesí hacer parte de lo que vi y asimismo atormenté con mi palabra cada vez que fue necesario, como en la emblemática iglesia Baptista, en donde sostuve que el dinero está por encima de su doctrina. Y en el aeropuerto cuando señalé la ineficiencia de los funcionarios de la OCCRE y las arandelas innecesarias que le ponen al ingreso de sus compatriotas a la isla. Y mucho más tormentosa fue mi pregunta sobre el destino que toman los recaudos por concepto del altísimo impuesto que le cobran a los turistas -colombianos y extranjeros- por su ingreso a la isla. Hagan las cuentas, cada visitantes paga $50 mil y todos los días llegan, en promedio 2.000 personas.
También, con la vena de mi humor ácido, estimulé sucesivamente el intermitente cascarrabias que camina dentro de Jorge Enrique junior, como herencia -tal vez la única notable- de su papá, el siempre recordado con cariño, “pájaro verde“. Pero, al estilo de Don Quijote y Sancho, pocos minutos después de cada refriega, nos reconciliamos sin resentimiento, como dos hermanitos que pelearon por un juguete descompuesto. Quizás el sobrino-asistente, Jose Harley, resultó damnificado por causa de los altercados, pues su desconcierto le hizo cometer errores que fueron cobrados a muy alto precio por su tío. Perdió un par de audífonos finos y se “tiró“ algunos lentes del costosísimo equipo fotográfico de su Jorge junior.

La lealtad y el afecto mutuos sobrevivieron y tal vez se enriquecieron porque, de manera no deliberada, nos expresamos como críticos severos de la unanimidad. Nos formamos en el debate y la sana controversia y por esa razón tenemos la tendencia a contradecir, o al menos, a dudar. Y también porque somos el producto de una sociedad que no nos enseñó a escucharnos entre nosotros mismos. En mi caso, se trata de un comportamiento involuntario, derivado de la costumbre negativa de hablar sin parar.
San Andrés tiene, como algunos libros, muchas paginas positivamente perturbadoras de la conciencia, que nos lanzan al abismo del suicidio, nos enamoran de un personaje fatal y hasta nos enferman con el virus del amor. Cuando leo, me apasiono con el placer de la ironía y de la metáfora. Cuando viajo me gusta hacerme reo de la naturaleza, pagar con alegría y escritura el precio de su demanda y sentir el gusto de la fuga.

lunes, 20 de julio de 2015

El VANT “pajarito“ transforma la perspectiva. Porque ya no hay posiciones imposible de observar


Los VANT -vehículos aéreos no tripulados- se convirtieron en drones por la asimilación del inglés que literalmente significa zánganos. 
Pero el dron “pajarito“ lo único que tiene de los zánganos son sus antenas largas y sus ojos poderosos unidos, convertidos en un visor sensible y en un sistema óptico que le permiten observar lo que no podemos desde la superficie. Es un personaje que comparte en igualdad de condiciones el éxito de la expedición, que precisamente lleva ese nombre como homenaje a Jorge Enrique Sánchez, inspirador y fundador del único periódico ambientalista que se ha editado en la Amazonia, y por causa de lo cual se ganó el apelativo cariñoso de “pájaro verde“.
Y el diminutivo se explica porque su hijo, Jorge Enrique, Junior, quien física y emocionalmente es una réplica del viejo, fue el promotor y financiador de este periplo por la Costa Atlántica y el Caribe colombianos.
Precisamente, su capacidad para mostrarnos lo que existe y lo que ocurre, pero que no está a nuestro alcance, transforma la perspectiva al dejarnos ver, por ejemplo, a los “reverendos“ convertidos en mundanos, los colores más vivos, al hombre del subsuelo y al desarrollado. Hasta las tristezas y las alegrías que desde lo alto, tienen su equivalente con las angustias y las esperanzas.

Algunas veces sufre humillaciones, como cuando se aproxima a zonas de exclusión aérea, entonces “pajarito“ se resigna y se retira, no sin antes advertir que lo han detectado, que le hacen seguimiento, que su condición ha pasado de mirón a ser espiado. Otras veces protesta contra la muerte pues se le han acabado las baterías y aunque no tiene la velocidad del avión, esa aparente desventaja se convierte en superioridad a la hora de ver con más detalles los objetos que enfoca.
El término dron ya fue asimilado por el diccionario de la RAE y pese a que su desarrollo se utilizó en la segunda guerra mundial, 
fue apenas a finales del siglo XX cuando estos equipos operaron con radio-control y todas sus características de autonomía.
“Pajarito“ tiene, como todos los de su tipo, algunas desventajas de tipo técnico pues su enlace vía satélite es susceptible de ser hackheado con el propósito de abortar su misión, pero en el caso de fotografía recreativa y artística se supone que no existen enemigos. Algunos envidiosos, solamente.
También sufre desventajas económicas por los costos de mantenimiento, pero las principales son de tipo ético porque muchas personas pueden ser fotografiadas y grabadas de manera ilegal, en distintos escenarios, lo que sería una violación del derecho de la intimidad.
Pero dejemos la moral tranquila, o mejor los moralismos hipócritas porque al estar confabulado con el grupo, “pajarito“ mira lo que le pedimos y, en más de una ocasión, desde su posición vanguardista, nos ha señalado la mentira, el delito, los cómplices, los “cruces“, las ausencias y hasta la pena que algunos sienten por lo que no tienen.

En las fotos y videos que nos hace “pajarito“, siento el viento y veo las olas que vienen desde los más remotos confines marítimos; los personajes ficticios de la politiquería, los muertos en vida, el azul intenso, el verde oscuro y las demás tonalidades que ofrece el mar multicolor en San  Andrés. También me ha mostrado la agonía del monte incendiado en Cartagena, los cazadores furtivos en el parque Tayrona, la pareja de novios que lo intentan todo debajo de un árbol frondoso y hasta las putas que se disputan los clientes con afán y empujones.
Anoche, cuando le hacían la limpieza y el mantenimiento diario de rutina, me quede mirando sus hélices, toqué su cuerpo y le hice una pregunta:
-Tú que todo lo ves, ¿cómo está el camino de la paz?, le susurré limpiando su ojo mágico
-En Colombia no habrá paz mientras no haya justicia social, me contestó una grabación.
Me desperté preocupado pues no pude explicarme cómo una grabación de hace 30 años, en la voz de Jaime Bateman, sonara con tono robotizado desde las entrañas de “pajarito“.
Tal vez porque se trata de un axioma político.

viernes, 17 de julio de 2015

Expedición pajarito Verde (7). San Andrés, un paraíso en decadencia


San Andrés, el archipiélago colombiano con una de las mejores playas de América, declarado por la UNESCO como Reserva de la biosfera; el destino soñado por colombianos y cientos de miles de extranjeros, con su mar multicolor y en donde sus nativos izan  orgullosos la bandera tricolor desde el 23 de junio de 1822, entró en periodo de franca e inocultable decadencia.
Como en “El paraíso perdido“, de Jhon Milton, las sombras de sus glorias pasadas ocultan las debilidades y fallas que marcan el comienzo de la curva descendente, rumbo a la ruina de este paradisíaco territorio colombiano que a pesar de su distancia con la Costa Atlántica -775 kms- fue contagiado del mayor mal del país: la corrupción.
Lugares y espacios emblemáticos de la isla abandonados, en ruinas parecidas a las que sufren algunos barcos encallados muy cerca de sus playas; las basuras amontonadas en los sectores periféricos, las calles maltrechas aún en sectores próximos al centro turístico y su arquitectura histórica-patrimonial consumida por la carcoma y los roedores, son los signos más evidentes del desinterés, del olvido oficial. 

La antigua casa de la cultura, en el corazón de la zona turística, simboliza el desprecio por el cuidado y preservación de los componentes importantes del entorno insular. Más que olvido, la decadencia es, inocultablemente, producto de la corrupción que se engulle de manera atropellada los recursos millonarios que ingresan a la isla.
San Andrés es el único territorio colombiano en donde los connacionales debemos pagar un impuesto para ingresar a su jurisdicción geográfica, equivalente a $50 mil por persona. A la isla llegan, en promedio, 2.000 personas diariamente, de las cuales el 80% paga el impuesto. Las demás son nativos a quienes no se les cobra.
Es una verdadera cascada de dinero, cuyo manejo y control no fue posible establecer de momento, pero para lo cual se solicitó información mediante un derecho de petición.
Las personas que identificaron al periodista en distintos sectores de la isla, le pidieron preguntar por ellos sobre el destino de los recursos provenientes de “esa mina de oro“.
La desorganización y el abandono son más evidentes, desde luego, en los sectores populares, pero en la zona comercial también se perciben señales de los destrozos y de la ausencia del gobierno.
En las playas no hay servicio de baños públicos y los hoteles prestan este servicio exclusivamente a sus huéspedes. Tampoco se ofrecen espacios con Wi-Fi gratis, como en otras ciudades.
De conformidad con testimonios recogidos durante varias horas de charlas con los nativos y visitantes, la inseguridad aumentó dramáticamente en los últimos meses se han registrado muertes violentas, aparentemente por ajustes de cuentas, y también se incrementaron los atracos a mano armada.
La mayor preocupación de los nativos está asociada al futuro de su sobrevivencia pues consideran que al ritmo que va la pérdida de imagen ante el mundo, en pocos años serán muy pocos los visitantes. Y ellos dependen del turismo porque actividades económicas como la agricultura desaparecieron por cansancio  de los suelos, y la pesca se redujo notablemente tras el despojo reciente de áreas marinas.
Personas que han visitado la isla desde hace muchos años, coincidieron en que “esto ya es un basurero“ y recordaron los días felices de sus paseos al archipiélago.
La insensibilidad por la suerte de la isla es notoria, del mismo modo, entre sus habitantes, muchos de los cuales no oyen ni ven nada, sumidos en una indiferencia, en una resignación tan sublime como el mar Caribe.

No se trata de un presagio. Es ya una realidad que se palpa, como la de estar rodeados de mucha agua pero sin agua para beber, en una realidad pasiva desconcertante como si el mar y el urbanismo, por si solos, como el ángel de la guarda, fueran su salvación.
Arrastrados por la rutina, como las olas que chocan contra los arrecifes coralinos o el viento que entrelaza las arenas y las basuras, los sanandresanos apenas comienzan  a sentir que su paraíso puede ser un infierno en pocos años si no se suman a las voces que ya promueven un cambio en las costumbres políticas que permitan poner al frente de su barco a la gente comprometida con el mantenimiento y mejoramiento de las condiciones que hicieron de este alejado pedazo de Colombia el sueño de miles de personas de todo el mundo.
Porque Satán, el héroe del poema de Jhon Milton, resuena en las heridas de la corrupción, en las extrañas sombras de la politiquería, en busca de un “Paraíso perdido“.

jueves, 16 de julio de 2015

Expedición pajarito Verde (6). “En el vientre de mi madre sentí el aroma de las cocadas“

Sandra Ballesteros, una palanquera que llegó a San Andrés antes de cumplir sus16 años, hace parte del enjambre de vendedores que circulan por las calles céntricas de la isla- principalmente por los alrededores de las playas- que exponen productos  y ofrecen servicios a los visitantes. Son los personajes populares de la vida cotidiana y quienes, además, sirven de conexión entre los turistas y la naturaleza particular del archipiélago.
Son el nudo que estrecha, cierra, afloja o traba las relaciones de los visitantes con hoteles, restaurantes, alquileres de vehículos o apartamentos; los que suministran la ropa, las gorras, las chanclas, los alimentos, las bebidas y las golosinas. Hacen las trenzas, un arte desarrollado en las playas, ese peinado que, entretejiendo el cabello largo y cruzándolo alternadamente, con municioso cuidado, ofrece múltiples opciones, no solo para la playa sino también para eventos especiales.
Son los conectores con los “pulpos“ que manejan el transporte a Providencia y los lugares cercanos de interés y los que controlan los motos acuáticas y otros servicios adicionales.

Y, los que como Sandra, endulzan la vida con las tradicionales cocadas, el almíbar de afrecho y agua de coco, cuya textura y sabor dependen de los modos de preparación.
Increíblemente, cuando le pregunté sobre cómo ve a la isla hoy, Sandra puso sus cocadas en un muro, ahí muy cerca a la tienda de Juan Valdez, y se puso a llorar.
-Perdóname, cachaco, pero estas lágrimas son sinceras, la isla está herida de muerte por causa de la negligencia de los políticos, por la corrupción, por la ambición y porque los que más tienen no tienen solidaridad con la gente raizal que cada día está más jodida.
-La isla no es solo urbanismo y turistas, aquí vive gente de carne y hueso que no tiene empleo, que no tiene vivienda y cuyos hijos deben ir a la escuela, añadió la vendedora, sinceramente conmovida.
-Tengo 4 hijos, 3 paridos y 1 adoptado y cada día cuando los mando para la escuela siento el dolor de ver las playas acabadas, sin baños públicos y la inseguridad creciendo hasta el punto de que ya matan a la gente, la atracan y a pesar de este territorio tan pequeño, no encuentran a los responsables.
-Pero tranquilo, periodista, que las penas, como las risas, son transitorias y confío en que dentro de muy poco tiempo los gobernantes se den cuenta de su olvido y la isla volverá a ser el paraíso que fue. Lo único que no ha cambiado ha sido ese barco encallado, me dijo señalándolo. Lo veo ahí en el mismo sitio desde cuando llegué de mi querida Palenque, me dijo.
Se declaró fiel, aunque admitió que tiene tentaciones, principalmente cuando su marido se va de viaje para el continente. 
-Tengo más de 40 años, me levanto todos los días a las 5 de la mañana, combino las labores de preparación de las cocadas con el alistamiento de los muchachos y la elaboración de las comidas, he sobrevivido a dos cirugías y a desde las 4 de la tarde salgo de la casa con el producto que me da lo suficiente para vivir con dignidad.
-Y recuerda, cachaco, que todos tenemos una cita, a la cual no le hemos fijado fecha, es la muerte. Esa fecha que le produce miedo a los mentirosos pero que los honestos esperamos como una gratificación y un descanso, me dijo poniéndose la bandeja cóncava en su cabeza.
Y se despidió con una ley de la oralidad informal: “el día es breve y el trabajo es una oración, un trabajo que aprendí desde el vientre de mi mamá porque desde allí aprendí a gozar el dulce de la vida“.

miércoles, 15 de julio de 2015

Expedición pajarito verde (5). San Andrés, naturaleza que modifica las pasiones


La magia del avión nos pone, en solo 70 minutos desde Cartagena, en un entorno visual, social, demográfico, climático y costumbrista muy singular y notoriamente distinto al del resto del país, una naturaleza única que tiene el lenguaje perfecto para emocionarse y el poder de modificar las pasiones. Aquí nos sentimos mucho mejor de lo que realmente somos.
Me apresuro a salir, pero en la calle  camino con lentitud y siento el mar bajo mis pies, veo que hasta los taxis son un componente del escenario particular que ya me tiene positivamente perturbado. Vehiculos de gama media con el letrero de "servicio público" interrumpen las camaradería de los vendedores, familiarizados con los turistas y con la belleza. Mis ojos y mi corazón saltan conmovidos y por primera vez siento que el tiempo y las palabras no me van a alcanzar para resumir lo que que observo.
Viajar es un placer que contrasta con la dificultad de poner en la pantalla del computador las cosas que vemos y los sentimientos que experimentamos, de tal manera que correspondan a las realidades, a las emociones, al enamoramiento, en fin, a la lectura que hacemos del lugar en donde nos encontramos.
Una línea blanca, debajo de la otra que separa al horizonte con el firmamento, me llama la atención y entonces me explican que se trata de las espumas formadas por las olas agonizantes heridas de muerte por la barrera coralina y gracias a la cual, propios y visitantes pueden disfrutar de las playas, libres del peligro que representa la furia del mar abierto.

Aquí no es necesaria la utilizacion de la creatividad, de la escritura imaginativa, para hacer un relato pues todo está ahí, a la mano, se te mete por los ojos y por los poros. empujado por el viento que llega, caliente desde el infinito, desde las entrañas marinas. Como los alcatraces que se se lanzan sobre sus presas con la velocidad de un relámpago, después de un sobrevuelo de inspección. O los barcos que se meten por entre la hoguera del sol agonizante agonizante; o el susto de los niños en el hoyo soplador, en el sur de la isla. Se trata de un fenómeno natural producido por una serie de túneles subterráneos que comienzan en los arrecifes coralinos y terminan en un solo agujero a varios metros del agua. Cuando la marea sube y una ola logra entrar con fuerza dentro de estos túneles, arroja el aire comprimido por el hoyo.
O la perplejidad que producen las bellezas naturales contrastadas con el descuido de la isla, a pesar de que cada visitante paga $50 mil por el ingreso. ¿En qué se invierten los recursos provenientes del turismo?, fue una pregunta que se hicieron los habitantes de los sectores populares al notar la presencia del periodista. Muchos recordaron con tristeza al exgobernador Simón Gonzáles y aseguraron que desde entonces "ya no se hacen obras importantes".

Sitios emblemáticos de la isla, como la casa de la cultura y el parque del sol naciente están en ruinas y en las playas no existen baños públicos ni servicio de internet gratis, que es lo mínimo que reclaman los turistas.
En todo caso y quizás perturbado por la belleza o por la susceptibilidad de un adulto mayor, he sentido una obsesión agónica por el goce de este viaje, un frenético impulso hacia la exploración, como una locura momentánea que alimenta esta expedición periodística, como un deseo de recuperar el tiempo perdido, como un trastorno positivo. Pero siempre divertido, complaciente, unitario, para gozar este trabajo como un paseo, como un descanso sin perder la capacidad de asombrarme por las cosas deslumbrantes y hasta tremendistas que nos brinda la diversidad colombiana, tan rica que siento dolor por su desperdicio.
Porque Colombia contiene la gloria y el desconsuelo, el cielo y el infierno pero la gente actúa como los personajes de una novela: frios, sin espeanzas, sometidos por la voluntad de su autor.
El jardín verde será nuestro destino y con él las fantasías furiosas, el duende, la bruja, la luna, el sol, el mar...y usted que con la lectura busca un placer, que me acompaña por esta naturaleza colombiana que se deja leer, que nos deja encontarnos con nosotros mismos.

sábado, 11 de julio de 2015

Expedición pajarito verde 4. Cartagena-Cabo de la Vela, el viaje que todos queremos hacer


En Riohacha, capital guajira, la fuerza de las aguas del río Ranchería está devaluada y así sin alientos el afluente se represa, crea un contraflujo y forma la laguna angosta y ensortijada que atraviesa la ciudad.
Como la impotencia viril, el río es incapaz de penetrar, de introducirse en el mar, cuyas olas le coquetean en vano y entonces, frustrado, se refugia en los barrios y veredas. Y solo en invierno recupera sus poderes para conquistar el mar.
La depreciación del río es el primer anuncio del disgusto de la naturaleza, cuyo deterioro es progresivo desde la salida de Cartagena por la carretera al mar, en busca de Barranquilla, hasta su desaparición en el desierto. La vida animal y vegetal desaparece lentamente y a medida que avanzamos solo quedan los cactus, los chivos y algunos burros y caballos en piel y huesos.
La presencia de niños famélicos en funciones de rebusque y en demanda de una moneda, es otro componente del paisaje y su presencia se advierte desde el caserio Lomitarena, a pocos kilómetros de la Heroica, y se acentúa en el tramo entre Uribia y el Cabo de la Vela, donde la cultura wayúu le impone  a sus niños la costumbre del pedido de monedas.
En lo profundo del desierto, en las rancherías y en viviendas aisladas, los pequeños instalan verdaderos peajes, utilizando lazos y otros obstáculos que obligan a los conductores a detenerse y “pagar“ por su paso. Durante todo el recorrido se observan enjambres de niños y jóvenes que realizan alguna actividad, todas de rebusque, mal remuneradas.

En el corregimiento de Tasajera, Magdalena, y en el Cabo de la Vela, es donde mayor contraste se observa entre los pueblos y el mar, escenarios asombrosamente distintos por la extrema riqueza del paisaje y la dramática escasez que sufren sus habitantes.
En Tasajera, donde los patios de las casas son porciones de la ciénaga del magdalena y sus andenes están frente al mar Caribe, sus 15 mil habitantes viven de la pesca artesanal pero sus ingresos han disminuido a niveles conmovedores como consecuencia de la contaminación de la legendaria ciénaga. “Ahora el más de buenas captura unos pocos chivos mapalé cuando antes extraíamos peces de distintas especies y tamaños“, dijo Humberto Acosta, quien además criticó duramente a los políticos y gobernantes que no han dimensionado la gravedad del problema social que viven sus pobladores.
Paralela a la carretera, corre la línea férrea del tren del Cerrejón que desde la década de los 80 utilizan 3 empresas extranjeras para el saqueo del carbón colombiano desde las minas a cielo abierto hasta bahía Portete, considerada como la terminal carbonífera más importante de América Latina.
Con la complacencia del Estado colombiano y sus dirigentes arrodillados, vende-patria, los extranjeros dominan la zona, imponen condiciones, violan los derechos humanos asociados a la libre locomoción y, desde luego, contaminan el ambiente con las partículas del mineral que se esparcen durante la operación del transporte.
El gobierno holandés amenazó con la suspensión de sus compras de carbón tras recibir quejas de defensores de derechos humanos en las cuales se acusó a los operadores de la mina de violar normas laborales, ambientales y de libre movilización. Nuestra expedición sufrió la discriminación que ejerce el poderoso pulpo y fuimos expulsados de la línea férrea “porque se trata de una jurisdicción privada“. Una jurisdicción con fronteras invisibles, a solo dos metros de la carretera.

Situación similar sufren sus vecinos de Buena Vista, Bocas de Cataka y nueva Venecia, cuyo nombre nos indica que las casas están, efectivamente, dentro de la ciénaga. Sus niños con las evidentes señales que deja la pobreza y los adultos con sus dientes y hasta sus prótesis oxidadas obligan una reflexión: ¿por qué estos colombianos tienen tantas penas, en medio de la riqueza infinita del país?. Ni por malvados que  fueran se merecen estas condiciones de vida.
El polvo que levantó una camioneta transportadora de las famosas pimpinas con  gasolina venezolana, fue como una cortina de candela que al desvanecerse nos dejó al descubierto otra belleza encantadora, la planicie inconmensurable del desierto.
En contraste, la muerte de la naturaleza espanta hasta los pensamientos porque mi mente quedó en blanco al verme entre cactus y arena que golpea duro, lanzada por el viento de 50 kilómetros por hora.

En este inhóspito pedazo de la geografía colombiana solo prosperan los cactus, la corrupción y la cizaña que esparcen algunos venezolanos, muy comunes en la región.
Al término de ese sendero ominoso, vimos de nuevo el mar, con todos sus poderes, de un azul más intenso aunque sus olas tranquilas en el Cabo de la Vela. Es uno de los sitios más extremos del norte de suramérica, superado apenas por unos pocos puertos y, naturalmente, por Punta Gallinas, en el extremo de la península.
Está vigilado por una pequeña estribación de la serranía del Perija, que se desvanece justo en la punta del cabo, cuya altura máxima es de 50 metros, con picos notorios como el Sagrado, el Faro y el Pilón de azúcar. Las rancherías y las playas del lado occidental son sus principales atractivos.
La afluencia de turistas en su franja costera, atraídos por las condiciones exóticas y por su lejanía, estimuló la construcción de chozas típicas para el hospedaje y alimentación de visitantes, atendidas por guajiros, costeños y santandereanos, principalmente.
Sus habitantes son miembros de la etnia wayúu, en cuya cosmovisión ese espacio es sagrado y a él llegan sus difuntos para hacer tránsito hacia lo desconocido.
Una sola calle larga, llena de ventas estacionarias de arepa‘ehuevo, empanadas, agua y gaseosa, llena de turistas, especialmente extranjeros, se disuelve en los caminos que desde el aire el drone pajarito nos mostró como las costuras del cráneo, por entre cactus de distintas especies. Por eso es que muchos viajeros aseguran haber escuchado risas de calaveras en sus recorridos alrededor del cabo.

Me alegré de llegar a este lejano paraje de Colombia por donde pasaron Alonso de Ojeda, Americo Vespucio y Juan de la Cosa, y en donde se cocinaron los primeros acuerdos dirigidos a establecer los límites entre Venezuela y Colombia.
No encontré un equivalente semántico que me permita hacer una descripción de mis percepciones combinadas de la llanura, el desierto, el mar y la pobreza de sus pobladores que se mueren de sed y de hambre entre la riqueza del mar y el dinero de los visitantes.
Los pequeños wayúu ofrecen sus artesanías y a quien no les compra le piden agua porque nadie regala un vaso del vital líquido. La dueña de la posada en donde pasamos la noche suspendidos en hamacas, dijo que un viaje del carrotanque con agua, que le llevan desde Maicao le cuesta $400 mil. 
Saliendo del Cabo, un extenso cementerio de basuras y desechos plásticos borra el encanto, fastidia y aumenta la sensación de soledad.
Esta escena se repite en todos los asentamientos que vimos a lo largo del camino y aparentemente se trata de una cultura de arrojar las basuras a cielo abierto, que con la fuerza de los vientos se diseminan  de manera asquerosa.
Muy pronto, la fascinación del mar y el reverdecimiento de la vegetación nos rescata de estas escenas antinaturales y volvemos a la excelencia de la cinta asfáltica que une a las principales ciudades de la costa atlántica.
Y en Mayapo, de manera sorpresiva, los policias hambrientos revuelcan los maleteros de buses y carros particulares en busca de contrabando y se quedan con arroz, aceite y otros elementos de pasajeros y turistas que no les dan la coima solicitada.
Así como el río Ranchería en Riohacha, impotente para meterse al mar, queda la gente del común y los comerciantes, ante el pedido de los agentes que, según testimonios de personas cercanas a ellos, se pueden conseguir hasta un millón de pesos diarios.
-Los policias se pelean por estos puestos de control, me dijo la señora de las empanadas que recibió las quejas de la gente que acababa de ser despojada de sus mercancías compradas en Maicao.
Aquí si, y no en el Cabo, los agentes enlazan a los viajeros con risas de calaveras y aquí también dejo este cuento porque la noticia sería que se volvió honrada la policia.



viernes, 10 de julio de 2015

Expedición Pajarito Verde (3).-Monólogo en el parque Tayrona


En uno de los ramales de la montaña costera más alta del planeta 
-la  sierra nevada de Santa Marta- y a 34 kilómetros de la capital del Magdalena, se encuentran las ruinas arqueológicas, las evidencias significativas que dejó la tribu Tayrona, asentada allí desde épocas precolombinas hasta su aniquilamiento por causa de la avaricia compulsiva de los invasores españoles.
Es un lugar excepcional para la contemplación, para llenar la soledad, para hablar claramente con nosotros mismos. Y, especialmente, un sitio adecuado para oír esa conversación.
Después de 50 minutos de recorrido por un sendero sinuoso, pisando la hojarasca de grandes arbustos como el camajoru y caminando por un suelo y escaleras de tablas, me encontré con una sorpresa mayor a la que me había imaginado: la inmensidad de la planicie azul y la bravura arrogante y soberbia de sus olas, vistas desde un peñasco que mete su punta entre las entrañas del charco grande.
Esta visión aparentemente simple no es más que poesía porque es superior a nuestras capacidades sensoriales o a las posibilidades perceptivas de un anciano vagabundo como Yo. Con rima desastrosa, infeliz y lamentable, comencé el monólogo, impresionado positivamente por la muerte de las olas, que en la agudización de sus contradicciones, producen espumas blancas y rumorosas antes de autodestruirse.

Con las olas llegan también las glorias, los vencimientos, las penas, las injusticias, la insolidaridad, el egoísmo; llegan el hambre de los africanos, el fanatismo de los islamitas y hasta las infidencias del proceso de paz desde La Habana, salpicadas por el veneno de los guerreristas y la torpeza política de los “muchachos”. Sentí miedo porque las olas lo contienen todo, hasta la muerte.
Muy cerca, en uno de los muchos anuncios del camino, sobre un soporte visual, vi una frase entrecomillada del dios Hatei Tumu, padre de las piedras, que los Tayrona utilizaban para sus adivinanzas. Los cerros son fuerzas personificadas que requieren de alimento espiritual. Una sentencia admonitoria y recelosa, una visión lo que hacen hoy los humanos con la naturaleza. Una advertencia en vano.

El parque Tayrona ha sido entregado en concesión a particulares que obtienen jugosas ganancias derivadas de los altísimos precios por el ingreso de personas y vehículos, los que no se ven reflejados ni en el servicio, ni en la eficiencia, ni en el estado de la vía que lleva al punto de comienzo del recorrido a pie o a caballo. Después de la charla de inducción, los visitantes deben esperar hasta 2 horas para obtener la pulsera, que es la visa de entrada. Dos antipáticas cajeras son insuficientes  para atender la masiva demanda y ninguna de ellas domina al menos el inglés, por lo cual se presentan dificultades en la comunicación con los extranjeros.
Por sus altos valores biológicos y arqueológicos, 15 mil hectáreas terrestres y 4.500 hectáreas marinas del área total fueron declaradas como parque natural. De acuerdo con la información que se le suministra a los visitantes, en su franja marina se encuentran distribuidas 350 especies de algas y en la flora terrestre existen más de 750 especies de plantas.
Muchas de sus playas no están habilitadas para el baño de los turistas debido a la fuerza de las olas y tiene algunos sitios de interés especial para los turistas, como el museo arqueológico de Chairama, el sector de arrecifes, la piscina -con playas aptas para la natación - y playa nudista, que de tal solo  tiene el nombre. No observé a ninguna persona empelotada en ese sector. Hice el recorrido atraído por su denominación y al final las únicas pelotas que vi fueron las mías, arrugadas y encogidas como una pasa. Y los los únicos senos que he visto durante la expedición son los de la india Catalina, en Cartagena.

Los Tayrona son un grupo indígena de filiación Chibcha que habitó la denominada “ciudad perdida“ y algunos especialistas atribuyen a esa misma familia la etnia de los Kogui, que también existe en esa región del departamento del Magdalena.
Por la tierra cansada y herida, lejos de la meta, tomamos el camino de regreso cuando el mar nos devolvía, aumentada como por un poderoso lente, la luz crepuscular del sol moribundo. Un pájaro verdiamarillo como la bandera del Huila me rozó el sombrero de $10 mil y al seguir su vuelo me mostró de nuevo el peñasco de la 
fascinación. 
Entonces vi de nuevo y por última vez el infinito azul del mar y el firmamento, fundidos como se funden el hambre y la politiquería en época electoral, y una trompeta sonora se escuchó en el bosque como un aviso que puso el punto final a mi monólogo dramático y esperanzador.

sábado, 4 de julio de 2015

Expedición ¨Pajarito verde" (2)
Mercado de Bazurto, compendio de la otra Cartagena

Aunque los colombianos solo conocen la Cartagena amurallada, mágica, turística, industrial, la anfitriona de los encuentros del llamado Jet Set nacional e internacional, la ciudad soñada como destino de vacaciones y para la celebración de matrimonios sonados y fiestas de quinceañeras burguesitas; la de las playas inolvidables, la pomposa sede del reinado nacional de belleza, es evidente que existe la otra Cartagena, la raizal, la de calles destapadas, casi intransitables; la de las casas humildes, la del 65% de los cartageneros que viven en extrema pobreza, entre pandillas barriales y la criminalidad organizada.
La otra ciudad, que como la mayoría de las urbes colombianas azotadas por la corrupción y la politiquería, sufre por el cierre o restricciones de sus hospitales, que se inunda cada vez que llueve, en cuyas esquinas proliferan las basuras y los grupos delincuenciales que imponen fronteras invisibles y en donde además, como factor común, su población sufre de hambre y por la insatisfacción de sus necesidades fundamentales.


Las dos Cartagenas están separadas apenas por unos pocos metros después de la plazoleta de la India Catalina y en donde, justamente, se sufre por causa de una crisis de movilidad, ruido y ocupación del espacio público que no he visto en ninguna de las ciudades que he visitado en mi vida ya crepuscular.
Y en el corazón de esa otra ciudad que se mueve en medio de la mayor anarquía de tránsito vehicular, la avenida Pedro de Heredia, su columna vertebral, nos condujo al famoso mercado de Bazurto.
El viaje en bus urbano desde la otra Cartagena nos puso al borde del miedo y la desesperación como consecuencia de las altas velocidades, las piruetas, los quites, el alto volumen del radio, los gritos del “sparring"-el ayudante, en otras regiones del país- y la invasión de los vendedores y "rebuscadores" de distinto tipo que, curiosamente, aquí entran libremente a los automotores, sin pedir autorización de sus conductores.
El mercado de Bazurto es como una isla independiente en donde el desorden y el caos son parte de sus componentes esenciales que hacen de este lugar un punto combinado entre el encanto y el miedo.

En medio de una vetusta y gigante construcción, las carpas y toldas sucesivas en las que se venden toda clase de artículos, están metidas entre un laberinto de callejones por los que, por minutos, me sentí más desamparado que un niño separado de su madre.
La lucha de los concurrentes es más feroz por el espacio que la disputa por los productos ofrecidos a gritos como “mera regalía, el que compra de noche y vende de día“. 
-Aquí algunas mañanas no hay espacio ni para los pensamientos, me dijo Luis Carlos Vasquez, un vendedor de verduras que crió a sus 9 hijos con su negocio.
Hombres, mujeres, niños y jóvenes, algunos sin camisa, atienden las ventas en esta vitrina singular que ofrece desde una aguja, frutas, yerbas, verduras, granos, repuestos de segunda, yuca, plátanos y carnes en medio de aguas negras. Pero, la simpatía y la cordialidad a todo momento, confirman que el cartagenero es un hombre simpático. Con algunos de ellos, nos tomamos fotos y compartimos varios minutos mientras nos refrescamos con agua helada.


Me sorprendió una vendedora de bocachico quien dijo que sus pescados los importan de Argentina. De la misma forma como el tinto que tomamos en algunas regiones del país, lo traen de Vietnam.
Durante los primeros minutos del recorrido, sentí desazón y fastidio por este lugar, pero poco a poco me metí en el cuento, ante la calidez de los vendedores y la paciencia de los visitantes a quienes no les escuché ninguna manifestación de inconformidad.
De acuerdo con un relojero, quien por causa de los avances tecnológicos se vio obligado a desarrollar otras habilidades como la reparación de celulares y relojes digitales, en la esquina de ingreso a Bazurto, sobre la Pedro de Heredia, las autoridades ambientales han encontrado hasta 90 decibles de ruido.
El mercado de Bazurto se instaló en su lugar actual desde 1978, cuando los vendedores fueron trasladados allí desde el lote donde se construyó el lujoso centro de Convenciones y varias administraciones han intentado su reubicación, pero, como sucede con otros asuntos locales, entre ellos el Metro Caribe, se disolvieron en los escritorios de las administraciones. Mientras tanto, los habitantes de la otra Cartagena seguirán felices con este motor de contaminación de las playas donde se divierten los moradores ricos y los visitantes de la otra “Heroica“.
Y como ocurrió pocos años después de la fundación de la ciudad, cuando las murallas no solo sirvieron para su defensa sino también para la discriminación, hoy a los pobres -que en un alto porcentaje es la población negra- se les esconde, se les aleja, se les desconoce.

                                                            

jueves, 2 de julio de 2015


Expedición "pajarito verde"

Ansiosos, con un fuerte, constante y comprobado convencimiento  de que las historias y las fotos están por ahí tiradas, que hay que recogerlas, recomponerlas y armarlas con paciencia y atención diligente, iniciamos por la Costa Atlántica un recorrido que nos llevará  a distintas zonas del país. 
Siempre apoyados por otra convicción, aquella según la cual detrás de una aparente simplicidad se esconden o reverberan cosas grandes,  nos subimos a un bus destartalado pero de corazón poderoso, de esos que utilizan las empresas transportadoras en las temporadas altas para no dejarse joder de la competencia y joder a los usuarios necesitados de regresar a sus sitios de origen.
Desde el horno neivano, finalizadas las fiestas del San Pedro, amanecimos en la nevera bogotana en donde, primero, nos dejó mucho más fríos un taxista avivato al cobrarnos $30 mil desde la terminal hasta el aeropuerto y, enseguida, el temperamento caliente de una empleada de Avianca nos produjo efectos sedantes...nos dejó azules y verdes del enojo en el momento de registrarnos para el vuelo a Cartagena.
Cinco minutos después, Jorge Enrique Sánchez, junior, cambió de color, se puso rojo cuando la funcionaria de Viva Colombia le respondió en tono despreciativo cuando reclamó un objeto perdido en un vuelo anterior.

Al medio día aterrizamos en otro horno, en donde la sensación térmica es distinta, pegajosa, por causa de la humedad.
La calidez del costeño nos abraza desde el aeropuerto y la sensación de la brisa es precursora de la plenitud, de la belleza geográfica que aquí deja de ser un imaginario, es una realidad absoluta. El ceviche de camarones y las morenas con cuerpo de avispa son una fórmula mágica que me estimuló como un hechizo.
Muy pronto me volví parte de todo y mis compañeros bromearon
-Vamos a perder al viejo, le dijo Jorge Harley a su tío Jorge Enrique, en voz baja, que escuché a pesar de que todavía no me recuperaba de la sordera momentánea que sufrimos cuando viajamos entre sitios de distinta altitud.
El  taxista atravesó el centro de la Heroica y nos puso en el envés de la ciudad, la otra Cartagena, la que no conocen los turistas extranjeros ni los colombianos que reciben las imágenes maquilladas durante las transmisiones del reinado de belleza. La que está debajo de la opulencia, debajo del desarrollo, al otro lado de los rascacielos que a lo lejos se ven como una ligera perspectiva de Miami. Donde habita el colombiano promedio, el mecánico engrasado, el albañil, el obrero, el vendedor de camisetas y de artesanías; las señoras que hacen el aseo en las mansiones de Bocagrande y El Laguito, los mototaxistas y los celadores que vigilan las empresas y las casas de los poderosos. Los indigentes y los subempleados.
Me falta diccionario para poner en un texto toda la recarga de imágenes y sensaciones que percibí a lo largo del día, en el primer recorrido a pie por el centro histórico-turístico, por su vigilante legendario, la muralla fortificada, y por el castillo de San Felipe.
La riqueza paisajística es singular y en ella todos los objetos, los sonidos, las personas, los animales y hasta los vehículos que ruedan por sus avenidas o se detienen en un trancón monumental en los alrededores del mercado de Bazurto, se observan con intensidad amplificada. La abundancia de elementos y su belleza nos perturba y nos conducen a creer que todo lo que vemos tiene trascendencia.
Es una gratificación, como el momento que siempre quise haber vivido, pensé mientras caminaba por la fortificación más completa de América del sur y una de las mejor conservadas de las ciudades amuralladas. Frente al mar, con el rumor de su olas y ante la inmensidad que se convierte en una línea al juntarse con el firmamento, me convencí de que en ese momento la plenitud  ya había dejado de existir entre mis anhelos.
-Por favor, le rogué a “Pajarito, atrapa con tu cámara estos momentos porque el ojo de un fotógrafo no debe sugerir sino mostrar la belleza. Y multiplícalos, mi hermano.

Bajo la plenitud igualmente infinita del cielo, en donde todo desaparece, menos el sol, las estrellas y la luna, avanzamos por el la muralla, siempre con la mirada puesta en el mar, entre ansioso y desconfiado.
-Las olas, por impetuosas que sean, después de su invasión a las intimidades marinas, siempre se desvanecen en la playa, reflexioné silencioso, con las manos sobre la cabeza.  
-Son como la vida misma que se agita violentamente en la juventud pero se calma en su hora vespertina.
Desde Cartagena salían las mayores riquezas que la Corona española enviaba a sus puertos y ante los sucesivos asaltos de piratas y tropas inglesas, francesas y holandesas, fue necesario construir la muralla y sus fuertes, como el de San Felipe, para donde nos fuimos enseguida, pasando previamente por el monumento a la india Catalina, la reconocida moza de don Pedro de Heredia, cuyos senos erectos y su cuerpo esbelto son un orgullo de los cartageneros.
Descanso obligado para todo visitante es el “palo de caucho“, tan famoso como el de mango en Florencia, la ceiba de Gigante o el caimo, en el centro de Neiva, en cuyos contornos funcionó un recordado restaurante.
Construido sobre el cerro San Lázaro, el castillo hace parte del conjunto de fortificaciones que en 1984 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad y es considerado como una de las mayores estructuras construidas en Colombia.
Los españoles lo construyeron con el fin de optimizar el tiempo de reacción ante cualquier intento de asalto o invasión, pero, personalmente, desde este dominio privilegiado, disfruto con la inmensidad del mar que, como la libertad, es intangible. Me asusto pensando en que debajo de su aparente mansedumbre están las fieras que lo dominan y un escalofrío recorre mi cuerpo al recordar que hace ya casi 4 años, empujado por mi hija Rocío y mi yerno Manuel, puse mi anatomía como carnada de tiburones en las layas de Coveñas y San Antero.

Desde aquí, donde Blas de Lezo se defendió con solo 27 buques y 3.600 soldados de un ataque de los ingleses, con 27.000 soldados, 186 buques y 2.000 cañones, poniendo  la mirada fija en el Caribe, veo los ostentosos edificios que chuzan el cielo y también las avenidas congestionadas; siento el desespero de la gente en su lucha por obtener un cupo en el anarquizado servicio público de transporte mientras ahí, al frente y a lo largo de la avenida, están los monumentos a la politiquería y a la corrupción, las estaciones del proyectado y sucesivamente aplazado Metro Caribe.
Debajo del haz del urbanismo, el desarrollo y la tecnología, siento a la otra Cartagena, imagino los dramas de muchas niñas de El Pozón, quienes aunque solo tienen 14 y 15 años, ya son madres. Y veo el cerro de La Popa, en cuya cintura un conjunto de casuchas pone una mancha como la que deja la culebrilla en el abdomen de quien la sufre.
Y como en las garitas de la muralla, en lo mas alto del Castillo siento que detrás de la simplicidad de la brisa que me empuja, llega una sinfonía maravillosa, como empujada por una marea de olas gigantes, tengo una sed de desierto y me acuerdo de la advertencia de los vendedores, quienes en la puerta de ingreso le gritan a los visitantes que deben llevar agua “porque los españoles no dejaron tubería“.
Una frase simple de la oralidad cotidiana, detrás de la cual se esconden más de 500 años de historia, de esclavitud y de muerte.