jueves, 23 de enero de 2020

Puerto Arango-Solano-Mononguete, un viaje lleno de contrastes…y esperanzas




Puerto Arango es la capital del río Orteguaza, el eje del comercio, del transporte y del dolor que se mueven a ritmo de trineo y de canguro desde los más recónditos lugares de la geografía regional, a bordo de yates, lanchas, botes, humildes canoas y  frágiles “potrillos” sobre las aguas de caños, quebradas, ríos y lagunas de Caquetá, Putumayo y Amazonas.
Allí comienza el camino descendente por el flanco bello pero hostil del bosque, por entre el río, que es una serpiente con su cuerpo colorado y turbio, lleno de anillos y crestas arresortadas que la alargan de manera constante a tal punto que no encontramos su cabeza aunque recorramos miles de kilómetros.
Bellos campos para el exilio de las penas, pero, del mismo modo, el río herido de muerte por la tala de árboles en sus orillas, especialmente en los primeros kilómetros, hasta provocar la ampliación del cauce con la consecuente pérdida de su navegabilidad, especialmente en épocas de verano.
La armonía del color, la perfección de las líneas del horizonte y el aumento del volumen de las aguas con el aporte de los afluentes tributarios, llaman al silencio y al ensueño y entonces el ideal se vuelve realidad y nos llegan las vibraciones secretas. Las bandadas de garzas reales y chiflonas, y de loros que pasan casi rasantes, con sus cantos notifican que estamos en la Amazonia de la belleza.
La cabalgata loca de los sueños se interrumpe al paso por San Antonio de Getuchá al recordar que por esta zona del río flotaron centenares de cuerpos durante el conflicto armado. Un extraño dolor colectivo se siente entre mis compañeros de banca en el yate–no bancada- quienes recordaron los chulos hoscos de la desolación, no solo sobre el río sino también en campos y veredas. Comprobé que el dolor es una fraternidad, que el éxito divide pero las penas unen.
Ese primer contraste entre la tristeza, el espanto y la belleza, dejó el aire cargado de miseria, que se acentúa al paso por “Remolino”, Granario y Jerichá, verdaderos santuarios de los grupos armados, legales e ilegales, y monumentos al abandono oficial. Estas pequeñas poblaciones son una misma foto, la de la pobreza extrema y la pobreza multidimensional, con algunas casas de tabla levantadas sobre cuerpos de agua o palafitos, con techos de zinc, la mayoría sin puertas, con perros, gatos, cerdos y caballos. Son pueblos de edad y miseria indefinidas con atardeceres admirables.
-Son casas en zancos, dijo un muchacho, señalando hacia la ribera.
Como las aguas que siempre van hacia adelante de manera compulsiva en busca de su final en el mar, los habitantes de estos centros poblados marginales, ya sean grupos o comunidades indígenas, campesinos y colonos o grupos de razas africanas siempre sufren la presión de los ganaderos que los empujan de manera constante al interior de la selva. Un pasajero que asciende al yate trae el olor del bosque enorme y profundo, pero es tan frágil, solitario y vulnerable como los copos de espuma formados por las crecientes, desbaratados por las embarcaciones.
El viaje transcurre sin campamentos ni retenes del ejército o la guerrilla, como era habitual hasta hace pocos años y entonces se habla de la guerra, pero también de la Paz. El vapor de la violencia golpea los rostros con las ráfagas del viento y un visitador médico apunta que la violencia no solo fue contra la gente sino también contra la Naturaleza.
Hace 25 años, los recorridos por los afluentes tributarios del río Caquetá, se hacían entre paujiles, pavas, micos, tentes, loros y hasta culebras amenazantes. Los pescadores capturaban presas de tamaños colosales, de las cuales no quedan sino las fotografías de los gringos con sus trofeos. Los paujiles son una reliquia, los micos son muy escasos y los tentes que las señoras adoraban porque cuidaban a los niños como a Zoro, en la novela de Jairo Aníbal Niño, son puro recuerdo.
Los habitantes de la región se refieren a la “bocana” para denominar a la desembocadura del río Orteguaza al Caquetá, cuando la furia del primero se devalúa en medio de una turbulenta contradicción para entregarse a su hermano mayor y entonces, ante la presión del río Caquetá las aguas del Orteguaza intentan devolverse, formando un estanque gigante. En época de invierno, el espectáculo de unión de estos dos colosos de la hidrografía produce vértigo, que pasa a medida que cesa el duelo. En ese espejo monumental se retratan y se resumen las vidas de los pobladores de la región que sobrevivieron a la violencia pero están muertos por la exclusión y la desigualdad.
Desde la Bocana, se ve Solano como un pesebre decembrino encumbrado sobre el majestuoso horizonte del gigantesco afluente. Solo, entre la inmensidad de la selva caqueteña, Solano es también otro socio del club de municipios abandonados por el Estado y es el que mayor número de necesidades insatisfechas tienen en el departamento del Caquetá.
El club de pueblos perdidos en la fascinante amazonia fundados casi todos por compatriotas expulsados en sus territorios nativos por la violencia, el hambre y la falta de oportunidades. O simplemente atraídos por el misterioso encanto de la manigua.
Al estilo de los viajes de Maqroll, el viajero, del genial Alvaro Mutis, a Solano, “los productos, los dolores, la enfermedades y hasta las pequeñas soluciones llegan en oxidados planchones empujados por un remolcador que asciende la corriente con una  lenta y terca dificultad de asmático”.
En la inspección de Mononguete, uno de los escenarios principales del conflicto, se percibe un miedo generalizado y sus habitantes no hablan ni de la guerra, ni de la Paz y en voz baja, como si estuvieran en la alcoba de un moribundo, responden con evasivas las preguntas asociadas con esos temas.
No tienen agua potable y reciben el líquido bombeado directamente del río Caquetá pero viven felices aunque algunos se refirieron al abandono oficial como una forma de discriminación, de exclusión y, desde luego, como una forma de violencia.
Allí hay una  verdadera memoria histórica encriptada por el temor y la mayoría de las personas que sufrieron durante el conflicto prefieren el silencio como terapia. Muchos campesinos e indígenas han aprovechado las nuevas condiciones derivadas de los acuerdos de Paz para cultivar en sus huertas caseras y algunos ya participan en los mercados semanales que se desarrollan en la cabecera municipal.
Con un conductor de yate que hacía cabriolas para mostrar cierto virtuosismo en la conducción, terminamos “emplayados” o “ensecados” y todos los pasajeros tuvimos que evacuar el pequeño bote para empujarlo hasta aguas profundas.
Pegándome un golpecito en la frente, al estilo del padre Ángel en La Mala Hora”, me percaté que no me había quitado los zapatos cuando me bajé del yate.
La vida es una afirmación de la esperanza y estos pueblos que viven su drama y su desnudez por la violencia, por la pobreza y por la exclusión, caminan de espaldas hacia su pasado y con un manto de silencio cubren sus dolores.
Los acuerdos de Paz prendieron los fuegos de la esperanza para sus sueños…sueños que a veces pasan raudos como el río, algunas veces se encienden como el sol de los ruiseñores con sus manos callosas por su trabajo y otras se frustran en la asombrosa soledad de quien no tiene apoyo.