sábado, 11 de julio de 2015

Expedición pajarito verde 4. Cartagena-Cabo de la Vela, el viaje que todos queremos hacer


En Riohacha, capital guajira, la fuerza de las aguas del río Ranchería está devaluada y así sin alientos el afluente se represa, crea un contraflujo y forma la laguna angosta y ensortijada que atraviesa la ciudad.
Como la impotencia viril, el río es incapaz de penetrar, de introducirse en el mar, cuyas olas le coquetean en vano y entonces, frustrado, se refugia en los barrios y veredas. Y solo en invierno recupera sus poderes para conquistar el mar.
La depreciación del río es el primer anuncio del disgusto de la naturaleza, cuyo deterioro es progresivo desde la salida de Cartagena por la carretera al mar, en busca de Barranquilla, hasta su desaparición en el desierto. La vida animal y vegetal desaparece lentamente y a medida que avanzamos solo quedan los cactus, los chivos y algunos burros y caballos en piel y huesos.
La presencia de niños famélicos en funciones de rebusque y en demanda de una moneda, es otro componente del paisaje y su presencia se advierte desde el caserio Lomitarena, a pocos kilómetros de la Heroica, y se acentúa en el tramo entre Uribia y el Cabo de la Vela, donde la cultura wayúu le impone  a sus niños la costumbre del pedido de monedas.
En lo profundo del desierto, en las rancherías y en viviendas aisladas, los pequeños instalan verdaderos peajes, utilizando lazos y otros obstáculos que obligan a los conductores a detenerse y “pagar“ por su paso. Durante todo el recorrido se observan enjambres de niños y jóvenes que realizan alguna actividad, todas de rebusque, mal remuneradas.

En el corregimiento de Tasajera, Magdalena, y en el Cabo de la Vela, es donde mayor contraste se observa entre los pueblos y el mar, escenarios asombrosamente distintos por la extrema riqueza del paisaje y la dramática escasez que sufren sus habitantes.
En Tasajera, donde los patios de las casas son porciones de la ciénaga del magdalena y sus andenes están frente al mar Caribe, sus 15 mil habitantes viven de la pesca artesanal pero sus ingresos han disminuido a niveles conmovedores como consecuencia de la contaminación de la legendaria ciénaga. “Ahora el más de buenas captura unos pocos chivos mapalé cuando antes extraíamos peces de distintas especies y tamaños“, dijo Humberto Acosta, quien además criticó duramente a los políticos y gobernantes que no han dimensionado la gravedad del problema social que viven sus pobladores.
Paralela a la carretera, corre la línea férrea del tren del Cerrejón que desde la década de los 80 utilizan 3 empresas extranjeras para el saqueo del carbón colombiano desde las minas a cielo abierto hasta bahía Portete, considerada como la terminal carbonífera más importante de América Latina.
Con la complacencia del Estado colombiano y sus dirigentes arrodillados, vende-patria, los extranjeros dominan la zona, imponen condiciones, violan los derechos humanos asociados a la libre locomoción y, desde luego, contaminan el ambiente con las partículas del mineral que se esparcen durante la operación del transporte.
El gobierno holandés amenazó con la suspensión de sus compras de carbón tras recibir quejas de defensores de derechos humanos en las cuales se acusó a los operadores de la mina de violar normas laborales, ambientales y de libre movilización. Nuestra expedición sufrió la discriminación que ejerce el poderoso pulpo y fuimos expulsados de la línea férrea “porque se trata de una jurisdicción privada“. Una jurisdicción con fronteras invisibles, a solo dos metros de la carretera.

Situación similar sufren sus vecinos de Buena Vista, Bocas de Cataka y nueva Venecia, cuyo nombre nos indica que las casas están, efectivamente, dentro de la ciénaga. Sus niños con las evidentes señales que deja la pobreza y los adultos con sus dientes y hasta sus prótesis oxidadas obligan una reflexión: ¿por qué estos colombianos tienen tantas penas, en medio de la riqueza infinita del país?. Ni por malvados que  fueran se merecen estas condiciones de vida.
El polvo que levantó una camioneta transportadora de las famosas pimpinas con  gasolina venezolana, fue como una cortina de candela que al desvanecerse nos dejó al descubierto otra belleza encantadora, la planicie inconmensurable del desierto.
En contraste, la muerte de la naturaleza espanta hasta los pensamientos porque mi mente quedó en blanco al verme entre cactus y arena que golpea duro, lanzada por el viento de 50 kilómetros por hora.

En este inhóspito pedazo de la geografía colombiana solo prosperan los cactus, la corrupción y la cizaña que esparcen algunos venezolanos, muy comunes en la región.
Al término de ese sendero ominoso, vimos de nuevo el mar, con todos sus poderes, de un azul más intenso aunque sus olas tranquilas en el Cabo de la Vela. Es uno de los sitios más extremos del norte de suramérica, superado apenas por unos pocos puertos y, naturalmente, por Punta Gallinas, en el extremo de la península.
Está vigilado por una pequeña estribación de la serranía del Perija, que se desvanece justo en la punta del cabo, cuya altura máxima es de 50 metros, con picos notorios como el Sagrado, el Faro y el Pilón de azúcar. Las rancherías y las playas del lado occidental son sus principales atractivos.
La afluencia de turistas en su franja costera, atraídos por las condiciones exóticas y por su lejanía, estimuló la construcción de chozas típicas para el hospedaje y alimentación de visitantes, atendidas por guajiros, costeños y santandereanos, principalmente.
Sus habitantes son miembros de la etnia wayúu, en cuya cosmovisión ese espacio es sagrado y a él llegan sus difuntos para hacer tránsito hacia lo desconocido.
Una sola calle larga, llena de ventas estacionarias de arepa‘ehuevo, empanadas, agua y gaseosa, llena de turistas, especialmente extranjeros, se disuelve en los caminos que desde el aire el drone pajarito nos mostró como las costuras del cráneo, por entre cactus de distintas especies. Por eso es que muchos viajeros aseguran haber escuchado risas de calaveras en sus recorridos alrededor del cabo.

Me alegré de llegar a este lejano paraje de Colombia por donde pasaron Alonso de Ojeda, Americo Vespucio y Juan de la Cosa, y en donde se cocinaron los primeros acuerdos dirigidos a establecer los límites entre Venezuela y Colombia.
No encontré un equivalente semántico que me permita hacer una descripción de mis percepciones combinadas de la llanura, el desierto, el mar y la pobreza de sus pobladores que se mueren de sed y de hambre entre la riqueza del mar y el dinero de los visitantes.
Los pequeños wayúu ofrecen sus artesanías y a quien no les compra le piden agua porque nadie regala un vaso del vital líquido. La dueña de la posada en donde pasamos la noche suspendidos en hamacas, dijo que un viaje del carrotanque con agua, que le llevan desde Maicao le cuesta $400 mil. 
Saliendo del Cabo, un extenso cementerio de basuras y desechos plásticos borra el encanto, fastidia y aumenta la sensación de soledad.
Esta escena se repite en todos los asentamientos que vimos a lo largo del camino y aparentemente se trata de una cultura de arrojar las basuras a cielo abierto, que con la fuerza de los vientos se diseminan  de manera asquerosa.
Muy pronto, la fascinación del mar y el reverdecimiento de la vegetación nos rescata de estas escenas antinaturales y volvemos a la excelencia de la cinta asfáltica que une a las principales ciudades de la costa atlántica.
Y en Mayapo, de manera sorpresiva, los policias hambrientos revuelcan los maleteros de buses y carros particulares en busca de contrabando y se quedan con arroz, aceite y otros elementos de pasajeros y turistas que no les dan la coima solicitada.
Así como el río Ranchería en Riohacha, impotente para meterse al mar, queda la gente del común y los comerciantes, ante el pedido de los agentes que, según testimonios de personas cercanas a ellos, se pueden conseguir hasta un millón de pesos diarios.
-Los policias se pelean por estos puestos de control, me dijo la señora de las empanadas que recibió las quejas de la gente que acababa de ser despojada de sus mercancías compradas en Maicao.
Aquí si, y no en el Cabo, los agentes enlazan a los viajeros con risas de calaveras y aquí también dejo este cuento porque la noticia sería que se volvió honrada la policia.



3 comentarios:

  1. Que buena prosa la de Chucho. Y que virilidad tan atormentada la del río Rancherías

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  2. Bonita prosa Chucho, hace un contraste entre lo feo y lo bello, lo espléndido y lo pobre, el presente y el olvido, lo que debe importar y no importa,la riqueza y la decidía.

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  3. Con las excelentes palabras hemos logrado participar de esta interesante expedición de una manera muy vivida y sentir los distintos contrates de ella. Gracias por ella...

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