domingo, 21 de enero de 2018

Hasta pronto, USA!!!!

Llegué en otoño y aunque aterricé en Miami pocas horas después del paso devastador del tristemente recordado huracán "Irma", que dejó patas arriba esa metrópoli internacional y sus principales centros de interés, muy pronto encontré en USA las respuestas a mis inquietudes estéticas, económicas, sociales, arquitectónicas, urbanísticas y políticas que siempre fueron un referente desacreditado por el discurso de los movimientos de izquierda en Colombia.
Y también pude verificar de manera efectiva su condición Imperialista, entendida como el expansionismo que por cualquier vía ha utilizado el gobierno de USA históricamente para imponer su influencia política, ideológica, cultural y económica a escala mundial. Se trata de la dinámica de la historia, construida sobre un enfrentamiento de fuerzas, cuya correlación siempre estará determinada por el capital, el trabajo y los medios de producción. Por quienes se han convertido en los dueños de los países y del planeta.

Es, del mismo modo, la sede del reinado del diseño, la ingeniería, la arquitectura, las comunicaciones, la alta cocina, los negocios y la delincuencia de alta alcurnia, que influyen en las decisiones de todo el mundo a través de sofisticados sistemas y aparatos ideológicos. Que cuando no pueden persuadir sobre una tendencia o una decisión, la imponen por la fuerza inapelable de las armas.

Pero, específicamente, satisfice el sueño de encontrarme con mi hermano "Concho". Entonces, comprobé que hay momentos en la vida cuando uno no puede decir nada pero lo siente todo, cuando las emociones son tan fuertes que tardamos más tiempo para asimilar la complacencia que se nos sale de los sentidos y vuela como un fantasma que nos hace mover el piso. Cuando no sabemos qué hacer con tanta dicha. Mientras más grandes son la belleza y la alegría, más grande es la impotencia para describirlas. 
Hoy, a pocas horas de tomar mi vuelo de regreso, y a casi 150 kilómetros de su casa, dos lagrimones, como piedras, cayeron sobre la barra espaciadoraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa al revivir la noche cuando hace 4 meses lo vi sentado en un sillón de la sala de espera del aeropuerto de Richmond, Virginia, y sentí que el destino me hacía una ofrenda con un monumento a mis sueños. Me tocó limpiar la barra para detener las aaaaaaaaa y otras lágrimas brotaron al pensar en la incertidumbre de un próximo encuentro. El ideal tomó forma y a partir de este momento nace otro, porque la belleza es la materialización de los sueños. De los sueños fraternales, como nuevos abrazos y muchas risas al lado de César, Martha, Nena y Gladys, residentes en este país del poder y la dominación mundiales.
Disfruté los atardeceres dulces y coloridos del otoño y sentí las palpitaciones postreras del sol metido entre un bosque de tonos pastel. Me emocioné con la siluetas de los campanarios, de las casas grandes, de muchos edificios sobrios en Washington, hundiéndose, como indecisos, en las sombras de la noche y también entre los papelitos de nieve.
Y en ese marco especial también vi muchas veces a la patria amada, como a una madre desolada llamando a sus hijos dispersos por el huracán de la politiquería y de la corrupción. Invocando a sus hijos rebeldes para que se levanten contra el conformismo y la resignación que le permiten a los dueños del país mantenerse cómodos de manera indefinida.
Recorrí las renombradas avenidas de Manhattan que son canales estrechos y largos, abiertos entre los rascacielos de vidrio, aluminio, hierro y cemento, de la misma forma cuidadosa como los carpinteros abren las ranuras para hacer los ensambles de las piezas que construyen. A ellas no entra el sol y solo sus torres y pináculos se ven iluminadas por los rayos oblicuos porque el astro rey nunca asciende como en el trópico.
Caminé por el Time Square y  el Rockefeller Center, y saliendo de la colosal Biblioteca Publica de New York, impresionado por la apoteosis de sus asistentes, por las dimensiones, por la sobriedad y, en fin, por sus niveles de excelencia, y en medio de una temperatura de menos 10 grados centígrados, llegué al sitio en donde estuvieron las famosas Torres Gemelas.
Sentí la nieve, como una peregrinación romántica, por entre los chamizos pelados y raquíticos, empecé a ver los papelillos de agua que se balanceaban coquetos, como una ilusión y como una amenaza a la vez. Sus centellas se multiplicaron, me dieron en la cara y percibí una sensación combinada de tranquilidad y admiración, que se transformó muy pronto en una emoción-ilusión como la que despierta la mano de una mujer que se desliza suave por tu frente y mejillas.
Me salí de la selva de vidrio, hierro y cemento y me encontré con la perfección de la naturaleza, expresada en la armonía de los colores y las formas, con sus tonos verdes que palidecen por la llegada del otoño y configuran un contraste con el azul del cielo diáfano.
Dimensioné el viaje de cerca los cientos de miles de personas que se movilizan por la monumental carretera interestatal 95 que atraviesa el país de sur a norte, que nos muestra la belleza y precisión de las obras vanidosas y soberbias construidas por el hombre para acomodarse armónicamente en el planeta.

Mirando el lento discurrir del esplendoroso río Hudson, el sol, el mar, el horizonte infinito, los edificios  de belleza impecable que son los ojos de la dominación del Imperio, así como el tapete dorado sobre el cual se mueve un gran barco crucero, también miré mi vida, mi vida de hombre sensible y entonces siento que algo me falta - tal vez una caricia femenina sincera- para completar este cuadro, este prisma de policromía misterioso y encantador que me ofrece la visión de la gloria americana resumida en Manhattan.
Manhattan es un conjunto de dioses narcisistas y soberbios que se miran en las aguas del brillante río Hudson, son 3 las moles de acero, hierro, vidrio y cemento que se imponen en su cielo casi siempre de un azul nítido, un poco desteñido, como la campaña del exglorioso y ahora vergonzoso Deportivo Cali. Uno de los soberanos de las alturas neoyorkinas destronado hace 45 años y el más legendario, es el "Empire State building", construido en 1930, con 381 metros en sus 102 pisos, más los 62 metros de su pináculo y las 21 mil personas que trabajan en su interior. Visitado por 5 millones de personas cada año, fue durante 40 años el referente del poder y la dominación americanas. Fue despojado del título de edificio más alto de New York por las tristemente célebres torres Gemelas del Trade Center, el eje económico mundial atacado el 11 de septiembre de 2001. Con el derribamiento de las Gemelas, otro rey depuesto, el 426 Park Avenue, recuperó su liderazgo en las alturas, con su estatura de 427 metros, con una estructura cuyos diseños simples han sido criticados por los los expertos, quienes afirman que tiene poco valor creativo. Es un edificio de apartamentos de 85 plantas. Hace apenas un poco más de 5 años, el "One World Trade Center", del complejo reconstruido en honor a las víctimas de las Torres Gemelas, es el nuevo emperador del conglomerado de Manhattan y sede del museo que guarda los recuerdos de las destruidas Gemelas. Es el rascacielo más alto del hemisferio occidental y el sexto más alto del mundo, dotado de un potente ascensor que en 47 segundos llega a lo más alto de la estructura, en donde se encuentra un observatorio.
Me impresioné en el cementerio de Arlington, en donde, con la precisión de la era digital, el reloj del anfiteatro emitió los 12 golpes sinfónicos del medio día y todos los presentes se pusieron de pie para presenciar el cambio de guardia en la tumba legendaria del Soldado Desconocido, el acto más solemne, firme e imponente que he visto.
Y como repetidas veces sentí impulsos de regresar a la simétrica soledad del cementerio de Arlington y a su anfiteatro para confrontar mi alma de hombre envejecido, volví. Porque las ruinas de los hombres y de las cosas son los mejores interlocutores para un diálogo con nosotros mismos. 

Con la emoción del reencuentro familiar, con la vista puesta en las grandes construcciones de edificios y telarañas de puentes y carreteras, invocando una nueva oportunidad y disfrazando el dolor por la partida, después de unas pocas horas de sueño, volveré a la patria querida, triste y vencida por el furor de la politiquería.
Y volveré a la diversa Amazonia. Porque necesito un receso para abrir de nuevo las alas de mis ensueños, agotados con este caudal de sensaciones extraordinarias con las que ya estoy convencido de que la perfección SÍ es posible.
Y porque definitivamente, como dijo el personaje de La Vorágine en una de sus sentencias"Amo más a la selva porque su soledad no ha sido deshonrada por el hombre".



jueves, 4 de enero de 2018

El hombre más grande desde el diluvio


Les comparto la reseña sobre este libro de antología, escrita por mi hijo Oscar Fernando, enamorado de las letras y de la naturaleza. El tema del cuidado de la naturaleza es mirado de reojo y, cuando más, se maneja como una forma de estar a la moda con los ecologistas que advierten sobre los funerales de muchos sitios y especies en el planeta.

La invención de la naturaleza

Autor: Andrea Wulf
Editorial: Taurus
Precio: $57.000


El hombre más grande desde el diluvio

Por Óscar F. Cataño


L
a invención de la naturaleza cuenta la vida de Alexánder von Humboldt (14 de septiembre de 1769 – 6 de mayo de 1859), su influencia intelectual en los científicos de su tiempo, su enfoque comparativo y su método innovador de vincular todas las disciplinas para aproximarse a una mejor comprensión de la naturaleza. Su vigencia hoy día es enorme, tanto que se le considera  el fundador del ecologismo y uno de los hombres más brillantes que ha dado el mundo moderno.  

Fue un intelectual osado y con mucho arrojo. Escaló montañas y volcanes de más de 5000 metros de altura, recorrió el río Orinoco y fue el primer científico que evidenció la conexión de este gran río con el Amazonas, a través del Casiquiare, algo de lo que no se tenía evidencia hasta el momento. Llegó a Sudamérica con 25 años y estuvo hasta los 30. En esos cinco años, en varias ocasiones, casi pierde la vida, sin embargo esos riesgos no fueron obstáculos para hacer sus descubrimientos y seguir sus exploraciones.

Viajó al Nuevo Mundo con el botánico francés Aimé Bonpland, con quien se escribiría hasta la muerte de este, más de medio siglo después de la expedición. Bonpland, después de llegar de Sudamérica, no pudo quitarse la belleza y abundancia de vida del Nuevo Mundo. Y aunque trabajó como director del jardín de Josefina, la esposa de Napoleón, Sudamérica ya estaba en su mente y su corazón, y un día regresó para jamás volver. Murió en Argentina. Su deseo siempre fue reencontrarse con Humboldt.

Cuando Alexánder regresó a Europa llevaba consigo el mérito de haber descubierto el ecuador magnético,  hacer mejores mapas que los españoles y corregir los ya existentes sobre las tierras americanas que le dieron más precisión a su expedición. Sus mapas resultaron ser mejores que los de la Corona Española, que administraba las tierras americanas. Cuando Simón Bolívar empezó su aventura independentista, usó los mapas de Humboldt para ubicarse y atacar al enemigo. En estos, Humboldt puso ríos que no existían ni en la imaginación española, montes y volcanes, pueblos indígenas y corrigió grados.  Además, había observado el funcionamiento de las colonias, la explotación agrícola, la tala indiscriminada para el monocultivo, los canales de riego y -lo que más llamó su atención- la esclavitud, experiencia que lo horrorizó. Siempre fue un abolicionista.
A su paso por Bogotá conoció a José Celestino Mutis, de quien dijo que tenía una de las mejores bibliotecas con libros sobre botánica que había visto. En Venezuela conoció a las hermanas de Bolívar y a su maestro Andrés Bello. También conoció a un hombre de una familia acomodada de Caracas de apellido Montúfar, quien lo acompañaría en el ascenso al Chimborazo -en ese momento considerada la cúspide más alta del mundo. En Estados Unidos conoció a Thomas Jefferson, a quien siempre le reprochó que esa patria nueva que proclamaba la libertad, no liberara a los esclavos de las plantaciones. En varias cartas, cuando Bolívar estaba en su campaña libertadora, Humboldt le reprochó a los norteamericanos que no ayudaran a sus “hermanos del sur”.

Fue en Ecuador, estando casi en la cima del Chimborazo, que la naturaleza se le reveló como un tejido, miles de cuerdas que se tocan, se entretejen y se unen para crear la gran red en donde todo se relacionaba con todo, lo que más tarde evolucionaría en una idea original que él  llamaría Naturwemalde. Parado a más de 5000 metros de altura, observó el valle y entendió que a medida que ascendía, las plantas iban cambiando. Fue ahí en donde comprendió que las plantas se adaptan al tipo de clima. En los llanos venezolanos conoció la palma de moriche y fue por medio de esta que concibió su idea de la especie clave -esa que es fundamental para la reproducción y supervivencia de diferentes tipos de existencias. Para Humboldt, la palma de moriche era “el árbol de la vida”.

Cuando regresa a París, como dice Wulf, ya se había convertido “en el científico más extraordinario de su tiempo”. Había escogido París para vivir, a pesar de que Francia estaba en guerra con Prusia, por su importancia en el ámbito científico. Además, porque París era, en ese momento, la capital editorial del mundo. La mayoría de los libros que se publicaban en Europa nacían de las imprentas y casas editoriales parisinas. Fue allí, en uno de los muchos cocteles a los que era invitado, en donde conoció a Simón Bolívar, cuando este contaba con 21 años.

Bolívar estaba de luto y había ido a París –con Simón Rodríguez- a olvidar a su esposa. Y había escogido una manera ya popularizada en la Ciudad Luz: vida nocturna llena de sexo, alcohol y tertulia. En esas circunstancias lo encontró Alexánder. Conversaron – quiero creer que en español- sobre Sudamérica, la explotación agrícola que realizaba España y la esclavitud. También, por supuesto, sobre la riqueza sin parangón del Nuevo Mundo. También se vieron y conversaron en Roma.

Años después, cuando ya había dejado de ser un joven imberbe, Bolívar escribiría que Humboldt era el “verdadero descubridor del Nuevo Mundo”. Intercambiaron correspondencia por más de tres décadas. Años más tarde, Humboldt recibió en su casa de Berlín a Daniel O’Leary, el ayudante de campo de Simón Bolívar, para escuchar sobre los últimos días de quien consideró su amigo. Humboldt siempre se refirió a Sudamérica “como mi segunda patria”. Soñó siempre con regresar.

En Europa era una celebridad. Su fama había sido ganada a pulso. La expedición le permitió publicar Cuadros de la naturaleza, “este sería uno de sus libros más leídos, una obra famosísima que acabaría por publicarse en once idiomas”, apunta Andrea Wulf. Además, en Cuadros de la naturaleza, “Humboldt demostró la influencia que podía tener la naturaleza en la imaginación humana. La naturaleza, escribió, establecía una comunicación misteriosa con nuestros ‘sentimientos más íntimos’”. La influencia de la naturaleza en la sensibilidad humana fue uno de los ejes más importantes en los estudios de Humboldt. Cuando escribía lo hacía para el gran público con un lenguaje poético. Poesía y ciencia fue su aporte a la divulgación del conocimiento. El conocimiento –y mucho menos el que surgía de la observación de la naturaleza- no tenía por qué encerrarse en tablas matemáticas, porcentajes y cifras. El canal que eligió Alexánder von Humboldt para aprehender y divulgar, fue el arte: “La poesía era necesaria para comprender los misterios del mundo natural”, afirmaba.

Andrea Wulf lo llama el último polímata. Humboldt era una fuente inagotable de datos, aventuras, relaciones, en apariencia arbitrarias, opiniones políticas controversiales por sus ideas liberales y antimonárquicas: “Hablaba de poesía y astronomía, pero también de geología y pintura paisajística. En sus lecciones entraban la meteorología, la  historia de la Tierra, los volcanes y la distribución de las plantas. Deambulaba de los fósiles a la aurora boreal, del magnetismo a la flora, la fauna y las migraciones de la raza humana (…) caleidoscopio de correlaciones que abarcaban todo el universo”.
Siempre usó dinero de su propio bolsillo para viajar, publicar sus libros, patrocinar científicos exploradores o la publicación de obras de divulgación de otros científicos. Caroline, la esposa de su hermano Wilhelm, siempre le preocupó que ciertas personas se aprovecharan de su benevolencia y amplitud, en cierta medida porque a Humboldt nunca le interesó el dinero. Algunos llegaron a opinar que Alexánder era bueno en todas las ramas del conocimiento, menos en la economía y la administración. Viendo esta situación, su hermano logró conseguirle una pensión vitalicia de la corona prusiana: 2500 táleros anuales. En sus últimos años, su pobreza no le permitió llegar a mitad de mes y se veía obligado a pedir prestado dinero a sus criados o cochero.  Quienes lo visitaban se admiraban de la modestia y sencillez con la que vivía. No poseía ni la colección completa de sus propios libros porque, según Wulf, “eran demasiado caros”.

Desde que llegó de Sudamérica, siempre tuvo el deseo de viajar a las Indias Orientales. Para ir, necesitaba un pasaporte que sólo era emitido por la Compañía de las Indias Orientales, con sede en Londres, quienes administraban los intereses coloniales de Inglaterra. Humboldt envió una carta solicitando el permiso y le fue negado, quizás, porque los ingleses habían leído sus libros sobre la expedición en el Nuevo Mundo, en donde Alexánder criticaba el sistema económico que no respetaba la naturaleza y se basaba en la esclavitud.
El objetivo de Humboldt de ir a las Indias Orientales era escalar el Himalaya para tomar datos y hacer comparaciones con sus observaciones en Sudamérica. Durante 30 años escribió solicitudes que siempre eran respondidas con negativas. No valió la presencia de su hermano como embajador en Londres, ni las conexiones que tenía con la élite académica y científica en Inglaterra y el resto de Europa. Siempre le negaron la entrada a las Indias Orientales. No conocer el Himalaya fue una de sus grandes frustraciones. No obstante, cuando escuchaba de algún científico o viajero que había estado por esas tierras, lo invitaba a su casa para obtener de segunda mano informaciones que consideraba valiosas para construir su sistema de pensamiento.

Fue, también, un gran promotor científico. Creía que el conocimiento debía circular sin ninguna restricción y costo por todo el mundo: “En septiembre de 1828 invitó a centenares de científicos de toda Alemania y Europa a una reunión en Berlín (…), a la conferencia asistieron alrededor de quinientos”.  

Humboldt y Darwin

En mayo de 1839, salieron de una imprenta londinense los primeros ejemplares de Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, su autor: Charles Darwin, quien le envió un ejemplar a Humboldt, a Berlín. Humboldt leyó el libro incrementando su emoción a cada página. Quedó tan emocionado que escribió una carta a la Sociedad Geográfica de Londres en la que dijo que el libro de Darwin era ‘uno de los trabajos más extraordinarios que, en el curso de una larga vida, he tenido el placer de ver publicados’”. Humboldt iba cumplir 70 años, era “el científico más grande de su época” y estaba diciéndole a Darwin “que la antorcha de la ciencia estaba en sus manos”.

Algunos años más tarde Humboldt, antes de ir a Londres, escribió a Darwin para concertar una cita. Se vieron solamente en esa ocasión. Darwin no habló, Humboldt no lo dejó. Le robó la palabra por tres horas seguidas mientras discurría sobre sus ideas y descubrimientos. Si de verdad se hubiera dado una conversación ¿qué ideas hubieran puesto en diálogo? ¿A qué conclusión hubieran llegado? ¿Qué perspectivas científicas hubiesen encontrado? ¿Hubiesen hablado del futuro de la humanidad? ¿De religión? ¿De Dios? ¿Del sentido de la vida y del hombre y su relación con la naturaleza? Estas preguntas son solo hipótesis porque la realidad fue otra. Humboldt no permitió un diálogo, fue un monólogo -¿ególatra?- producto de la emoción del científico alemán, originada, tal vez, por haber encontrado quien siguiera sus pasos.

Humboldt en Rusia

Humboldt era un viajero. Siempre fue un viajero. La negación de la Compañía de las Indias Orientales para visitar sus territorios no le truncó sus deseos de explorar el mundo. Antes de cumplir sesenta años le escribió al zar de Rusia Nicolás I para manifestar sus deseos de explorar su gran imperio, y poder recolectar datos para comparar con sus investigaciones anteriores. El zar aceptó y agregó que la corona misma pagaría la expedición.

Esta oferta tenía contraprestaciones. Por un lado, Humboldt exploraría lo que quisiera, pero a cambio del pago de la expedición debía buscar diamantes en las minas de la Rusia zarista. Nicolás I estaba en guerra con los mongoles y necesitaba dinero para financiar sus incursiones militares. En cierto momento, Humboldt halló platino en una mina y pronosticó, contra todas las estadísticas, que era posible encontrar también diamantes.

Su hipótesis se basaba en lo que había observado en las minas de Sudamérica, en donde había encontrado platino y diamantes juntos. Era una hipótesis producto de la comparación. El mundo científico europeo se le vino encima alegando que su afirmación se basaba en la especulación científica. No obstante, Humboldt fue el primer ser humano que encontró diamantes en Europa. Publicó el resultado de sus pesquisas en revistas científicas y hubo alguien que lo juzgó de alquimista.

Al terminar la expedición, le había sobrado la tercera parte del dinero y la devolvió al zar pidiendo que se usara en patrocinar a algún científico con ganas de explorar el mundo. El conocimiento, argumentaba siempre, estaba por encima del dinero. Regresó a Europa convertido en una figura mítica. Tenía sesenta años y había recorrido 16.000 kilómetros en 6 meses. En ese tiempo y en ese espacio, utilizó 12.244 caballos.

La influencia de Humboldt en el mundo científico

Las ideas de Alexánder von Humboldt tuvieron mucha influencia en todo el mundo científico pero, sobre todo, en ámbito científico y político norteamericano.

Las ideas de Humboldt, sus viajes y los deseos de explorar y observar el mundo, tuvieron mucha influencia en George Perkins Marsh, quien publicó Man and Nature. Y fue en este libro en donde Marsh evidenció, con estadísticas, estudios académicos y observación de la tala indiscriminada de árboles en Estados Unidos, que “el aspecto de la naturaleza tenía mucho que ver con las acciones de los seres humanos”. Al comienzo de Man and Nature, Marsh escribe que “Humboldt fue un gran apóstol”.

En este sentido, Henry David Thoreau no hubiese escrito su Walden sin la lectura de los libros de Humboldt, especialmente Personal Narrative. En abril de 1852 escribió: “El año es un ciclo”. Siguiendo el método de la observación llevado a la máxima expresión por Humboldt, Thoreau se dio cuenta que “las mariposas, las flores y las aves reaparecían cada primavera…”. Descubrir el papel de las estaciones fue fundamental para el pensamiento de Henry David, porque le daba una estructura y por lo tanto un propósito al clima. Una estación estaba vinculada a la otra y funcionaban en armonía, se correspondían, para lograr el fin último: garantizar la vida.

Así mismo, John Muir fue uno de los primeros hombres del siglo XX en despojarse del antropocentrismo y tener una visión diferente de la naturaleza. Una visión en donde la conservación era la base. Fue quien, junto con Thoreau, llevó al terreno político las ideas de Humboldt del respeto al medio ambiente: “1892, Muir fundó el Sierra Club. Concebido como una ‘asociación de defensa’ de la naturaleza, el Sierra Club es hoy la mayor organización ecologista de base en Estados Unidos”. Muir vivió algunas temporadas en lo que hoy es el Parque Nacional de Yosemite y fue él quien promovió su creación y propuso que su administración debía depender del gobierno federal y no estatal.

La invención de la naturaleza –bello y brillante título- es un libro fundamental para conocer de fondo las repercusiones que tienen las acciones humanas en la naturaleza. Humboldt pensaba que a la naturaleza no aplicaba el concepto de muerte. Y que sólo el hombre, en su intento de apropiarse del mundo y enajenado por la avaricia, el odio y la violencia, podría inocular la muerte al ciclo vital que garantizaba la vida, e incluso infectar las estrellas y el espacio exterior. La cadena trófica era prueba de la renovación y la necesidad que existan todos los eslabones para el equilibrio y la armonía y la unión y la concordia, en la explosión vital que es la naturaleza. En este sentido, quiero creer que la naturaleza en su inteligencia interna, en su último intento por sobrevivir, envió a Humboldt a predicar un tipo de evangelio que –como siempre- pocos escucharon.  

En síntesis, Alexánder von Humboldt fue, como dijo el rey Guillermo de Prusia, el “hombre más grande desde el diluvio”. 


lunes, 1 de enero de 2018

Congelados por los vientos árticos en La Gran Manzana

Las renombradas avenidas de Manhattan son canales estrechos y largos, abiertos entre los rascacielos de vidrio, aluminio, hierro y cemento de la misma forma cuidadosa como los carpinteros abren las ranuras para hacer los ensambles de las piezas que construyen. A ellas no entra el sol y solo sus torres y pináculos se ven iluminadas por los rayos oblicuos porque el astro rey nunca asciende como en el trópico. A las 12 del medio día, su "señoría" está en el mismo sitio en donde lo vemos en Colombia a las 2:30 de la tarde.
Después de un apretujado recorrido por el Time Square y  el Rockefeller Center, y saliendo de la colosal Biblioteca Publica de New York, impresionados por la apoteosis de sus asistentes, por las dimensiones, por la sobriedad y, en fin, por sus niveles de excelencia, y en medio de una temperatura de menos 10 grados centígrados, acordamos hacer una caminata hasta el World Trade Center, o "Memorial Center", el sitio que ocuparon las derribadas Torres Gemelas
Sobre la llanura inmensa de la emblemática Quinta Avenida,  con la luz ya moribunda en el horizonte a pesar de que apenas son las 3 de la tarde, un enjambre humano se mueve de prisa. Las personas están arropadas, disfrazadas con sus pasamontañas, gorros, bufandas, chalecos, ruanas y otros adminículos utilizados para darle eficacia a la lucha contra el frío. No solamente sentimos el frío sino que también lo vemos en los ojos de la gente, que es lo único que se le puede ver.
Es de las pocas veces que vi dulzura en el rostro de los peatones, quienes además forman una inmensa mancha negra porque -por la fuerza de la moda- usan trajes de este color. O quizás el humo de las respiraciones vaporizadas por la quema de sus sentimientos negativos les da ese tono de simpatía flotante.
Siluetas de campanarios, filas de personas que esperan el transporte de turismo, vendedores de tiquetes para distintos espectáculos, algunos payasos, músicos en faenas de rebusque, cuyo místico clamor se mete sin efecto en los abrigos de la gente y hasta dos mujeres en bikini que portan anuncios comerciales, admiradas no por sus cuerpos esculturales sino por el valor para soportar la temperatura congelante, son los principales componentes adicionales del entorno. Porque los personajes centrales que circulan afanados por las avenidas del sector de Manhattan son los "triunfadores" que han ascendido a empujones y traiciones por el muro agrietado de la sociedad competitiva moderna; los flexibles que se adaptan al medio para dominarlo, los que hacen de la hipocresía su escudo; los que de alguna manera llegaron a la cima social, los miembros de asociaciones y cofradías reconocidas, los banqueros, pastores, lideres religiosos de distintas confesiones, los filántropos y sus cuentas llenas de dinero; intrigantes, virtuosos, bandidos, negros, mestizos y blancos de ojos azules que se tornan verdes, de piel tersa e inmaculada como un lis en el jardín que adornó el patio de mi abuelita Felisa en Circasia, Quidío, hace mas de 60 años. Ah, y desde luego, un humilde periodista colombiano desamparado en una de las vías mas tempestuosas del mundo, fingiendo una falsa serenidad en un día histórico por las más bajas temperaturas.
A punto de renunciar al programa, golpeado severamente por la bajísima temperatura, mi espíritu rebelde se convirtió en un alma fugitiva muriendo en un estrecho y largo congelador neoyorquino. Pero me sentí, del mismo modo, orgulloso de caminar vigilado por mi hijo Oscar, a quien me le perdí de vista muchas veces, retrasado por una foto o por una escena distinta. Su mamá también le dio algunos sustos, invisible como Yo por causa de nuestros diminutos tamaños.
No se ve la ciudad, solo se observan las construcciones gigantes con sus torres y remates cónicos y piramidales adornados que semejan los penachos de muchas aves de la Amazonia colombiana. La sensación térmica brutalmente fría y la masiva concurrencia obligan a moverse con rapidez. Las cúpulas altísimas, que nos obligan a levantar la cabeza constantemente, con la fiesta de colores y resplandores, pasan brevemente como caricias imposibles.
Al cabo de muchas cuadras -unas 50 en mis cuentas- allá lejos, como un grito de la eficiencia, de la capacidad sorprendente para recuperarse de la tragedia y del dolor, como la respuesta  de un muleto al que le tocaron sus testículos, se asomó la nueva Torre del World Trade Center Memorial, con su azul turquesa cambiante, esplendoroso y soberbio; con su armonía, como el rostro encantador de una joven que se asoma en el balcón, despertada por una serenata romántica.
Por la emoción, creímos haber llegado a la meta pero estábamos lejos todavía de esa grandeza que surgió de la violencia, la desolación y el orgullo herido. La temperatura bajó a menos 12 centígrados, la vaporización aumentó, se empañaron mis lentes y estuve a punto de caer tras sucesivos tropezones.
Esta belleza imponente, inmortalizada por la parca tétrica que hizo una incursión masiva ese 11 de septiembre , consagrada al honor del pueblo americano mancillado por la locura derivada del fanatismo, resume el tesón y la persistencia de un pueblo expresados en la más dulce sinfonía de proporciones y colores. Es un cuerpo y un himno triunfal al holocausto del 11 de septiembre de 2001.

Los nombres de las 2.983 victimas identificadas, escritos en bronce alrededor de una enorme piscina en el área que ocupó la Torre 1, conforman un poema inmortal, cuyo lienzo es la esperanza de  que jamás ocurrirá un acto de barbarie similar. El agua que corre en el fondo despide olores que perfuman el pequeño parque de los alrededores y a pesar de la infinita melancolía, se percibe la grandeza de un pueblo que mira más hacia el perdón que hacia la retaliación.
Temblé del frío y de la emoción de volver -en menos de 3 meses- a este altar del sacrificio, sentí los ecos de la transmisión de televisión aquella mañana del 11 de septiembre  y reviví el éxtasis provocado por el humo y el caos de aquel fatídico momento. Cerré los ojos para retener esas imagenes aqui mismo, en el escenario de la tragedia. Me recogí con respeto pero el aire congelante me arrebató esos recuerdos. Una lágrima congelada sonó como una piedra sobre mi celular cuando enfoqué la nueva torre del memorial Center.  
A la temperatura de hielo se le sumó una ráfaga de vientos gélidos y no pude resistir mis manos sin guantes sino para un par de fotos y un video corto. Inés y Oscar también fueron sacudidos por fuertes dolores musculares, óseos y faciales que prácticamente nos inmovilizaron. Comunicados con lenguaje de señas decidimos abandonar el sitio y correr a una estación subterránea cercana del Metro como refugio inmediato.
Estabilizadas las temperaturas corporales, me sentí encerrado en un hormiguero y tan veloz como el tren que cruzó delante de nosotros, desfilaron por mi mente las representaciones visuales  de la vida subterránea, esos lugares misteriosos que han fascinado a escritores y poetas a lo largo de la historia. Otro mundillo infernal en el que muchos gringos pasan gran parte de su tiempo, no precisamente para recrearse con sus fantasías e imaginarios sino como parte de su cotidianidad aceleradamente perturbada.
La noche llegó puntual a las 5 de la tarde y aunque abandonamos la estación subterránea, sentí pánico por la inmensidad de la gigantesca hendidura iluminada y me sentí muy lejos de la cama en casa de mi hermana Gladys, en New Jersey.
-Estoy en el límite, le dije a Oscar con voz de angustia
-Yo también, dijo Inés. No siento los dedos de mis pies, ni las manos, ni la nariz.
Abordamos un bus que de acuerdo con el anuncio en el paradero nos llevaría hasta la gran terminal de Port Authority. 
-Six, forty five, me dijo el conductor. Me hizo un gesto de disgusto y soltó una perorata cuando le puse un billete de 10 dólares en un lado de su cubículo.
- I don´t understand, le dije, entre asustado y apenado
Una pasajera hispana intervino y me explicó que en ese tipo de servicio no se acepta el "cash", mejor dicho, el dinero en efectivo, y precisó que el motorista lo que me pedía era que no jodiera en la puerta y me sentara.
Nos reímos por cuenta de la chambonada pero con ella aseguramos un transporte gratuito para conectarnos con una de las grandes terminales terrestres en The Big Apple City.
Sintiéndonos como seres diminutos al borde la hipotermia, entramos a la gran terminal y al calor de la multitud recobramos la sensibilidad perdida en algunas partes del cuerpo.
Otra risa estrepitosa nos sacudió de nuevo, esta vez por cuenta del empleado de la cafetería en donde con mi inglés básico pedí unos chocolates
-Con mucho gusto, me dijo en perfecto Español
Pero Oscar aseguró que pese a su respuesta, Yo le seguía hablando en mal Inglés.
Sentados para la cena, despojados de los atuendos protectores, extenuados y a punto de quedarnos dormidos, tuvimos alientos para calificar la jornada como la expedición de unas criaturitas divertidas, simpáticas y curiosas moviéndose por entre las profundas hendijas que dejaron los constructores de los grandes rascacielos neoyorquinos. Y por entre ráfagas de vientos que llegaron desde el ártico para probar a 3 desprevenidos habitantes de los contornos de la amazonia colombiana.