miércoles, 22 de julio de 2015

¡Hasta luego, San Andrés!


Mañana seré un fugitivo de esta isla paradisiaca que, aunque en franca decadencia por causa del mal más mortífero que sufre Colombia –la corrupción-, es un un escenario perfecto para quienes nacimos con una imperturbable tendencia al goce.
Estoy seguro de que soñaré con su mar multicolor, con sus playas atestadas de turistas, con el enjambre de motos en sus calles semicirculares, con sus nativos descomplicados, indiferentes y descorteses. Con sus taxis de media gama, con sus basureros, con su clima sofocante.

Es como huir del placer, de ese exquisito emparedado entre el mar, el viento y el firmamento, pero también del sentimiento de soledad que viví cuando apenas asomado al mar caribe desde el espolón cercano al hotel Casa Blanca, sufrí el vértigo que produce el abandono. Me vi solo en la vida, frente a la inmensidad marina y la del firmamento y entonces retrocedí asustado en busca de los Jorge, Enrique y su sobrino-asistente Harley, mis compañeros de viaje.
-No te preocupes, me dijo una voz desde mis entrañas, el pensamiento es mas extenso que el mar y el cielo juntos.
Cuando me suba al avión estaré seguro de que sus pasillos son el comienzo de un camino al que podré volver solo con mis palabras, cuando en mi natal Armenia, en la amada Florencia, en la calurosa Neiva, o donde me toque asilarme en la hora crepuscular, tome mis apuntes y mis notas para repetir este recorrido.
Los vendedores, los trabajadores de las playas, las lindas mujeres, la anarquía de su movilidad, el conformismo de sus habitantes, los altísimos precios de las mercancías y los alimentos; la arquitectura patrimonial y algunos iconos urbanos socabados, la corrupción en la oficina de tránsito, que cobra las placas de las motos pero desde hace 10 años no las entregan y, desde luego, sus olas mansas heridas de muerte por los arrecifes coralinos, tienen un espacio en mi cerebro, otro virtuoso de la inmensidad.
Gocé, intenté con frenesí hacer parte de lo que vi y asimismo atormenté con mi palabra cada vez que fue necesario, como en la emblemática iglesia Baptista, en donde sostuve que el dinero está por encima de su doctrina. Y en el aeropuerto cuando señalé la ineficiencia de los funcionarios de la OCCRE y las arandelas innecesarias que le ponen al ingreso de sus compatriotas a la isla. Y mucho más tormentosa fue mi pregunta sobre el destino que toman los recaudos por concepto del altísimo impuesto que le cobran a los turistas -colombianos y extranjeros- por su ingreso a la isla. Hagan las cuentas, cada visitantes paga $50 mil y todos los días llegan, en promedio 2.000 personas.
También, con la vena de mi humor ácido, estimulé sucesivamente el intermitente cascarrabias que camina dentro de Jorge Enrique junior, como herencia -tal vez la única notable- de su papá, el siempre recordado con cariño, “pájaro verde“. Pero, al estilo de Don Quijote y Sancho, pocos minutos después de cada refriega, nos reconciliamos sin resentimiento, como dos hermanitos que pelearon por un juguete descompuesto. Quizás el sobrino-asistente, Jose Harley, resultó damnificado por causa de los altercados, pues su desconcierto le hizo cometer errores que fueron cobrados a muy alto precio por su tío. Perdió un par de audífonos finos y se “tiró“ algunos lentes del costosísimo equipo fotográfico de su Jorge junior.

La lealtad y el afecto mutuos sobrevivieron y tal vez se enriquecieron porque, de manera no deliberada, nos expresamos como críticos severos de la unanimidad. Nos formamos en el debate y la sana controversia y por esa razón tenemos la tendencia a contradecir, o al menos, a dudar. Y también porque somos el producto de una sociedad que no nos enseñó a escucharnos entre nosotros mismos. En mi caso, se trata de un comportamiento involuntario, derivado de la costumbre negativa de hablar sin parar.
San Andrés tiene, como algunos libros, muchas paginas positivamente perturbadoras de la conciencia, que nos lanzan al abismo del suicidio, nos enamoran de un personaje fatal y hasta nos enferman con el virus del amor. Cuando leo, me apasiono con el placer de la ironía y de la metáfora. Cuando viajo me gusta hacerme reo de la naturaleza, pagar con alegría y escritura el precio de su demanda y sentir el gusto de la fuga.

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