La historia de Puerto
Príncipe, la capital haitiana, está asociada, como la de todo el país, al
engaño, al despojo y a la violencia. Los historiadores mencionan que con la
llegada de los españoles, los Amerindios que vivían en la región fueron
obligados a convertirse en protectorado y una de sus descendientes, llamada
Anacona, fue ahorcada por los españoles después de haber sobrevivido a un
atentado. Los españoles fueron expulsados por los filibusteros franceses y poco
a poco se consolidó como una colonia francesa.
Pero también el país tiene
una historia de lucha. La revolución haitiana (1791-1804) fue el primer
movimiento revolucionario de América Latina y culminó en la abolición de la
esclavitud en la colonia francesa de Saint-Domingue y la proclamación del
Primer imperio de Haití. Fue la primera y única rebelión de esclavos exitosa de
la historia, además de ser una de las revoluciones más radicales.
La historia del pueblo
haitiano es una ola de dolor y de tormento, de tristeza y melancolía con
ligeras crestas de lucha que se desvanecen por años, durante los cuales reviven
las humillaciones y se pierden las esperanzas.
El violento terremoto del 12
de enero de 2010 agravó la crisis del pueblo más pobre de América, con sus más
de 300 mil muertos y varios millones de damnificados. La fraternidad derivada
del dolor acercó a las almas desnudas, renacieron sus corazones y con las
ayudas internacionales comenzó un proceso de reconstrucción que 11 años después
deja ver a una ciudad recuperada moralmente, con las cicatrices de su
infraestructura todavía abiertas. Y en el 2016, el huracán Mathew dispersó las
esperanzas de bienestar.
Inquietos por
presentimientos oscuros sobre sus proyectos de vida, sin explicaciones sobre
los efectos de las fuerzas misteriosas empujadas por el destino que también es
selectivo porque golpeó casi exclusivamente a los sectores populares, sus
habitantes quedaron como en la boca de una fiera, tendidos en el abismo de sus
mandíbulas. Pero distintas organizaciones de muchos países se unieron para
ayudar, para iniciar el proceso de reconstrucción, principalmente de escuelas,
centros de salud y albergues para los cientos de miles de personas que lo
perdieron todo.
Desde el 2010, cada 12 de enero, se cumplen
distintos actos para recordar a las víctimas y para evaluar las tareas de reconstrucción y estabilización de
los sobrevivientes, aquí en Puerto Príncipe. De acuerdo con los balances, las
escuelas son el mayor ejemplo de renacimiento, muchas de ellas se iniciaron
debajo de puentes o en una carpa de las miles que se levantaron en la ciudad.
Superada la fase de
emergencia, dijo una dirigente de Cáritas Internacional, “se ha trabajado en el
acompañamiento psicosocial, en la resurrección del sentimiento de los haitianos
como personas”.
La escuela Nacional de Artes
y Oficios, lugar en donde fueron inhumados los cadáveres de 200 niños que se
encontraban en clase en el momento del terremoto, es el principal escenario de
los actos conmemorativos del duelo nacional.
El acto fue presidido por
distintos jerarcas de las iglesias y las principales intervenciones hicieron
énfasis en el carácter transitorio de la vida terrenal y su fragilidad frente a
los fenómenos de la naturaleza.
Aunque muchas personas viven
todavía en campos de desplazados, en muchos casos los albergues han
evolucionado a barrios, semejantes a las zonas de invasión en Colombia, con las
privaciones que las caracterizan, sin agua, ni energía, ni escuelas, ni puestos
de salud y sí con mucha miseria, basuras y desnutrición.
El ritmo lento de las olas
del mar verdoso empuja con frecuencia restos humanos, mezclados con las basuras
y los envases plásticos que nadie recicla. A pesar del entorno triste y
desolado, Puerto Príncipe está lejos de las imágenes que pintan algunos
relatores o enviados especiales de numerosos Medios de comunicación.
No es cierto, por ejemplo,
que la gente se disputa ferozmente una botella de agua, ni que las adolescentes
se prostituyen por un pan, como lo leí recientemente. Y mucho menos, que la ciudad padezca una epidemia de cólera. La única cólera que percibimos fue la derivada de la opresión y el desencanto, a lo que tal vez se refieren los informes periodísticos. La palabra cólera es polisémica. Son descripciones
crueles, suposiciones no motivadas, surgidas del afán por crear momentos
espectaculares que conforman el morbo informativo moderno.
Evidentemente, la ciudad
está en crisis aguda, no solo por causa del terremoto y de los huracanes, sino
por otros fenómenos como la corrupción y, básicamente, por la indiferencia de
las grandes potencias y de los magnates internacionales que prefieren un país
conformista en la perspectiva de poner en marcha aquí proyectos que utilizan
la mano de obra barata, derivada de sus precarias condiciones, de su pobreza.
Es, además, la capital de un país de vergüenza y de oprobio, de discriminación
por la muralla social que con sus exclusiones asesinas devuelve a los hombres
al primitivismo y le oprimen su corazón.
En la zona céntrica son numerosos,
del mismo modo, los edificios y casas en
construcción y en un sector periférico se levantaron miles de apartamentos
pequeños para los damnificados, en un conjunto denominado Canaán.
Las expresiones del dolor se
apaciguan en los sectores residenciales y en su recorrido no se perciben
señales de destrucción sino de bienestar, de progreso, con avenidas y edificios por donde no pasó la
onda del terremoto. Uno de los más representativos es “Petion Ville”, en la que ya es posible disfrutar de una vida
nocturna con aceptables ofertas para practicar la salsa o el merengue, así como excelentes restaurantes que cobran a 20 dólares el almuerzo.
Muy cerca del exclusivo
sector de Petion Ville, se yergue “Le
quartier la Jalousie”, o el barrio Celoso, construido sobre una montaña rocosa
y que desde lejos se ve como el teclado gigante de una vieja máquina de
escribir, algo semejante a las comunas de Medellín pero de mayor tamaño, un
sector de clase media, cuyas construcciones no sufrieron daños. Es como la reserva
arquitectónica de la ciudad, es un armonioso dibujo lleno de colores que
también se parece a un enorme rompecabezas. En su cúspide, se levantan
edificios y casas-quintas de los estratos altos.
Los más famosos monumentos
de Haití son el Palacio de Sans Souci y la Ciudadela, inscritos como lugares de
Patrimonio de la Humanidad en 1982. Situado al norte del Macizo de la Hotte, en
uno de los parques nacionales de Haití, la estructura data de comienzos del
siglo XIX.
La edificación fue una de
las primeras en ser construidas tras la independencia haitiana de Francia.
Jacmel, la ciudad colonial que se encontraba en trámites para convertirse en
otro lugar Patrimonio de la Humanidad, quedó seriamente dañada a consecuencia
del terremoto.
Recorrimos 75 kms en busca
de la cascada sagrada Saut d'Eau, Salto
del agua, a donde concurren miles de haitianos, algunos con velas y cuencos de
calabazas con ofrendas de carne de cabra,
en un peregrinaje para bañarse y orar por todo tipo de cuestiones, desde
una buena cosecha hasta por el fin de la crónica disfunción política en Haití.
Pero llegamos fuera de
tiempo pues la peregrinación, una mezcla
de vudú y fe cristiana, durante la cual los participantes frotan sus cuerpos
con jabón y hojas aromáticas, muchos de ellos desnudos, se realiza entre el 14
y el 20 de julio cada año.
Y solo allí, y no en las calles de Puerto Príncipe, en el
sector rural, observamos el desfile de niños y adultos con sus “timbos” de agua
que recogen lejos de sus viviendas, como aseguraron algunos despachos de prensa
que leí antes de la expedición Diario Verde Caquetá.
Durante nuestra travesía, por
tierra, desde Santo Domingo al Cabo Haitiano y desde Puerto Príncipe a Santo
Domingo, al cruzar la frontera entre los dos países, presenciamos una curiosa y
singular actividad por parte de las azafatas de los autobuses. Son ellas
quienes, con los pasaportes de los pasajeros en mano, ingresan a las oficinas
de migración de los dos países y prácticamente le ordenan a los funcionarios
los procedimientos respectivos. Desaparece el odio latente entre la gente de
los dos países y le bajan el perfil de pájaros huraños que tienen algunos
agentes apostados en las afueras de los centros de atención de los migrantes.
Serenas, con su dialecto
formidable, simpáticas, las azafatas lo hacen todo, menos poner el sello en los
pasaportes. Y al contrario de lo que ocurre en Colombia, ellas no reparten los
alimentos ni las bebidas a los pasajeros, tarea que cumplen los empleados del
restaurante en donde la empresa transportadora los adquiere.
Es la hora triste del
poniente, pero también es la hora del ocaso de la vida, entrando al pórtico de
la vejez, más allá del cual se extienden las horas apacibles de los últimos años.
Pero nos van quedando las inolvidables imágenes de estos encuentros con la
naturaleza y con la verdad histórica de estos pueblos que cuentan el origen de
sus tristezas y de sus oprobios.
Me gusto toda la información y las fotos.
ResponderEliminarBuen trabajo :)