domingo, 15 de mayo de 2016

Alicia Espinosa, casi 99 años de gloriosa abnegación y resistencia

"Los más bellos recuerdos de nuestras madres son aquellos de la infancia, cuando nos llamaron entre tiernas y enojadas, nos dieron un beso y un abrazo, pero también nos miraron con ojos de autoridad para imponer su voluntad...marcaron nuestro camino, nos sacaron de la incapacidad infantil y nos pusieron en el tren de la realidad...nos advirtieron que los laureles muchas veces se queman y quedan reducidos a cenizas... hoy nos acompañan, entre apacibles y nostálgicas, por el sendero que conduce a las playas del descanso...Su sola presencia es una gran caricia y los recuerdos son su gloria...siempre seremos prisioneros de sus mandatos".


De agotamiento en agotamiento, se va cumpliendo el axioma según el cual "la materia no se crea ni se destruye, se transforma". El yugo de la parca, de la enfermedad, de las penas y el sufrimiento, nos vence inexorablemente aunque seamos voluptuosos de la risa y el mamagallismo,  aunque lo esperemos en medio del jolgorio, aunque insultemos a los dolores, aunque  tomemos medicinas, aunque nos acaricien manos consoladoras, aunque caminemos por senderos tapizados de rosas y perfumes.
Porque el torbellino trastornador que empuja la decadencia física, mental y emocional, no se detiene, no caduca ni con el hallazgo de la esterilidad, momento en el que todo está libre de gérmenes patógenos. Porque la muerte y el deterioro comienzan con el nacimiento, cuando recibimos la primera herida de muerte. La vida y la muerte son gemelas univitelinas y la muerte hace parte de la vida.
Por eso, todo lo que en nosotros es un éxito, una diadema de hermosura, un fruto de la cosecha o un amor singular, inevitablemente se ahoga en las aguas recias de ese yugo multifacético, invencible ante cualquier rogativa. La decadencia y la muerte son inmisericordes, como los paracos, los guerrilleros, los amos y la corupción insaciable.
El peso cruel de los años le da a mamá Alicia un aire de tristeza, pero aún así hasta sus penas tienen un colorido singular, como el de una casa antigua entre la neblina, con la luz tenue que ilumina su inmortalidad.
Como es inevitable, su vida ya está llena de interferencias y altibajos por la pérdida cíclica de sus percepciones en medio del duelo que produce la disminución de su sensibilidad.

Con el paso de los años, nos acercamos al laberinto del aislamiento en donde la vida no es más que un apariencia. Cuando matamos el dolor y el amor de manera no deliberada. Cuando la conciencia no reacciona pues hemos desgastado los órganos que nos transmiten la información necesaria para hacer las elaboraciones y las interpretaciones de la vida cotidiana. Cuando ya no tenemos energía para luchar contra los males, cuando ya nada es real y nos convertimos en figuras decorativas para algunos y en obstáculos molestos para otros.
Pero también, ese estado de seudoconciencia es un anestésico que nos libera de la hipocresía social y familiar. Entonces, el soplo de la vida que nos queda es un gran reposo mientras avanzamos hacia la meta inapelable de la eternidad.





Nació en Calarcá, a pocos metros del parque principal, frente a la catedral, pero no forma parte de las familias aristocráticas del poder, el dinero o el saber, de ese municipio, reconocido como la cuna cultural del Quindío. Y aunque aprendió a montar en bicicleta en los amplios patios de la escuela Uribe, nunca ingresó a sus aulas de clase, que acogieron a las hijas de la burguesía local, tan zalamera y empalagosa como la bogotana. En los atardeceres, y en compañía de “Chela”, su hermana, saltó las tapias de esa escuela, atraída por unas bicicletas viejas que algunas estudiantes dejaban tiradas, rasgaron sus vestidos largos para sacarlos del piñón, el plato y el eje céntrico, atascados por la cadena engrasada, y sucesivamente se rasparon la cara, las piernas y las manos hasta cuando dominaron los caballitos metálicos. El triunfo le dio nuevos ingredientes a la expedición vespertina y entonces, por encima de las amenazas de su mamá Felisa, las montaditas eran cada día más largas y las explicaciones que daban en casa, menos convincentes.

En el colegio San José, de las monjas Vicentinas, estudió toda la primaria pero la continuación de sus estudios se frustró porque el gobierno no autorizó la licencia para el bachillerato a las citadas religiosas. Su jovialidad y señorío se impusieron a la academia y por intermedio de las mismas monjas, fue seleccionada como maestra de la vereda.
Chagualá, en una zona limítrofe de Circasia y Calarcá en el lomo de la cañada que abrieron las aguas del río Quindío en su descenso desde el valle de Cocora, en Salento.
Durante 4 meses de ejercicio de la docencia, manejó un grupo de 32 estudiantes quienes aprendieron a leer y a escribir, en medio de la complacencia de sus familiares y de la comunidad toda, que en una carta dirigida a las autoridades educativas reclamó la ratificación de la joven profesora. Pero cuando  los escolares empezaron a sumar, a multiplicar y a dividir por 3 cifras, apareció Jesusma, un joven apuesto, vecino de la familia y muy allegado a los padres de la juvenil profesora, quien con sus miradas inocentes y sus visitas periódicas e inesperadas, le puso atractivos a la rutina de la maestra y logró perturbar su agenda cotidiana.


Desde la llegada al rancho de bahareque,  Ali –como siempre le dijo Jesusma- se matriculó en cuanto curso ofrecieron por la incipiente radio de entonces: bordados, modistería, culinaria, tejidos y repostería. Pocos años más tarde, Alicia fue una reconocida modista que cosió la ropa de sus 9 hijos, de su marido, de sus hermanos, de su mamá Felisa y hasta de los vecinos. Recuerdo claramente cuando me mandaba a la tienda de don Jacobo Rave, en el barrio Jazmín de Armenia -al que los políticos le cambiaron su nombre por Santander, que es como cambiar perfume por mierda- por sus cigarrillos Pielroja –que entonces valía  40 centavos la cajetilla y por los fósforos “El Diablo”, que costaba  10 centavos la cajita. Encendía un pielroja, lo cogía con sutileza y lo llevaba a la boca mientras le daba pedal a su máquina Singer, que generaba el mismo sonido del tren, pero en voz baja y con menos humo. Y muchos años más adelante, se convirtió en una prestigiosa fabricante y decoradora de ponqués para las fiestas de la élite social de Armenia.

Como el personaje central de esta Historia de Vida es mamá Alicia, tuve que pasar por encima de  un montón de recuerdos y anécdotas, de manera deliberada, para tocar asuntos, vivencias y anécdotas de nuestra homenajeada mamá, abuela, bisabuela, hermana, tía y prima quien, increíblemente, está llegando a sus 99, una edad a la cual muy pocos de nosotros llegaremos.

Una de sus virtudes más sobresalientes, sin duda alguna, ha sido la paciencia que, como la de Job, el personaje bíblico, acompañó a Ali a lo largo de su vida, y gracias a la cual pudo mantener a flote una relación con un hombre que, aunque muy trabajador y honrado, se preocupó demasiado por  la atención de las cosas del mundo, sus placeres y sus amigos. Condición que, además, heredamos sus hijos varones en una repetición excesivamente maligna para la tranquilidad familiar. Sus incontables noches en vela, las preocupaciones derivadas de actos irresponsables, el tratamiento injusto, el exceso de trabajo, la desatención de algunas de sus necesidades, las incomprensiones y hasta las burlas y ridiculizaciones, hacen parte de un sumario sin juicio, sin  calificación y, naturalmente, sin reparación.
Metida en su máquina de coser hasta las primeras horas de la madrugada después de jornadas de entre 15 y 18 horas continuas en la cocina de una finca cafetera y en el lavadero, sin descanso los fines de semana, con una banda de muchachos que lloran, reclaman, corren, desobedecen, destruyen y joden por todas partes, a mamá Alicia y a las señoras de la época les quedan pequeñas las condecoraciones que el gobierno le impone a holgazanes, flojos, corruptos y torpes personajes de la vida política nacional. Porque en Colombia, hay dos cosas que no se le niegan a nadie: un cigarrillo y la Cruz de Boyacá, desprestigiada por la lagartería.



Después de la muerte de Jesusma, en 2001, y tras un duelo admirablemente bien administrado, Ali entró en su etapa más tranquila de la vida, sin afanes para la subsistencia, con una salud envidiable para muchos de nosotros y al lado de sus hijos más consentidos, César, Néstor y Beto, que con Martha fueron su cuarteto preferido y el que menos "pretina" o rejo y cantaleta recibió. El segundo duelo en importancia que hizo nuestra mamá fue motivado por la partida de “Concho” hacia USA, en condición de refugiado y, desde luego, por el penoso calvario con su salud.
Pasaron los años y entonces mamá Alicia entró en otro duelo con motivo de la muerte de sus hermanos Eduardo y Aura. Mucho antes, murieron su mamá Felisa, y sus hermanas Ana Elia, Graciela y Edilma.
Su permanencia en USA, al lado de algunos de mis hermanos, le permitió administrar sin traumatismos notorios esos tristes episodios. De la numerosa familia Espinosa López, sobreviven solamente mamá Alicia y Danery, el hijo menor de la camada, quien ya pasó, enérgico, por la cumbre de los 80 años.

Mamá Alicia atraviesa por una soledad triunfal que deriva en la indiferencia hacia temas que usualmente eran de su interés y por causa de la cual no le perturban ni los elogios ni las críticas mientras sigue su camino hacia la gloria de lo desconocido.
La maquinaria de Ali está desgastada pero todavía mueve el entusiasmo, la fe, la alegría y la comunicación con sus acompañantes, ejes fundamentales sobre los cuales rueda su cotidianidad y, por sobre todo, la esperanza de este grupo familiar, cuyos orígenes comenzaron hace 78 años con una sencilla ceremonia en la iglesia de Circasia, incinerada hace algunos años y en cuya construcción participó activamente su papá, Emilio, de acuerdo con una constancia que reposa en la casa de la cultura de ese bello municipio del Quindío.
Con todos los cansancios propios del tiempo cuando nos acercamos a la playa de la tranquilidad, con el sol oblicuo, vemos con mayor claridad los recuerdos, aparentemente porque es lo único que ya tenemos. La memoria remota es prodigiosa mientras la memoria cercana es frágil, como un mandato biológico para que revivamos constantemente las imágenes del pasado lejano. Mamá Alicia no ha caído en el olvido total y con ella he repasado durante horas, con precisión de reloj suizo, acontecimientos ocurridos hace más de 50 años, cuya descripción no cabe en este perfil de sus casi 99 años.
Sentada en su cama, tomándose el café mañanero pocos minutos después de despertarla y darle el abrazo diario cuando estoy en mi natal Armenia, veo su belleza impecable e inmutable. Y aunque no ríe ni llora por causa de su condición de neutralidad afectiva a la que ha llegado, siempre la percibo como una obra de arte hecha con delicadeza especial por un artista desconocido. Para que quienes la miremos, veamos en su simplicidad una expresión soñadora de la vida que emana el alma y el aroma de una época, el espíritu de una generación de verdaderos guerreros del camino.
Cuando me devuelve el pocillo cafetero, la abrazo de nuevo con fuerza, la cobijo despacio y salgo lentamente de su habitación.
-Es la tarde de la vida, tan cercana de la noche sin mañana.




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