viernes, 10 de julio de 2015

Expedición Pajarito Verde (3).-Monólogo en el parque Tayrona


En uno de los ramales de la montaña costera más alta del planeta 
-la  sierra nevada de Santa Marta- y a 34 kilómetros de la capital del Magdalena, se encuentran las ruinas arqueológicas, las evidencias significativas que dejó la tribu Tayrona, asentada allí desde épocas precolombinas hasta su aniquilamiento por causa de la avaricia compulsiva de los invasores españoles.
Es un lugar excepcional para la contemplación, para llenar la soledad, para hablar claramente con nosotros mismos. Y, especialmente, un sitio adecuado para oír esa conversación.
Después de 50 minutos de recorrido por un sendero sinuoso, pisando la hojarasca de grandes arbustos como el camajoru y caminando por un suelo y escaleras de tablas, me encontré con una sorpresa mayor a la que me había imaginado: la inmensidad de la planicie azul y la bravura arrogante y soberbia de sus olas, vistas desde un peñasco que mete su punta entre las entrañas del charco grande.
Esta visión aparentemente simple no es más que poesía porque es superior a nuestras capacidades sensoriales o a las posibilidades perceptivas de un anciano vagabundo como Yo. Con rima desastrosa, infeliz y lamentable, comencé el monólogo, impresionado positivamente por la muerte de las olas, que en la agudización de sus contradicciones, producen espumas blancas y rumorosas antes de autodestruirse.

Con las olas llegan también las glorias, los vencimientos, las penas, las injusticias, la insolidaridad, el egoísmo; llegan el hambre de los africanos, el fanatismo de los islamitas y hasta las infidencias del proceso de paz desde La Habana, salpicadas por el veneno de los guerreristas y la torpeza política de los “muchachos”. Sentí miedo porque las olas lo contienen todo, hasta la muerte.
Muy cerca, en uno de los muchos anuncios del camino, sobre un soporte visual, vi una frase entrecomillada del dios Hatei Tumu, padre de las piedras, que los Tayrona utilizaban para sus adivinanzas. Los cerros son fuerzas personificadas que requieren de alimento espiritual. Una sentencia admonitoria y recelosa, una visión lo que hacen hoy los humanos con la naturaleza. Una advertencia en vano.

El parque Tayrona ha sido entregado en concesión a particulares que obtienen jugosas ganancias derivadas de los altísimos precios por el ingreso de personas y vehículos, los que no se ven reflejados ni en el servicio, ni en la eficiencia, ni en el estado de la vía que lleva al punto de comienzo del recorrido a pie o a caballo. Después de la charla de inducción, los visitantes deben esperar hasta 2 horas para obtener la pulsera, que es la visa de entrada. Dos antipáticas cajeras son insuficientes  para atender la masiva demanda y ninguna de ellas domina al menos el inglés, por lo cual se presentan dificultades en la comunicación con los extranjeros.
Por sus altos valores biológicos y arqueológicos, 15 mil hectáreas terrestres y 4.500 hectáreas marinas del área total fueron declaradas como parque natural. De acuerdo con la información que se le suministra a los visitantes, en su franja marina se encuentran distribuidas 350 especies de algas y en la flora terrestre existen más de 750 especies de plantas.
Muchas de sus playas no están habilitadas para el baño de los turistas debido a la fuerza de las olas y tiene algunos sitios de interés especial para los turistas, como el museo arqueológico de Chairama, el sector de arrecifes, la piscina -con playas aptas para la natación - y playa nudista, que de tal solo  tiene el nombre. No observé a ninguna persona empelotada en ese sector. Hice el recorrido atraído por su denominación y al final las únicas pelotas que vi fueron las mías, arrugadas y encogidas como una pasa. Y los los únicos senos que he visto durante la expedición son los de la india Catalina, en Cartagena.

Los Tayrona son un grupo indígena de filiación Chibcha que habitó la denominada “ciudad perdida“ y algunos especialistas atribuyen a esa misma familia la etnia de los Kogui, que también existe en esa región del departamento del Magdalena.
Por la tierra cansada y herida, lejos de la meta, tomamos el camino de regreso cuando el mar nos devolvía, aumentada como por un poderoso lente, la luz crepuscular del sol moribundo. Un pájaro verdiamarillo como la bandera del Huila me rozó el sombrero de $10 mil y al seguir su vuelo me mostró de nuevo el peñasco de la 
fascinación. 
Entonces vi de nuevo y por última vez el infinito azul del mar y el firmamento, fundidos como se funden el hambre y la politiquería en época electoral, y una trompeta sonora se escuchó en el bosque como un aviso que puso el punto final a mi monólogo dramático y esperanzador.

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