Solo, en medio del tumulto; resignado ante el frío que sopla quemando; atento a las palpitaciones del corazón que retumban en mis oídos; con una respiración sucia, de aire contaminado por los gases de los automóviles y por una cloaca gigante paralela a la avenida, espero impaciente la llegada del alimentador del Transmilenio mientras observo las caras de preocupación y ansiedad en ese grupo inquieto por el paso de los minutos.
Me asombro ante la disputa feroz por el ingreso y, empujado, casi levantado por el grupo, caigo a una de las sillas del bus, que se pone en movimiento después de los sonidos intermitentes que anuncian el cierre de las puertas.Es un retrato fiel del individualismo voraz que se asume como un instrumento de supervivencia en las grandes ciudades, en una clara deshonra de la organización social de la raza humana, en una apostasía colectiva contra la solidaridad. Es un espanto que se agita a medida que el automotor se sacude en los huecos de las vías y en los arranques de los semáforos.
En medio de esta anarquía y como movidos por un pánico general, los ocupantes se lanzan veloces a la plataforma para iniciar una nueva disputa: el acceso a los vagones de los buses articulados. Algunos tienen tarjetas, otros hacen cola para comprarlas, angustiados, cobijados y temblorosos.
En el interior de la estación del portal norte siento un aire de devastación porque todo el mundo corre, nadie habla, pero la mayoría mira sus relojes y los tableros de las rutas en el horror de esa hora pico de la mañana. Es un apuro instintivo pero emblemático de la lucha por la supervivencia de un pueblo que no tiene tiempo para la reflexión.
Movidos por gestos espontáneos y con desconfianza mutua, los viajeros entran igualmente veloces a los vagones y aquellos que encuentran una silla vacía se sienten vencedores en ese fugaz momento, previo a las horas de desesperanza que siguen en su actividad cotidiana.
Me senté junto a una jovencita. Su belleza y agradable fragancia mañanera fueron un premio para este heroico triunfo presentido de obtener puesto entre 200 aspirantes que, como náufragos, se disputan las últimas opciones, los últimos palos, las últimas tablas. Que empujan y presionan ferozmente en busca de un lugar en el vagón que está a punto de arrancar.
La voz lenta y plana producida por el ingenio electrónico para manipular sonidos, anuncia las primeras paradas y el destino del gusano que avanza veloz por su carril exclusivo ante la mirada envidiosa de los cientos de conductores atascados en un embotellamiento monumental en la autopista norte. En cada estación se repite la disputa, un vómito abrupto, un desembarco y una invasión colectiva ajena a los pasajeros que, sentados o de pie, sienten en su corazón la esclavitud de la rutina y algunos de ellos, como Yo, pensamos en los caudillos que se proclaman redentores, o soñamos con algunos métodos para construir, la justicia social, la equidad, el bienestar y la felicidad en un país que se preocupa mucho más por la piernas de algunos futbolistas que por sus necesidades insatisfechas, Y hasta nos reímos y dibujamos memes sobre las payasadas y manipulaciones mediáticas de toda la clase política. ¡Colombianadas!
A diferencia del chofer del bus convencional, quien
representa al trabajador multifuncional por las diversas operaciones que
ejecuta de manera simultánea con manos, pies, ojos y su procaz locuacidad, el conductor de Transmilenio solo mueve su pie derecho, entre el acelerador y el freno, pues
las máquinas son automáticas. Y su mano izquierda presiona un botón para la
apertura y cierre de las puertas. Por reglamento, no puede hablar con los
pasajeros y entonces es apenas una silueta representativa de la amarga y
creciente automatización de nuestras vidas. Muchas personas piensan que las
voces robotizadas que anuncian las estaciones y próximos destinos, son
las de los conductores imperturbables y elegantes que manejan esas larvas rojas
que forman una gran mancha en calles y avenidas de la nevera bogotana.
Los que sí echan mano de su capacidad multifuncional son los pasajeros que cuidan sus bolsillos, sus pertenencias, miran con recelo y miedo al vecino, mientras escuchan atentos los anuncios automáticos, se prenden con fuerza y con cuidado a la vez. Son momentos de tensión, pánico, insolidaridad; de soledad y ansiedad que viven los usuarios de este servicio público de transporte. Las mujeres sufren el doble pues, además de los robos de celulares principalamente y otros objetos, se han denunciado numerosos casos de acoso sexual y abusos reales en el interior de las vagones
Al desembarcarme en la estación "Corferias", tuve un sentimiento combinado de asombro y satisfacción por la rapidez del viaje, y de soledad cuando, a lo lejos, apenas pude distinguir el vivo color de esa oruga gigante y anillada, que levanta multitudes sin convencerlas y las riega en una expectoración crónica que se desvanece en las estaciones finales. ¿En qué frío rincón del mundo estamos?, le pregunté al paisa "Eusajo" al salir de la estación en medio de una llovizna suave, caminando hacia la Filbo 2025, pero no encontré retórica posible porque el silencio, la soledad y el temor no son la vida…tres minutos después, sentí un fresco alentador cuando vi la torre del Hilton Corferias.
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