Solitario, en el aeropuerto
de Punta Cana, absorto, pero sintiendo los síntomas de la grandeza y la
felicidad tras el recorrido de 2 semanas por la isla La Española, siento crecer
los sonidos de una fanfarria triunfadora que reverberan en mi alma sensitiva.
Las almas tristes de los haitianos,
deformadas por el yugo de la desigualdad, una tristeza resignada y fundida con
la desesperanza, en contraste con la alegría casi sensual de los dominicanos,
que se percibe con toda intensidad en su paraíso, en la joya de su corona
turística, Punta Cana.
El dolor enardecido de los
habitantes de Cabo Haitiano, con sus amaneceres pálidos, el sol de medio día
que saca los olores putrefactos de los promontorios de basuras y el atardecer
triste y desolado a la orilla del mar, cuyas olas inquietas mueren entre el
fango y los desechos.
La armonía de los dominicanos,
con su simpatía galopante, sus canciones como mariposas de colores y sus mujeres
expuestas como lirios del jardín antillano a disposición del tumulto
turístico. Punta Cana es el patio de recreo de las más rancias oligarquías del
planeta.
El dolor y la maldición de
los haitianos les quitan el deseo de hablar y un sentimiento de indiferencia,
casi odio, los hace renunciar a la
palabra con el “blanco”, con lo cual se alarga la distancia, de hecho alterada
por la brecha del lenguaje. En esa onda del silencio, pierden no solo el
turista sino también los nativos que no pueden hacer visible su fatalidad.
La atmósfera de sueños en
sus playas, en sus campos, en sus ciudades, en sus espíritus; con el azul
turquesa limpio e infinito del cielo, los dominicanos disfrutan la plenitud de
su entorno, de sus riquezas, de su sol, supervalorados por el turismo
internacional.
Mi alma rebelde se apacigua
y mi espíritu obsesionado por la viruela del ensueño se recrea en un gran
paréntesis del dolor que ha vivido Colombia por causa de la violencia.
Solo, en medio del tumulto
de este aeropuerto internacional de Punta Cana, recuerdo que Haití fue el
primer país que ganó la batalla por la emancipación, por la abolición de la esclavitud,
pero las nuevas generaciones parecen haber renunciado a sus ideales históricos
y la derrota es aceptada con resignación, estimulada por los pregoneros del conformismo
y del ilusionismo, una verdadera plaga en este país.
En cada cuadra hay una iglesia
que pregona “el sufrimiento en esta vida para alcanzar la felicidad en la otra”.
Cada 10 metros, hay una oficina de lotería y chance que les quita a los locales
el poco dinero que consiguen, “con la esperanza de salir de la pobreza”
Como vencidos prematuros,
con sus mentes maduras ideológicamente para el dolor, la lucha de los haitianos
dejó de ser un deber imperativo de su pueblo, como en Colombia. La
inconformidad y la protesta remplazados por la resignación y el vencimiento.
Tal vez por el desengaño, por la esterilidad de la lucha, por la traición de
sus dirigentes que después de haber abrazado la causa de la libertad, se
vendieron a por un plato de lentejas.
La naturaleza se enferma, se
agrava y entonces por esos picos y valles haitianos pasan vientos de desolación
y de muerte. La cordillera se ve triste, los árboles agotados y cuando no es un
terremoto es un huracán y el mundo ve morir a sus pobladores, mira su miseria
con indiferencia. La miseria humana de los países y de la gente poderosa es
mayor a la miseria de los haitianos que se encuentran en la antesala del
sepulcro.
Me sentí muy extraño entre esos individuos en decadencia
que siempre nos miraron como seres caídos de otros planetas y, del mismo modo, algunas
veces sentí miedo y piedad por esa procesión de seres desvanecidos que transitan
sobre las basuras y entre el lodo en Cabo Haitiano.
En ese panorama de la
devastación y de la insolidaridad mundial, entre el fango, los desechos, la
hostilidad de la gente, las basuras, el hambre, la miseria y la indiferencia de
los países y de la gente rica, vi el cadáver de la esperanza.
Y ante tanto dolor y ante el
egoísmo mundial, la disolución de estas imágenes en el cerebro es como un deber. Y pienso de nuevo en la leyenda bíblica
y renuevo mi creencia según la cual Noé es el precursor del odio entre hermanos,
con la maldición sobre su hijo Cam, que se ha extendido hasta hoy no solo en
Canaán sino por todo el mundo y Haití es una de las más claras expresiones con
su cadena de miseria.
Siento por el crimen y por
la locura del mundo, el mismo miedo y la misma piedad que sentí por los
haitianos.
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