viernes, 6 de marzo de 2015

Del tinto, a la tinta sangre




Itinerario de los caficultores en un país tocado por una insensata tendencia hacia la injusticia

Cuando la noche empezaba a tender sus alas sobre los guaduales y palos de café arábigo, mi mamá nos llamaba a la mesa larga, de tablas, en donde media hora antes habían comido 25 trabajadores, la mayoría recolectores de café y, antes de la frijolada, hacía una corta oración de agradecimiento por “el pan de este día”.

En verano, el sol se guardaba entre una llamarada y desde la finca se observaban las luces intermitentes de Armenia. En el horizonte se perfilaban las siluetas del alto de La línea. Un café humeante unía al grupo antes de las 8, en un ritual inaplazable, mientras una a una aparecían las estrellas como mariposas gigantes. Y, uno a uno, los labriegos iban soltando apuntes de su cotidianidad, reciente o lejana, de sus encuentros amorosos, de sus afanes en el surco, del drama de la jornada, de los “galones” de café recolectados, de la penuria para traerlos hasta la tolva, del chocolate derramado, del filo de su machete, del sombrero roto, de la culebra, del gusano “pollo”, de la arepa quemada, del caballo colorado, de la enjalma rota, de la muchacha de la cocina que todos los días le echaba dos carnes al desayuno, del encuentro con los guatines. (guaras, en otras regiones). Los más imaginativos mencionaban las peleas con el tigrillo y la danta y los más pequeños gozábamos con esas historias. Las mujeres cosían y hasta bordaban a la luz de las velas moribundas. Algunas se aventuraban a contar sus picardías, expuestas a los regaños de las mayores. Mis hermanos mostraban los trompos y las bolas de cristal ganadas en la escuela y yo mencionaba las carreras en la juega de “la lleva”, para distraer la atención de quienes me vieron en el rajadero de leña con la prima que llegó de Ulloa (Valle) al comienzo de la semana. Desde entonces, descubrí, quedé convencido de que todos tenemos una historia para contar.

Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron este retazo de Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Y de otros personajes que son componentes importantes de la cultura cafetera: el chofer del williz, el comprador de pasilla, que iba de finca en finca; la profesora de la escuela veredal, el negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.

Los descendientes de la cultura cafetera nacimos arraigados a la tierra, una raigambre cuya savia espiritual es la cotidianidad, la cercanía, la familiaridad, el amiguismo, el servicio, el buen humor, la sensualidad indescifrable y tenaz que, del mismo modo, complementan la cultura regional, su idiosincrasia.

Con el paso de los años, la ambición y el surgimiento de la política como administradora de la cultura pusieron una cadena invisible en el corazón de la humanidad para sujetar su desarrollo colectivo y propiciar el individualismo que brotó muy pronto, fracturó la familia y la sociedad y pulverizó los valores tradicionales de la cultura cafetera.

Ni la violencia de la década de los 50 logró desarticular la comunión de los pueblos cafeteros que sintieron en cada floración de sus palos, el reverdecimiento de sus ilusiones porque la esperanza siempre fue un mágico perfume que refrescó sus jornadas.

El narcotráfico, la violencia, la politiquería como elementos perturbadores de la realidad nacional en los últimos años, descompusieron los esquemas de funcionamiento social, invirtieron los valores, cambiaron el universo cultural de la gente y desviaron los recursos del Estado para la atención de las necesidades básicas de la población.

Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron este retazo de Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Y de otros personajes que son componentes importantes de la cultura cafetera: el chofer del williz, el comprador de pasilla, que iba de finca en finca; la profesora de la escuela veredal, el negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.




Anoche, en una finca de la vereda Golconda, de Armenia, muy cercana a aquella en donde viví de niño, cuando llamaron al tinto, un niño precoz me mostró la  mano cercenada de uno de los manifestantes del movimiento cafetero de Calarcá, que dibujó en una cartulina para pedirle explicaciones a su profesora. No me pude tomar el café y simplemente le dije al niño: no creo que tu profesora pueda explicarte lo de la mano.

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