lunes, 25 de noviembre de 2019

Viaje a la “Costa Azul”, refugio de las heridas en la sombra de la Esperanza

Oh!, cuánto deseamos subir hasta la laguna de La Cocha, ese espacio maravilloso que el río les regaló a los habitantes de esta zona en una caprichosa entrada tormentosa y una salida cuidadosa dejando sus aguas embarradas  para siempre…una gran “cocha” de barro, convertida en un singular hábitat de muchas especies.

Sobre los cerros y hondonadas que muestran la decadencia de la cordillera oriental en su transición a los bosques de la Amazonia, el sol lanza sus llamas fulgurantes de las 11 de la mañana que castigan nuestra sensibilidad desfallecida, pero el presentimiento de un divertido día de campo por la diversidad geográfica de la llamada “Costa Azul” del Caquetá, nos alienta y nos arrulla. Me acompañan los profesores Jorge Reinel Pulecio y Humberto Molina.
Después de los torrentes de brisa que entran por las ventanas del vehículo y coronando un leve ascenso en el sitio Tres Esquinas, aparece Morelia, entre un hueco, como una mancha multicolor regada sobre el inmenso tapete verde y a medida que avanzamos sentimos el rumor del río Bodoquero, famoso por ser el escenario del ya tradicional Festival de Verano, que reúne  cada año a miles de caqueteños y turistas de distintos lugares del país.
Y entrando, ahí en su parque principal, el enorme pirarucú artístico y el natural que vive en el estanque de la plaza, que son, junto con las empanadas, el símbolo de ese municipio, una decoración natural, con sus ojos altivos y su boca que es una cavidad profunda en donde a veces este pez guarda sus crías, son una decoración de ensueño, igualmente famosa entre muchos colombianos.
Pocos kilómetros más adelante y siempre entre la simpatía de la gente y el verdor de la potrerización, nos encontramos con los ríos Sarabando y Pescado,  ingredientes que confirman la sentencia según la cual el Caquetá es agua y biodiversidad. Y en la entrada del municipio, como guardián de sus tradiciones, de sus riquezas hídricas, y ahora de sus esperanzas de Paz, el escultor caqueteño, oriundo de esa población, Emiro Garzón, puso su “Último Andaquí”, de notorio colorido, como para recordar que, según versiones históricas, los primeros pobladores de Belén hablaban alemán, tenían tez color zapote, ojos azules y eran bastante acuerpados. Con sus manos y brazos enormes, levantados, simboliza la persistencia de la lucha Andaquí que no se dejó doblegar por ninguna de las circunstancias que la han afligido.
Y a pocos metros del parque principal, el mismo en el que se reunieron sus habitantes para detener un asalto de las FARC al puesto de policía hace algunos años, está el museo del profesor Eulises Santanilla y su familia, un proyecto que superó los cálculos iniciales y de a poco se convirtió en el centro de la formación, de la información y del cultivo de las hasta entonces silenciosas tradiciones regionales. El silencio inmutable que le sigue a la muerte de los grandes hechos y de sus personajes fue interrumpido por La PRAFA, como se le conoce -una sigla de Proyecto Familiar Ambiental- que surgió en el 2002 para “destacar que la educación es base fundamental de superación personal en todas sus dimensiones, que permite a las personas actuar en forma comprometida y responsable”.
Se acondicionaron diferentes espacios y se instalaron distintos objetos antiguos, todos asociados a la memoria del municipio y de la familia, con tanta cercanía que al ingresar al patio y subir por las escaleras al segundo piso, los recuerdos nos remontan a épocas no muy distantes pero también nos dibujan una perspectiva imaginada del futuro cercano, del tiempo del posconflicto.
Y entonces, se ven las muchas mañanas y tardes que han caído sobre las máquinas de coser de  comienzos del siglo pasado o las hojas impresas por el mimeógrafo antes de que se pusiera triste; o los sudores de quienes labraron las obras de arte en piedra y hasta los gemidos de alegría del escultor belemita Emiro Garzón, algunas de cuyas obras también se puede apreciar en el taller de Eulises Santanilla.

Dejamos al municipio que un día se ganó el premio al nombre más hermoso de los pueblos de Colombia y con el brillo del sol espectacular, por las praderas de los ganaderos, encontrando grandes fuentes de agua al menos cada 10 kilómetros y con el azul difuso del cielo, llegamos a San José del Fragua, transformado en una población bulliciosa, de gente amable y con un espectacular malecón sobre el río que le da su nombre. Se me borró la imagen del pueblo solo y discreto que conservé desde mis visitas en la década de los años 80. Y también recordé sus días sin calma y sus noche sin sueño por cuenta del conflicto.
Nos movimos de manera febril por el malecón, obsesionados por la visión cercana del Fragua y hasta descendimos a su lecho, nos sentamos sobre sus piedras grandes y nos tomamos fotos con los ojos fijos en el caudal espumoso.
La tarde empezó a volverse lánguida, apuramos el almuerzo y nos enrrumbamos hacia el sitio soñado desde el comienzo: El Portal del Fragüita, un lugar en donde casi todos los caqueteños anhelan tener su foto para el perfil de las redes sociales. Aunque el rostro de la geografía caqueteña es encantador, la belleza extraña de este sitio es un embrujo cautivador en donde el río Fragüita se desliza suavemente por entre dos paredes casi perfectamente perpendiculares, salpicadas del verde de la esperanza, una hendidura labrada por la potencia de las aguas a lo largo de cientos de miles de años.
Pero, a mitad de camino, está la legendaria piedra del indio Apolinar. Apolinar Jacanamejoy, un indígena que fue mensajero de los sacerdotes capuchinos, fundador del poblado Yurayaco –Aguas claras-. La piedra, de 40 metros de diámetro y 28 de alto, está relacionada con la mitología de la etnia Inga, según la cual fue su sitio de adoración pues era el centro de la vida y en donde los taitas recargaban sus energías para la sanación de sus comunidades.
La tarde se iba y queríamos ver el crepúsculo en el río Caquetá. En El Dorado gemimos como lo hacen todos los pasajeros, ante el cadáver todavía de pie de la también mitológica y legendaria Ceiba, en cuyos brazos algunas parásitas se aferran a los últimos chorros de savia que circulan por los vasos de la gigante derrotada. De su histórico saludo de triunfo, la Ceiba pasó a ser un dolor silencioso, una advertencia de que es imposible vivir sin la muerte…y tal vez de que nada es real en la vida.
El cielo teñido de pinceladas rojas, naranja y violeta, y el sol como una lámpara votiva moribunda, marcando la línea de su despedida, nos dieron la bienvenida en el puerto principal de Curillo. Pero ese paisaje vespertino, esa fiesta de colores en el firmamento, reproducida y ampliada por las aguas del grandioso río Caquetá, me trajo imágenes que apenas son un recuerdo de la bonanza del plátano, la madera y el arroz, determinante de una etapa importante en la historia de este municipio, al que se le denominó como la “Costa de oro” del departamento, truncada por el auge de la coca, primero, y por la violencia, después.
Oh!, cuánto deseamos subir hasta la laguna de La Cocha, ese espacio maravilloso que el río les regaló a los habitantes de esta zona en una caprichosa entrada tormentosa y una salida cuidadosa dejando sus aguas embarradas  para siempre…una gran “cocha” de barro, convertida en un singular hábitat de muchas especies.
Curillo, Albania, San José, Belén de los Anadquíes y Morelia, la llamada “Costa Azul” del Caquetá, como muchos otros municipios, fue escenario importante del conflicto y en los últimos años de esa violencia, sus  territorios fueron ocupados por grupos paramilitares. Pero, de las lágrimas no queremos acordarnos, no queremos revivir la gran tristeza, nos oponemos a la exhumación del dolor y hoy, en las carreteras, en las ramas de los árboles, en sus ríos cristalinos y caudalosos, en las armonías de la naturaleza, entre la calma del paisaje, disfrutamos una primavera de promesas.
Hemos venido a olvidar, a renunciar a las cosas imposibles, a disfrutar la belleza, a redescubrir los parajes encantados ocultos o prohibidos por el conflicto porque, de nuevo, podemos poner los ojos sobre esos lugares imposibles hasta hace pocos años.
Regresando a Florencia, todavía seguían vivos en mi mente los resplandores de las últimas llamaradas de ese incendio lejano que presenciamos desde el muelle de Curillo y, del mismo modo, y revitalizado, el optimismo acerca del desarrollo de los acuerdos de Paz de la Habana.
Porque todos tenemos derecho al vuelo de la convivencia, al amparo de nuestras heridas en la sombra de la Esperanza.

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