martes, 26 de mayo de 2015

Museo del oro: trofeos luminosos que protegen la grandeza de los muertos



Convencido de que el tiempo respeta y purifica las tareas del espíritu, llegué temprano, atraído por los perfiles que leí desde mi juventud sobre la calidad de la exposición y en los cuales aprendí que el museo es el espejo de todas las elegancias.
Los esplendores de la belleza evidente y profunda de las piezas expuestas son como rayos de sol que incendian el recinto, colmado de visitantes abrumados  en silencio ante el prodigio de tanta belleza procedente de las fosas húmedas de nuestras sociedades aborígenes prehispánicas.
La historia del oro y otros metales, está organizada en cuatro salas de exposición y una sala de exploración:  -el trabajo de los metales, describe las técnicas de minería y manufactura de la metalurgia antigua.
-La gente y el oro, da a conocer el uso y contexto de los metales dentro de la organización política y religiosa.
La sala de cosmología y simbolismo, explora los temas míticos, el chamanismo y la simbología de los metales.
-La ofrenda, sumerge al visitante en el mundo de las ceremonias de ofrecimiento, y en el recinto exploratorio se promueve la interactividad y la reflexión alrededor de la diversidad y el significado del patrimonio que preserva el Museo.
Todas las piezas son llamas que salen del cráter de nuestros antepasados, son como esas lámparas votivas de las iglesias católicas, que nuestros predecesores históricos encendieron para velar eternamente sus tumbas pero que el apetito sensual de los pillos criollos las convirtió en su objetivo principal a través del saqueo sucesivo y criminal.
El orfebre y el minero transformaron el oro, el cobre y los demás materiales que les ofrecía la naturaleza y crearon obras suntuosas, utilizadas principalmente para reforzar el reconocimiento de sus líderes espirituales y guerreros a quienes, además, enterraron en medio de funerales extraños, con honores supremos y con las piezas fabricadas con delicado esmero por expertos a quienes también  llamaron chamanes, por su sabiduría en la manipulación de los metales.


Desde entonces, el oro está asociado al poder, a la dominación y desde siempre ha despertado la codicia y la ambición que dominan al mundo contemporáneo. Todas las piezas son un homenaje a la orfebrería, pero esos trofeos sobre las tumbas sagradas que enaltecen a los muertos y simbolizan su recuerdo son, de la misma forma, armonías lúgubres que llenan el mundo y que lo estremecen por el refinamiento dominador de los nuevos dueños de la riqueza aborigen, saqueada cobardemente por los llamados descubridores de América.
Ese reconocimiento que mereció el portador del oro, en sus orejas, sobre su cabeza, en su nariz, en sus hombros, en sus manos, en sus pies, en fin, en todo su cuerpo, se mantiene, por extensión, en la actualidad y entonces en la sociedad moderna el triunfo está asociado a la capacidad para obtener objetos. El individuo es importante de manera proporcional a las cosas materiales que posee y esa “importancia” le otorga licencia social para dominar a los demás.
Los refinamientos preciosos y meticulosos de los aborígenes se inmortalizaron con el oro, en una ofrenda encriptada, pero la avaricia de los “conquistadores” violó sus tumbas  y los convirtió en símbolo mundial de dominación y opresión, expresada muchas veces en amaneramientos sofisticados de la vida moderna.


Los objetos expuestos son como los ojos tristes de los indígenas que brillan con las llamas apagadas, en una prolongación histórica del poder y como estímulo permanente a la guerra, al diluvio de sangre por la disputa del poder y del sexo, que caracteriza al materialismo agresivo y conquistador detrás del cual nos movemos y con el cual se convierte al oro en cenizas de barbarie. Cenizas en las que se asfixian la libertad y la justicia.
Aunque he visto muchas cosas lindas, me sorprendí gratamente con esos rayos inmortales y a la vez taciturnos, con esa solemnidad de la historia, cuyos deslumbramientos engendraron la codicia que sostiene el poder, el sometimiento y la injusticia en el universo. Pero que también iluminan el combate eterno de los pueblos en busca de sus propios tesoros pues los hechos confirman que nada es inútil y que todas las exhumaciones son tristes, menos las de los antepasados.
Saliendo del museo y mientras mí hermana Martha reiteró su interés por “una de esas coquitas doradas, como para pedir limosna”, pensé que también el tiempo respeta y purifica el trabajo de las comunidades prehispánicas pero la ambición del hombre ultraja y contamina su legado.

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