Como un disfraz detrás del
cual esconden su verdadera identidad, su tragedia, sus dificultades, sus
frustraciones, sus trastornos, los haitianos se refugian en distintas prácticas
supersticiosas y la mayoría del pueblo interpreta sus problemas como un llamado
de los dioses.
Cegada por el miedo, sobre
las ruinas de sus antecesores, la gente prefiere el refugio protector de los
supuestos seres superiores a la visión real de su cotidianidad afectada por la
exclusión y la opresión. Engañados por los profetas del error, le coquetean a los
dioses, se aferran a Eros, desprecian a Marte y adoran a Melpómene, la diosa de
la tragedia.
La cosmovisión del pueblo
haitiano, sus percepciones, sus interpretaciones del mundo están construidas alrededor de la magia,
la superstición, la danza, y los dioses de sus ancestros africanos.
Los hechizos, los amarres,
los rezos, los trances, las invocaciones de todo tipo son los instrumentos para comunicarse
con supuestos seres superiores dotados de grandes poderes que les ayudan a
vencer todo tipo de males, presentes y futuros, y también acuden la magia negra, con la
que practican maleficios.
Son recursos desesperados
ante situaciones generales, como la pobreza, o específicas, como la enfermedad
de un ser querido, que se solicitan con profunda sumisión. Entonces, surgen los
intermediarios, “los especialistas” que aseguran tener los nexos suficientes
con los seres superiores para obtener los favores que las personas en problemas
demandan.
Con muy escasas excepciones,
todos los haitianos tiran la carreta en donde están montados los ídolos que
adoran y cada vez se observan mayores niveles de sometimiento y adoración, de
acuerdo con un análisis que conocí, elaborado por sociólogos de una
organización que lucha por la igualdad y el respeto de los derechos humanos en
este huerto de la desigualdad.
Podría decirse, que los
haitianos, que fueron los primeros en ganar la lucha por la emancipación, retrocedieron miles
de años y ahora son practicantes de una moderna forma de esclavitud, una esclavitud
voluntaria que con las cadenas de hierro con las que ha sido atada, hace coronas para ofrecerlas a sus amos. Y sus
amos se sienten orgullosos de quienes los adoran.
Una esclavitud lírica que le
canta a los tiranos, sin esperanzas de liberación, estremecidos por las
caricias de sus rituales, por el encantamiento de sus dioses y de sus
intermediarios.
En las calles sucias, entre
escombros, se ven las “guaguas” como garrapatas que avanzan lentamente
atestadas de gente, pero en todas ellas y en el 99% de los vetustos vehículos a
punto de desbaratarse, se ven letreros religiosos, que exaltan o invocan la
presencia de un ser superior. Avisos que son, incluso, más visibles que los
destinos, que las rutas, están pintados por todas partes como una propaganda
ambulante, como una etiqueta contra el dolor que les proporciona alivio a sus
penas.
Son expresiones que delatan
su miedo y que personalmente vi como manifestaciones de sus carencias, de la
falta de poder y de libertad, testimonios de su intensa desesperanza que se
niegan a reconocer, una impotencia que se transforma en soberbia y enojo con
los “blancos”.
Poco a poco, las expresiones
religiosas se mezclan con la magia y con distintas formas de hechicería a pesar
de los esfuerzos de los sacerdotes y pastores cristianos por frenar esa combinación. Y en
algunos casos, la iglesia católica acepta compartir escenarios en donde se
practican rituales asociados a las costumbres ancestrales de adoración.
El pueblo quiere ocultar su
miseria o, al menos, compartirla sin pudor en recintos consagrados y entonces
surgen las celebraciones a puerta cerrada hasta donde no puede llegar la
tragedia, pienso. Y surgen nuevos elementos como los tambores, los cantos, los
muñecos y en algunos casos, los huesos y los cráneos extraídos de los
cementerios de manera subrepticia.
El vuelo de sus almas hacia
lo ideal, los envuelve en una sublimidad radiosa ante el misterio omnipotente
de lo desconocido y de manera progresiva llegan los gritos que parecen llamar
algo escondido en las tinieblas. Sus almas se abren a las confidencias dolorosas,
se acaban los secretos y por efecto de bebidas alcohólicas y otros menjurjes
los practicantes se desdoblan y en muchos casos son objeto de distintos abusos y violaciones.
El misterio, la fatalidad
mortal de las prácticas mágicas de los haitianos tiene su máxima expresión en
el Vudú, una verdadera danza de la muerte, caracterizado por raros ademanes,
una simbiosis de brujería, magia banca y negra, biblia, alcohol y sangre, entre
otros.
La repetición mecánica hasta
el éxtasis, hasta los trances, cuando se llega a la comunión con los dioses invocados, una sucesión
de visiones extravagantes y la satisfacción de los pedidos, parece ser el
objetivo del Vudú que incluye la ingestión de alcohol y de sangre en ocasiones
excepcionales, bailes en círculo alrededor de un eje que puede ser una columna,
un poste, un tronco de árbol o un ataúd.
Las vueltas en círculo
parecen indicar que no tienen rumbo en sus vidas, pero sí mucho afán; la mezcla
de atuendos, flores, belleza y juventud de algunos participantes seleccionados
previamente como “principiantes”, podría ser señal de que buscan en el otro
algo que no tienen.
Algunos invitados gozan del
espectáculo, sin intervenir directamente, cuando se trata de ceremonias
demostrativas, por lo cual cobran hasta 100 dólares. Durante las ceremonias
reales se ofrecen espacios para la purificación, para el bautismo de los hijos
y para la iniciación de la condición de personas “posesas” que ordinariamente
presentan peticiones especiales porque de conformidad con la creencia, los
espíritus tienen la facultad de hacer curaciones de todo tipo de enfermedades.
Las muñecas con alfileres y
los rituales con velas de cera negra, acentúan la magia, son un componente
sexual que se multiplica progresivamente hasta alcanzar niveles orgiásticos
entre los participantes. Aquellos que pierden el sentido, los realmente
posesos, son conducidos a los antros dispuestos previamente, en donde se vive
una clara prostitución, una orgía entre sacerdotes, sacerdotisas, posesos,
auxiliares y “dioses” aparecidos tras la invocación.
La música, la danza y el
alcohol son simplemente elementos accesorios superpuestos para esconder los intereses
sexuales, mientras que el baile, los símbolos sexuales visibles y el alcohol son factores
desencadenantes de la posesión.
Con todo, el Vudú fue la
mecha detonadora de la gran emancipación esclavista de Haití, indican algunos
ensayos sobre el tema. Del mismo modo, los misioneros gringos que llegaron
durante la ocupación americana de 1915-34, persiguieron violentamente las
prácticas del Vudú porque “se trataba de una idolatría salvaje”. Con ese
argumento divino, expulsaron a los propietarios históricos, les derribaron sus
casas y templos e incendiaron pueblos enteros.
Desde entonces, la muerte,
el terror, la miseria, la exclusión cayeron sobre este pueblo que
definitivamente maduró para el dolor y estrangularon sus palabras para la
protesta.
Hoy, USA mira con desprecio
a ese pueblo y refuerza constantemente sus mitos y creencias fantasmagóricas
para asegurar la vigencia de la nueva esclavitud con la siembra del
conformismo, del miedo y de la resignación, aplastado como una cucaracha y
anestesiado.
Para aplazar indefinidamente
el surgimiento del poder de la lucha.
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