martes, 24 de febrero de 2015

Cataño en Transmilenio



Solo, en medio del tumulto. Resignado ante el frío que sopla quemando. Atento a las palpitaciones del corazón que retumban en mis oídos, con una respiración de aire contaminado por los gases de los automóviles y por una cloaca gigante paralela a la avenida, espero impaciente la llegada del alimentador del transmilenio mientras observo las caras de tristeza y ansiedad  en ese grupo inquieto por el paso de los minutos.
Me asombro ante  la disputa feroz por el ingreso y, empujado, casi levantado por el grupo, caigo a una de las sillas del bus, que se pone en movimiento después de los sonidos intermitentes que anuncian el cierre de las puertas.
Es un retrato fiel del individualismo voraz que se asume como un instrumento de supervivencia en las grandes ciudades, en una clara deshonra de la organización social de la raza humana, en una apostasía colectiva contra la solidaridad. Es un espanto que se agita a medida que el automotor se sacude en los huecos de las vías y en los arranques de los semáforos.
En medio de esta anarquía y como movidos por un pánico general, los ocupantes se lanzan veloces a la plataforma para iniciar una nueva disputa: el acceso a los vagones de los buses articulados. Algunos tienen tarjetas, otros hacen cola para comprarlas, angustiados, cobijados y temblorosos como  Yo.
En el interior de la estación del portal norte siento un aire de devastación porque todo el mundo corre, nadie habla, pero la mayoría mira sus relojes y los tableros de las rutas en el horror de esa hora pico de la mañana. Es un apuro instintivo pero emblemático de la lucha por la supervivencia de un pueblo que no tiene tiempo para la reflexión.
Movidos por gestos espontáneos y con desconfianza mutua, los viajeros entran igualmente veloces a los vagones y aquellos que encuentran una silla vacía se sienten vencedores en ese fugaz momento, previo a las horas de desesperanza que siguen en su actividad cotidiana.
Me senté junto a una jovencita. Su belleza y agradable fragancia mañanera fueron un premio para este heroico triunfo presentido de obtener puesto entre 200 aspirantes que, como náufragos, se disputan las últimas opciones, los últimos palos, las últimas tablas. Que empujan y presionan ferozmente en busca de un lugar en el vagón que está a punto de arrancar.
La voz lenta y plana producida por el ingenio electrónico para manipular sonidos, anuncia las primeras paradas y el destino del gusano que avanza veloz por su carril exclusivo ante la mirada envidiosa de los cientos de conductores atascados en un embotellamiento monumental en la autopista norte. En cada estación se repite la disputa, un desembarco y una invasión colectiva ajena a los pasajeros que, sentados o de pie, sienten en su corazón la esclavitud de la rutina y algunos de ellos, como Yo, pensamos en los dictadores que se proclaman redentores o soñamos con algunos métodos para rescatar la Libertad, la justicia y la equidad. Y hasta nos reímos, solitarios, de las payasadas y manipulaciones mediáticas de los miembros del gobierno nacional y de toda la clase política.


A diferencia del  chofer del bus convencional, quien representa al trabajador multifuncional por las diversas operaciones que ejecuta de manera simultánea y por su procaz locuacidad, el conductor de transmilenio solo mueve su pie derecho, entre el acelerador y el freno, pues las máquinas son automáticas. Y su mano izquierda presiona un botón para la apertura y cierre de las puertas. Por reglamento, no puede hablar con los pasajeros y entonces es apenas una silueta representativa de la amarga automatización de nuestras vidas. Muchas personas piensan que las voces  robotizadas que anuncian las estaciones y próximos destinos, son las de los conductores imperturbables y elegantes que manejan esas larvas rojas que forman una gran mancha en calles y avenidas de la nevera bogotana.
Al desembarcarme en la estación de la calle 39, tuve un sentimiento combinado de asombro por la rapidez del viaje, y de soledad, cuando en lontananza, por la avenida Caracas hacia el sur, apenas pude distinguir el vivo color de esa oruga gigante y anillada en la mitad, que levanta multitudes sin convencerlas y las  riega en una expectoración crónica pero silenciosa.                                               En qué frío rincón del mundo estoy?, me pregunté al salir de la estación, pero no encontré retórica posible  porque el silencio y la soledad no son la vida…un minuto después, sentí un fresco alentador cuando vi la torre de RCN.

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