jueves, 19 de enero de 2017

Magia haitiana, refuerzo constante de la resignación


Como un disfraz detrás del cual esconden su verdadera identidad, su tragedia, sus dificultades, sus frustraciones, sus trastornos, los haitianos se refugian en distintas prácticas supersticiosas y la mayoría del pueblo interpreta sus problemas como un llamado de los dioses.
Cegada por el miedo, sobre las ruinas de sus antecesores, la gente prefiere el refugio protector de los supuestos seres superiores a la visión real de su cotidianidad afectada por la exclusión y la opresión. Engañados por los profetas del error, le coquetean a los dioses, se aferran a Eros, desprecian a Marte y adoran a Melpómene, la diosa de la tragedia.
La cosmovisión del pueblo haitiano, sus percepciones, sus interpretaciones  del mundo están construidas alrededor de la magia, la superstición, la danza, y los dioses de sus ancestros africanos.
Los hechizos, los amarres, los rezos, los trances, las invocaciones de todo tipo son los instrumentos para comunicarse con supuestos seres superiores dotados de grandes poderes que les ayudan a vencer todo tipo de males, presentes y futuros, y también acuden la magia negra, con la que  practican maleficios.
Son recursos desesperados ante situaciones generales, como la pobreza, o específicas, como la enfermedad de un ser querido, que se solicitan con profunda sumisión. Entonces, surgen los intermediarios, “los especialistas” que aseguran tener los nexos suficientes con los seres superiores para obtener los favores que las personas en problemas demandan.

Con muy escasas excepciones, todos los haitianos tiran la carreta en donde están montados los ídolos que adoran y cada vez se observan mayores niveles de sometimiento y adoración, de acuerdo con un análisis que conocí, elaborado por sociólogos de una organización que lucha por la igualdad y el respeto de los derechos humanos en este huerto de la desigualdad.
Podría decirse, que los haitianos, que fueron los primeros en ganar la lucha por la emancipación, retrocedieron miles de años y ahora son practicantes de una moderna forma de esclavitud, una esclavitud voluntaria que con las cadenas de hierro con las que ha sido atada,  hace coronas para ofrecerlas a sus amos. Y sus amos se sienten orgullosos de quienes los adoran. 
Una esclavitud lírica que le canta a los tiranos, sin esperanzas de liberación, estremecidos por las caricias de sus rituales, por el encantamiento de sus dioses y de sus intermediarios.
En las calles sucias, entre escombros, se ven las “guaguas” como garrapatas que avanzan lentamente atestadas de gente, pero en todas ellas y en el 99% de los vetustos vehículos a punto de desbaratarse, se ven letreros religiosos, que exaltan o invocan la presencia de un ser superior. Avisos que son, incluso, más visibles que los destinos, que las rutas, están pintados por todas partes como una propaganda ambulante, como una etiqueta contra el dolor que les proporciona alivio a sus penas.

Son expresiones que delatan su miedo y que personalmente vi como manifestaciones de sus carencias, de la falta de poder y de libertad, testimonios de su intensa desesperanza que se niegan a reconocer, una impotencia que se transforma en soberbia y enojo con los “blancos”.
Poco a poco, las expresiones religiosas se mezclan con la magia y con distintas formas de hechicería a pesar de los esfuerzos de los sacerdotes y pastores cristianos por frenar esa combinación. Y en algunos casos, la iglesia católica acepta compartir escenarios en donde se practican rituales asociados a las costumbres ancestrales de adoración.
El pueblo quiere ocultar su miseria o, al menos, compartirla sin pudor en recintos consagrados y entonces surgen las celebraciones a puerta cerrada hasta donde no puede llegar la tragedia, pienso. Y surgen nuevos elementos como los tambores, los cantos, los muñecos y en algunos casos, los huesos y los cráneos extraídos de los cementerios de manera subrepticia.
El vuelo de sus almas hacia lo ideal, los envuelve en una sublimidad radiosa ante el misterio omnipotente de lo desconocido y de manera progresiva llegan los gritos que parecen llamar algo escondido en las tinieblas. Sus almas se abren a las confidencias dolorosas, se acaban los secretos y por efecto de bebidas alcohólicas y otros menjurjes los practicantes se desdoblan y en muchos casos son objeto de distintos abusos y violaciones.
El misterio, la fatalidad mortal de las prácticas mágicas de los haitianos tiene su máxima expresión en el Vudú, una verdadera danza de la muerte, caracterizado por raros ademanes, una simbiosis de brujería, magia banca y negra, biblia, alcohol y sangre, entre otros.
La repetición mecánica hasta el éxtasis, hasta los trances, cuando se llega a la comunión con los dioses invocados, una sucesión de visiones extravagantes y la satisfacción de los pedidos, parece ser el objetivo del Vudú que incluye la ingestión de alcohol y de sangre en ocasiones excepcionales, bailes en círculo alrededor de un eje que puede ser una columna, un poste, un tronco de árbol o un ataúd.

Las vueltas en círculo parecen indicar que no tienen rumbo en sus vidas, pero sí mucho afán; la mezcla de atuendos, flores, belleza y juventud de algunos participantes seleccionados previamente como “principiantes”, podría ser señal de que buscan en el otro algo que no tienen.
Algunos invitados gozan del espectáculo, sin intervenir directamente, cuando se trata de ceremonias demostrativas, por lo cual cobran hasta 100 dólares. Durante las ceremonias reales se ofrecen espacios para la purificación, para el bautismo de los hijos y para la iniciación de la condición de personas “posesas” que ordinariamente presentan peticiones especiales porque de conformidad con la creencia, los espíritus tienen la facultad de hacer curaciones de todo tipo de enfermedades.
Las muñecas con alfileres y los rituales con velas de cera negra, acentúan la magia, son un componente sexual que se multiplica progresivamente hasta alcanzar niveles orgiásticos entre los participantes. Aquellos que pierden el sentido, los realmente posesos, son conducidos a los antros dispuestos previamente, en donde se vive una clara prostitución, una orgía entre sacerdotes, sacerdotisas, posesos, auxiliares y “dioses” aparecidos tras la invocación.
La música, la danza y el alcohol son simplemente elementos accesorios superpuestos para esconder los intereses sexuales, mientras que el baile, los símbolos sexuales visibles y el alcohol son factores desencadenantes de la posesión.
Con todo, el Vudú fue la mecha detonadora de la gran emancipación esclavista de Haití, indican algunos ensayos sobre el tema. Del mismo modo, los misioneros gringos que llegaron durante la ocupación americana de 1915-34, persiguieron violentamente las prácticas del Vudú porque “se trataba de una idolatría salvaje”. Con ese argumento divino, expulsaron a los propietarios históricos, les derribaron sus casas y templos e incendiaron pueblos enteros.
Desde entonces, la muerte, el terror, la miseria, la exclusión cayeron sobre este pueblo que definitivamente maduró para el dolor y estrangularon sus palabras para la protesta.
Hoy, USA mira con desprecio a ese pueblo y refuerza constantemente sus mitos y creencias fantasmagóricas para asegurar la vigencia de la nueva esclavitud con la siembra del conformismo, del miedo y de la resignación, aplastado como una cucaracha y anestesiado.
Para aplazar indefinidamente el surgimiento del poder de la lucha.





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