Cuando el pequeño jet stream
despegó del aeropuerto ‘Hugo Chávez’, de Cabo Haitiano, tuve una sensación de
alivio del dolor que me produjeron la
desigualdad, la opresión, la pobreza, el pantano y las basuras que golpean a
sus habitantes.
Pero cuando ascendimos, vi,
agrandada, la mano tendida de sus habitantes hacia la muerte y florecieron en
mi alma el enojo y la incomprensión por tanta miseria y desolación. Las
imágenes aisladas del desastre se juntaron y vi la ciudad como un rompecabezas
gigante armado a lo largo del mar cobrizo, sus playas sucias, humeantes y en
contorsiones como una serpiente ‘toreada’.
De manera deliberada aparté
la vista de ese jardín de muerte e injusticia, abrí mi libreta de apuntes y
taché las notas que ayer quedaron plasmadas en uno de mis relatos anteriores.
Pasé la página y me aparte de ese volcán dormido de la exclusión, de la
maldición, de la desesperanza.
La tarde estaba soleada y en
el horizonte se veía un color atornasolado, un conglomerado de rayos
amarillentos. Abajo un cordón de cordillera pasaba lento, con sus picos y
hondonadas, que pintaban un columpio árido, con poca presencia de
construcciones y unas pocas carreteras.
Los rayos del sol reflejados
por los techos de zinc semejaban estrellas intermitentes, luciérnagas y
lámparas potentes. El piloto anunció que ya volábamos sobre Puerto Príncipe y
entonces vi una ciudad larga construida sobre una extensa sabana interrumpida en un lado por la
cordillera erosionada, invadida por miles de viviendas, y por el otro, un lago
inmenso. La fiesta de los colores se hizo más sensible a medida que
descendíamos y entonces sentí en el alma el recuerdo de los 300 mil muertos del
terremoto que sacudió este país hace justamente 11 años.
Una falsa simpatía de los
taxistas que esperan y se disputan como caimanes a los turistas en el aeropuerto
internacional, nos sedujo y resultamos montados en un
descuidado Toyota de alta gama, en donde su conductor se descobijó y nos dijo
en un mal francés que el servicio costaba 30 dólares americanos hasta el hotel
reservado previamente. Aunque la barrera del lenguaje es evidente, se palpa una
actitud de desprecio, tal vez de rabia, hacia los turistas, que son su fuente
más importante de ingresos. Estábamos tranquilos pero personalmente Yo perdí la
serenidad al ver que fuimos engañados, atrapados por una persona que además no
estaba satisfecha por su cacería.
Desde ese momento y durante
nuestra permanencia en esta capital, experimentamos una seguidilla de
desprecios, convertidos en odio contra los “blancos”, a quienes responsabilizan
de sus tristezas. En la calle nos gritaron, nos expulsaron de algunos sitios
mientras no tuviéramos dinero para darles por una respuesta y por una
fotografía.
En el fondo, se percibe a un
conglomerado que siente odio por los “blancos”, como responsables de la
maldición que hizo desaparecer la igualdad de los pueblos, el amor y la
solidaridad. Pero, no obstante, su animadversión no pasa las fronteras de los
gritos y en ningún caso fuimos agredidos físicamente. Este conflicto se acentúa
por causa del lenguaje. Todos se comunican en Creole y muy pocos saben francés. Jorge Enrique Sánchez, mi compañero de expedición, me dejó solo por algunos minutos y entonces comprobé lo mal que estoy en el manejo del francés y del inglés. Hice un gran esfuerzo y me acordé de algunas ´palabras que le aprendí al sacerdote Leonardo Tobón cuando en bachillerato daban clases de ese idioma.
Un día después de nuestra
llegada, encontramos a un taxista francoparlante y le pedimos que nos hiciera
un recorrido por los sitios más emblemáticos de la ciudad y en el camino
logramos construir un nexo de amistad. Le sacamos una sonrisa y a través suyo
supimos que mientras estés acompañado de un haitiano, se evidencia una notoria
disminución de la beligerancia hacia el extranjero. Ese conocimiento nos
permitió acceder a personas que se dejaron fotografiar -pero siempre a cambio
de dinero- y mejoraron las condiciones de nuestro trabajo en entornos muy
concurridos.
Durante nuestros numerosos
recorridos por la ciudad y por algunos sectores rurales a 75 kms del casco
urbano, no vimos gente de otras razas y colores sino en los hoteles en donde estuvimos
alojados. Fuimos vistos siempre como ‘moscos en un vaso de leche’, pero a la
inversa.
Acompañados de uno de los
suyos, los niños nos rodearon, principalmente cuando volamos el drone ‘Pajarito’
y siempre pidieron dinero: ‘one dólar`, reclaman siempre. El cambio a moneda
local es de 66-67-68 gourdes, el peso haitiano, por un billete verde.
Un haitiano normal -normal
es ser muy pobre- necesita 500 gourdes para su comida si tiene 3 hijos, y debe
pagar otros 500 de arriendo. Entre hacer mandados, acarrear canastos y bultos, vender
chucherías y comestibles un hombre del común, una mujer o un niño, se levantan 300
gourdes diarios…pero a veces, no consiguen ni uno.
El algunos sectores de la
ciudad, principalmente en los alrededores del Palacio Nacional, se ven personas
salvadas de la tempestad de la miseria y en términos generales se observa una
ciudad en vía de recuperación tras los azotes del terremoto y del huracán “Mathew”
y es evidente que el país ha sido estigmatizado por los grandes Medios, que
acosados por su amarillismo, por la voluptuosidad del dolor se empeñan en
mostrar solo su pobreza y su atraso, con periodistas y camarógrafos que caminan
de espaldas a la realidad. Y otros, que se divierten con las lágrimas de los
haitianos, sin atreverse a señalar a las grandes potencias, a las oligarquías
de todo el mundo que han levantado un velo con los jirones de la tragedia
haitiana.
Las crónicas y ensayos que
he leído sobre Haití están relacionados, en su mayoría, con el terremoto, con
el huracán Mathew, con los golpes de Estado, con el hambre, la miseria, la
corrupción, los despojos, las exclusiones. Son pocos los trabajos orientados a
mostrar su recuperación, sus esfuerzos, su lucha para sobrevivir en este país
considerado como el más pobre de la
región, así como las expresiones de grupos aislados pero importantes en la
lucha por su reconocimiento, por la igualdad, contra la corrupción que le pone
barreras al progreso; por el cuidado y mejoramiento del medio ambiente, por la
obtención de mejores condiciones de vida en general para la población.
En los sectores deprimidos,
no funcionan almacenes ni restaurantes y la gente toma sus comidas en ventas
ambulantes y estacionarias de comidas, caldos, frutas y café. En los contornos
de las plazas de mercado se observa, como en Cabo Haitiano, a numerosas
personas que, con la habilidad de un gallo tuerto en un basurero, se rebuscan
prendas de vestir y zapatos en montañas húmedas de ropa y otros elementos.
Solo en un área relativamente
pequeña vimos señales visibles de los estragos del terremoto, entre las cuales
la más notoria es la catedral, como un símbolo, como el alma y el trofeo de la
tremenda sacudida del 12 de enero de 2010. Es como un grito vivo, un eco de las
voces de los más de 300 mil muertos, de los huérfanos, de los damnificados. Una
mole desfigurada en homenaje de las fuerzas ocultas y hostiles de la naturaleza. Alejándonos del conglomerado
miserable que vive en ascuas bajo el sol, sin ambiciones, el destierro
en la
propia patria, libres de las presiones, de las miradas amenazantes, del vértigo
de las basuras, el mugre y la desorganización absoluta, encontramos unas calles
menos mugrosas por las que circulan vehículos destartalados, viejas camionetas
Luv 2300 y mazdas enmohecidas, a las que se le adecúan jaulas para el
transporte humano. Ah,y cientos de motos, en las que se movilizan hasta 4 personas, sin casco, ni chaleco...ni licencia de conducción.
La anarquía es total, el
dolor se mueve con lentitud en una perspectiva de la antigüedad vehicular,
aparecen otras “guaguas” más grandes y uno que otro carro particular con sus
avisos de “taxis” que cargan a la gente a bajos precios pero que los
multiplican cuando se trata de un extranjero. Adentro de los carros vetustos,
los pasajeros gesticulan, algunos se ríen y algunos mantienen la indiferencia
de un gato subido en un árbol que se lame sus testículos mientras un perro le
ladra desesperado por la impotencia.
Y si avanzamos en dirección
a la “otra ciudad” encontramos muchos edificios y casas en construcción, pero
con sin obreros, con la actividad paralizada. El más representativo de esta
condición de suspensión de las obras a medio camino es el edificio del
ministerio de Economía y Finanzas, una mole de al menos 15 pisos, templo del
abandono oficial o quizás como producto de la corrupción. Pero a todo momento,
encontramos los rostros místicos que
miran hacia adentro, en gestos contemplativos de la triste realidad y algunos semovientes
humanos que recogen colillas y reclaman dinero a los transeúntes.
Las “guaguas” formales que
tienen rutas asignadas a los barrios y poblados cercanos se parecen a las
garrapatas pues, además de la forma extraña que les da la carrocería, las
saturan de raros adminículos supuestamente de adorno, o “gallos” como les dicen
los motoristas en Colombia. Y como los ácaros repletos de sangre, esas “guaguas”
adquieren también una forma ovalada, tal vez por la ingestión de pasajeros.
Al tumulto del día sucede el
silencio.nocturno, cuando al final de la jornada se aviva el desprecio porque
para la gente humilde de Haití no hay otro sueño que el espanto de sus visiones
y el temor del día siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario