lunes, 23 de febrero de 2015

Cataño en Playa Juncal




-“Nos vamos para El Juncal”, me dijeron Miguel y Oscar, mis hijos, con voz y actitud apostólicas, en el taller donde terminaron el mantenimiento de mi bicicleta, en la que he intentado, a fuerza de voluntad y de músculo, levantar una muralla para que la parca no se antoje de pasar.
-Pero son las 10 y el sol nos quemará más que a muchos candidatos, les dije, con la esperanza de que el recuerdo de tanto politiquero achicharrado, pudiera desmontar su propuesta. Pero no.
Bajo el cielo azul y con un sol cada minuto más perpendicular,  la pequeña sombra acompañó el pedaleo rítmico y apenas tapó la mitad de mi fatiga cuando coronamos el cruce para Palermo, a 7 kilómetros de la meta, con 55 minutos de viaje.
Como un halcón hambriento en ese campo seco pero sembrado de arrozales a lado y lado, perseguí a los muchachos cuando se pusieron a la delantera, lo que en términos ciclísticos se llama jalar. Dicho de otra manera, me pusieron a chupar rueda varias veces. En los cortos tramos de descenso, sentí el aire que me devolvía la vida y  estuve a punto de bajarme de la bicicleta para montarme en la sombra, más fresca y aparentemente más veloz.

Así, dejando un reguero de arena, arrozales, caballos, vacas, chivas, ciclistas, pensamientos buenos y malos, uno que otro viento intestinal y una cinta de asfalto salpicada de aroma campesina, nos detuvimos en un paradero del camino. Con las manos temblorosas, tomé ese vaso de guarapo “legendario”, como dijo Miguel y entonces pensé que es poco el esfuerzo para un premio tan grande. “Guarapo sin agua, sin hielo”, dijo la señora que nos atendió.
Sentí deseos de reclinarme en el pecho de la señora pero me estremecí al pensar que no pudiera reanudar la marcha. Faltaban 5 kilómetros para la meta, de ida, y nos apresuramos a retomar los caballitos, que ya no son de acero, como aquellas en las que aprendí a montar, en el barrio El Jazmín de Armenia. Las bicicletas modernas se pueden levantar con el dedo índice.
Desde el parqueadero, olfateé las piscinas y toboganes porque todo el cansancio estaba pronto a desaparecer bajo el aluvión de las olas y el vértigo de los deslizamientos veloces. Pero al pensar en el vértigo, me llené de una rara sensación de miedo e inseguridad pues recordé que la última vez que visité el Juncal, Miguel  y Oscar me empujaron en un tobogán, cuando, tartamudeando, les dije que no me lanzaría. Ese miedo es uno de los trastornos más severos que haya sentido.
Playa Juncal, como se llama este sitio, es un verdadero prodigio de diseño y de la naturaleza, que en ese plan caluroso del valle del Magdalena es un oasis para propios y turistas que concurren semanalmente de manera masiva a unas instalaciones cómodas, adecuadas a las necesidades de recreación, atendidas con eficiencia por un grupo humano cortés y esmerado.
Encontré dos nuevos toboganes, con túneles, uno más corto que el otro. Después de una larga terapia en la boca de los túneles, Miguel me convenció de lanzarme irresponsablemente por esos huecos, sin conocer la trayectoria. La hora del terror, mis piernas tambalearon con tanta fuerza que la onda me llegó a la cabeza y no pude sostener el flotador sobre el cual haría el ordeño de mi adrenalina. El auxiliar que coordina la despedida de quienes utilizan el tobogán, preguntó si “el señor se encuentra bien?” y me miró detenidamente durante algunos minutos. Me asesoró, me acomodó sobre el roscón inflable y cuando pensé arrepentirme, me dio dos vueltas y me empujó con fuerza.

Deslizándome por un túnel oscuro, desconociendo la ruta y a toda velocidad, me sentí proverbialmente tonto, mentecato y necio al aceptar este tipo de aventuras. Apenas tuve tiempo de esa reflexión cuando, abruptamente, desapareció el túnel y fui expulsado al vacío…cuando reaccioné estaba en la punta de la canaleta, en medio de la risa burlona de Miguel.

Al regreso, con el sol moribundo y las sombras largas, el viaje lo hicimos en 15 minutos menos pero al día siguiente la cama me retuvo dos horas más. Miguel logró una foto formidable, de concurso, de su propia sombra, desprendiéndose del manubrio de su cicla y en marcha.
Con la sombra grande de las 5:30 cubrí mi cansancio y escondí el terror de los toboganes.


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