sábado, 9 de diciembre de 2017

Mi encuentro con la nieve quimérica

Cuando los distintos servicios meteorológicos anunciaron "nieve" para la mañana de este sabado 9 de diciembre en el área metropolitana de Washington, D.C., sentí anticipadamente la respiración vaporizda que he visto en fotos y películas con personas expuestas a este fabuloso y mítico fenómeno natural. Fue como la floración de mis sueños que siempre se llenaron de perfume cuando imaginé escenarios con caídas de estos mágicos y diminutos cristales de hielo.
Anoche, en medio de la gélida temperatura que precede a las nevadas, me acosté temprano y contemplé un cielo tierno, a punto de estremecerse por la fuga de la nieve, cuyos espejismos me mostraron el pasado trágico y hasta el polvo de mis pasos juveniles.
Dudé de las predicciones y dos veces me desperté sobresaltado, me asomé por el balcón y creí que la nieve ya caía porque también soñé con un eco lejano cuyas ondas me alertaron.
A las 9 de este 9, el día se tornó opaco y melancólico pero un olor nuevo, indefinible, distinto a los olores de cocina o de los árboles desnudos, me advirtió que una nevada débil acababa de comenzar.
Como una peregrinación romántica, por entre los chamizos pelados y raquíticos, empecé a ver los papelillos de agua que se balanceaban coquetos, como una ilusión y como una amenaza a la vez. Sus centellas se multiplicaron, me dieron en la cara y percibí una sensación combinada de tranquilidad y admiración, que se transformó muy pronto en una emoción-ilusión como la que despierta la mano de una mujer que se desliza suave por tu frente y mejillas.
En pocos minutos, de lenta la precipitación cambió a moderada y entonces el tapiz café claro-oscuro formado por las hojas secas se tornó brillante, los techos se alegraron, los pinos alumbraron y los árboles, despojados de hojas, se vistieron de blanco, quedaron listos para la foto, como dice la jerga juvenil.
Lejos de nosotros, bajo el mismo cielo de tonalidades borrosas, cientos, miles de automovilistas luchan con sus máquinas a lo largo de las carreteras por causa de la acumulación de la nieve. En muchas vías importantes, las autoridades de tránsito regaron sal que disminuye el punto de congelación del agua, de acuerdo con los niveles de concentración, para precipitar el derretimiento de la nieve y facilitar el flujo vehicular. Sin embargo, las condiciones de movilidad varían de manera importante tras las nevadas y con frecuencia se presentan accidentes.
No se trata de un simple sentimentalismo otoñal. Tal vez el ocaso de la vida nos permite percibir con mayor apasionamiento muchas sensaciones o porque siempre he sido más sensorial que cerebral, pero hoy la nieve me permitió brindarle el homenaje que siempre quise hacerle a su triple prestigio: suavidad, superioridad y encanto.
Ademas de su puntualidad, la nieve tiene los resplandores que brillan en la luz y en la oscuridad y la soberbia que deslumbra como las centellas de un flash. Dioses y hombres, todos, sentimos su choque formidable y todas las fuerzas, incluidas las tempestades, los huracanes, las leyendas y los mitos le rinden tributo por su resistencia. Porque llega, honra, molesta, afina, provoca, distrae y, al acumularse, se vuelve violenta o apaciguadora. La arquitectura de las viviendas en USA, le rinde, del mismo modo, un homenaje de respeto a la nieve. Las construcciones tienen sus cuerpos predispuestos para la caída de la nieve.
Adquirimos un perfil de valientes y salimos a la calle metidos en trajes especiales, con gorros, bufandas y pasamontañas y a pocos pasos ya nuestros vestidos estuvieron salpicados por los cristales geométricos y el frío se metió hasta los huesos. La fosforescencia de las chaquetas salpicadas, las cámaras y los celulares expuestos como juguetes, y los rostros de niños exploradores, nos delataron como los "hispanos que gozan con la nieve".
Como muchachos precoces, jugamos con la nieve depositada en carros y en el suelo hasta cuando la insensibilidad se convirtió en amenaza y entonces nos tocó asumir una indiferencia altanera con la legendaria Blanca homenajeada.
Como los héroes de Sófocles, regresamos a casa, con las fotos, la fama y el dolor en la cara y en los huesos, pero felices.
-Ya somos alguien, me dijo mi hermana Liliana, quien ahora mismo tiene violentos ataques de tos seca,  intermitentes y sofocantes, pero está tan contenta como el día cuando le dieron la visa USA.
-Ya nunca seremos almas tristes, le respondí. Sólo los necios y los badulaques, los imperturbables y los neutrales, no pueden conmoverse con un espectáculo como la caída de la nieve que a muchos nos despierta hasta ilusiones.
Ilusiones como como la que despierta la cogida de mano, el primer beso, la segunda salida con la chica de nuestros idilios lujuriosos. Cuando se acelera la circulación de la sangre y ya no sabemos quiénes somos. Así me sentí hoy y mi hermana Martha aprobó el término erotizante para calificar este asombro, este espectáculo, la conexión con la naturaleza. Porque todavía existimos personas con capacidad de asombrarnos con la belleza del paisaje. de perturbarnos con una sonrisa o con un abrazo. O con el entorno pintado de blanco, como lo tengo ahora mismo, que me transporta a los glaciares de los nevados del Ruíz y del Tolima, que he contemplado de cerca. Son verdaderos campanarios de la felicidad.
Hace 3 años, asomándome a la fosa inescrutable que se ve desde el cráter del volcán Puracé, saludé con honores supremos, entre inquieto y aterrorizado, la belleza del paisaje y la magnitud de ese coloso de la cadena volcánica de los coconucos.
Y hace dos, después de un par de duras jornadas de ascenso por un sendero relativamente amplio, con inclinaciones de hasta el 57%, un agujero sinuoso que se mete en el bosque de niebla desde el valle de Cocora, en Salento, Quindío, hasta el páramo de Romerales, quedé perturbado positivamente frente a numerosas colinas azules, desde donde llegaron a mi corazón y a mi alma ráfagas sucesivas de plenitud, de niebla acariciante, de verde intenso, infinito, procedentes del imponente nevado del Tolima.
Hoy, los honores, mis respetos fueron para la nieve, esos cordoncillos flotantes que deslumbran y alimentan los sueños de la gente.  También a la nieve le pedí que desde la inmensidad de las alturas donde observa el desequilibrio, los abusos, la opresión, la mentira, la corrupción que azota a Colombia, envíe palabras de advertencia y rebeldía para que este pueblo recupere el valor perdido y con el recuerdo de las batallas libradas vuelvan las voces inconformes que reverberen en los aires como sus flequillos blanquecinos.
-Porque siempre debemos estar dispuestos a convertirnos en la llama que puede derretir el hielo o a fundirnos con él, me dijo un compañero de luchas políticas hace 35 años para explicarme los alcances de la solidaridad.