jueves, 19 de febrero de 2015

Araraucuara, embrujo caqueteño desconocido y olvidado


Desde el aire, a 9 mil pies de altura, el río Caquetá es una serpiente kilométrica y resplandeciente que se contorsiona, dibuja enormes eses y con gigantescos zigzags empuja sus aguas turbulentas para abrirse paso entre la espesa selva amazónica que lo acoge con todas sus espumas, peces, mariposas y también con su devastadora, creciente y dolorosa contaminación.
Después de un recorrido de cientos de kilómetros desde su nacimiento en el páramo de las papas del macizo colombiano, y tras haber marcado las extensas fronteras del departamento del Caquetá, con Putumayo y Amazonas, la configuración superficial sufre severos accidentes y entonces sus aguas aumentadas, que se deslizan por un cauce de más de 2 kilómetros de ancho, se encuentran con escarpas de moderada altura que, como murallas, se oponen al avance de este gigante de la hidrografía colombiana.
Primero, en el estrecho de Angosturas y, más abajo, en la serranía del Araracuara, el río se represa, se recoge, se encrespa y esa serpiente sensual ruge como una leona en celo para romper el obstáculo y abrirse paso con la furiosa desesperación de sus aguas, que en medio de un espectáculo alternativamente tenebroso y placentero la parten en dos, como una potente motosierra en un tronco podrido. Ese murmullo angustioso se extiende a lo largo de casi un kilómetro por un profundo cañón de escasos 70 metros de ancho, cuyas paredes perfectamente perpendiculares y salpicadas de verde, parecen haber sido labradas a punta de cinceles electrónicos. Es un encanto misterioso, una copia fiel de la belleza seductora de la selva que se merece un poema. Es como un procedimiento mágico del río para despedirse del departamento del Caquetá, para adentrarse en las profundidades de la selva y seguir su recorrido por el Brasil con el nombre Japurá hasta completar sus 2.280 kilómetros de viaje cuando desemboque en el Amazonas, frente a Tefé.

Un "infierno" refrescante 


La furia y la desesperación del río se perciben en toda su dimensión desde “El infierno”, pocos metros abajo de la salida de las aguas del estrecho, desde donde se esparce el rocío refrescante de la vaporización. Es otro encantador contraste de la naturaleza que lo convierte en un infierno excepcionalmente fresco pero terrorífico. Sin diablo ni tenedor, pero con los enormes arpones de los pescadores, es como asomarse a la garganta de la leona hambrienta que asusta y se recrea con su presa. A su paso por los pequeños caseríos de Araracuara y Puerto Santander, en el Caquetá y Amazonas, respectivamente, el río empieza su relajamiento pero todavía se observan y se sienten borbotones ruidosos que anuncian el enojo persistente de este monstruo recién liberado. Y junto a estas manifestaciones de molestia, y muy cerca de los puntos de salida de las aguas embravecidas, los pescadores construyen las paseras que son muelles colgantes para acercarse al centro del caudal, arriesgan sus vidas y, moviéndose como un péndulo, se la juegan con sus arpones.
Con temeridad y destreza, cazan sábalos, pintadillos, plateados, lecheros y bagres de hasta 10 arrobas cuando estos saltan en un intento por remontar los chorros por donde se descuelgan las aguas turbulentas y arremolinadas, recién liberadas del cañón.
Para la gente que vive en la región –un alto porcentaje indígenas- el río lo es todo. Es la única opción de subsistencia. En él comienzan sus historias de amor y terminan muchas de sus ilusiones. Es su vía de comunicación, el canal de contacto con el mundo civilizado y con el Estado, para los cuales son colombianos de tercera y por eso los ignoran, los desconocen olímpicamente y los reprimen.
Pero el río está amenazado, pues sus hermanos menores, el Caguán, el Orteguaza y el Yarí, sufren un proceso de contaminación y de erosión que provocó una dramática disminución de la riqueza ictiológica y hasta de las posibilidades de navegación durante el verano, principalmente en la parte alta de la cuenca. Si la economía del futuro inmediato, como aseguran los expertos, tendrá su mayor obstáculo en la escasez del capital natural, tenemos la obligación de promover la sensibilidad de la gente hacia la amazonia, el mayor nicho de biodiversidad y belleza del planeta.

Hace 20 años, los recorridos por los afluentes tributarios del Caquetá, se hacían entre paujiles, pavas, micos, tentes, loros y hasta culebras amenazantes. Los pescadores capturaban presas de tamaños colosales, de las cuales no quedan sino las fotografías de los gringos con sus trofeos. Los paujiles son una reliquia, los micos son muy escasos y los tentes que las señoras adoraban porque cuidaban a los niños como a Zoro, en la novela de Jairo Aníbal Niño, son puro recuerdo. Las únicas que no se encuentran en proceso de extinción y que además han desarrollado su ferocidad, son las culebras que les caen a los endeudados indígenas y colonos cuando se desembarcan en los puertos de las distintas poblaciones ribereñas.

El embrujo de su tradición oral, contada y desatada por los mismos pescadores, por motoristas de yates, canoas y botes; por campesinos, por indígenas, por ancianos, por niños, deja en silencio a los visitantes que los escuchan atentos en la maloca del caserío. Y por las lavanderas de todas la edades que en pequeños arroyos y hasta en algunas riberas del río lavan, cantan, nadan, ríen y contaminan vestidas ligeramente, con las blusas traslúcidas por la humedad. Todos narran sus historias apoyados en atractivos lingüísticos y simbologías muy particulares. Son verdaderas películas amorosas, dramáticas, mágicas y algunas llenas de terror.
Araracuara y Puerto Santander, situados una frente al otro, separados por el río, son dos asentamientos inmisericordemente abandonados por el Estado, cuya única presencia es de tipo militar. Sus habitantes venden el pescado muy barato y compran los productos de la canasta familiar a precios muy altos como consecuencia de las dificultades para su transporte.

Aunque Puerto Santander tiene 2 o 3 calles definidas y Araracuara es apenas un reguero de viviendas que se comunican por caminos, en las dos predomina la pobreza extrema pero también el conformismo de sus habitantes resignados a vivir aislados, explotados y regidos por sus propias normas de accidentada convivencia. El Amazonas tiene un inspector de policía pero en el Caquetá la posición está acéfala desde la renuncia de Rubén Yucuna Matapí hace varios años.


Sentimiento anti-caqueteño
Entre los pobladores de Araracuara –inspección del municipio de Solano -situada a hora y media de vuelo de la base aérea de Tres Esquinas- se percibe un sentimiento anticaqueteño derivado del olvido por parte de las autoridades seccionales. Aunque la presencia estatal es mínima, lo poco que reciben les llega de la administración del Amazonas. El colegio, que tiene un internado para jóvenes, funciona en tierra caqueteña pero el Amazonas atiende su funcionamiento.

Ciudad perdida

En la cresta de la escarpa del Araracuara, la “ciudad perdida” es un vestigio del paso del río hace miles de años y sus rocas gigantes que por efecto de los vientos han adoptado formas curiosas, son testimonios históricos del esfuerzo que por cientos de años hicieron las aguas del río Caquetá para romper la serranía. Es un gran promontorio de piedras y rocas de diversos minerales que supuestamente –según las creencias de los indígenas- son la expresión de la riqueza amontonada debajo de las mismas.

Apostolado
En ésta región considerada como el corazón de la selva amazónica, una médica y religiosa española destella como un faro de solidaridad. Se trata de la hermana Carmen de la Viesca quien es la depositaria de los anhelos, ilusiones, dolores, frustraciones y de las esporádicas alegrías de los indígenas y colonos. Es, además, la única caja de resonancia que tienen para dejar oír sus voces y sus necesidades que la mayoría de las veces no encuentran interlocutores.
La monja despacha en un centro de salud que funciona con recursos y medicamentos que dos veces al año son enviados desde Alemania y España, pero alterna las funciones asociadas a la preservación y recuperación de la salud de los moradores con acompañamiento permanente en los procesos formativos y organizativos de las distintas comunidades. La hermana Carmen atiende, concilia, regaña, viaja, reclama y en general interactúa con generosidad. Después de 19 años de apostolado, conoce en detalle los problemas y conflictos de las distintas personas y comunidades. Del mismo modo, funciona como una resistencia de alta frecuencia que soporta sucesivos desengaños oficiales y calibra los conflictos derivados de la escasez y el individualismo. Es un gran continente de historias de vida y muerte de anónimos compatriotas.


En vía de extinción
Las amenazas de extinción están latentes, no solo para numerosas especies de la rica fauna amazónica, sino para algunas etnias indígenas, principalmente la Uitoto Amenanae, la más antigua de las que habitan la región. La mayoría de sus miembros son ancianos que aseguran en un Castellano insípido, complementado con lenguaje gestual, que su vida primitiva terminó cuando el gobierno instaló la colonia penal que funcionó durante varios años en este apartado paraje de la geografía nacional.
Según sus denuncias, los “blancos” les aplicaron distintos medicamentos dirigidos a disminuir sus presuntas tendencias caníbales y provocaron graves daños fisiológicos y morfológicos entre la población. La mayoría de los integrantes de esta comunidad presentan, efectivamente, evidentes secuelas de lesiones pasadas y los 12 miembros sobrevivientes de la etnia tienen algún grado de discapacidad.
Además de las amenazas de extinción de la etnia, los Uitoto Amenanae fueron expulsados de su territorio por la familia Guerrero que constituyó irregularmente el resguardo Mesai y mediante turbios procedimientos ante el Incoder logró la captación de los recursos que por transferencias reciben los indígenas del alto gobierno.
Mediante gestiones adelantadas por el personero de Solano, Carlos Adolfo Perdomo Hermida y la comisionada local de asuntos indígenas, María Nelly Quintana Trujillo, se logró el restablecimiento del derecho violado. La comunidad regresó a sus chagras tradicionales y comenzó a disfrutar de los derechos legales.
Esta comunidad vive en condiciones de extrema pobreza y carece de los elementos fundamentales para la ejecución de los oficios domésticos. Los delegados de la personería y la oficina de asuntos indígenas verificaron que enesa comunidad se preparan los alimentos en tarros de lata y envases desechados de gaseosa, leche y cerveza.
El gobernador del resguardo, Rumaldo Uitoto Uitoto, un hombre que no sabe leer ni escribir, asumió sus funciones después de 15 años de despojo de las tierras. Cuando llegó a la cabecera municipal de Solano -tras remontar el río durante dos semanas- para legalizar la reivindicación de sus derechos, contó que era la primera vez que salía del Araracuara y la primera en tener contactos con personas distintas a su comunidad.
En la inspección tienen asiento 11 comunidades, entre ellas, los Andoque, Uitoto, Muiname, Yucuna que conviven con sus costumbres tradicionales y resuelven sus conflictos con herramientas muy particulares. Los miembros de las comunidades se quejan por el irrespeto reiterado de sus usos y costumbres por parte de “los occidentales”.
Paisaje encantador


La vista aérea muestra los dos pueblos de la serranía como pesebres de familia pobre, separados por uno de los pocos recorrido en línea recta que hace la esplendorosa serpiente en muchos kilómetros y cuyos borbollones, y murmullos son al mismo tiempo intimidatorios y cautivadores como las cascabeles que rondan las malocas en el verano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario