En las montañas, en los valles incendiados por el calor, en las cañadas y hasta en los solares de pequeños pueblos del eje cafetero, se respira, se transpira se prepara y se disfruta el aroma de este grano, cuyos productos generaron una cultura que identifica y distingue a la región. Y la bebida que se prepara por infusión de esta semilla, tostada y molida, es un emblema colombiano en el mundo.
El asentamiento de los productores cafeteros se hizo después de un duelo inmenso con la naturaleza, a punta de hacha y machete, apoyados por la mula terca y fuerte, y por su persistencia de gotera, por su fuerza y por sus arrestos.
Esta tarde, cuando en Circasia, Quindío, entramos a una fonda urbana, “El café del guadual”, nos encontramos frente a la síntesis del péndulo eterno de la cultura cafetera que oscila suspendido en los hilos del trabajo y la honradez, con los altibajos y brincos tan comunes como su geografía.
Las alegrías por los triunfos y los hechos siniestramente tristes de la violencia, o los saltos bruscos de los precios del grano, se reflejan en las estampas pegadas en sus paredes, en los monigotes construidos por los niños y por recolectores analfabetas, y en los cuadros y elementos desnivelados que cuelgan por todo el local.
Cuando la tierra gime por los temblores o cuando las chapoleras bellísimas recolectan el grano, se siente el calor del tinto que devora los temores, derrota las amarguras y celebra las conquistas. A un capuchino, que nos sirvieron en un pocillo de esmalte con peladuras, al estilo campesino, le pintaron con la crema una rama de cafeto, como otra síntesis de la imaginación y creatividad de la gente del Quindío.
Y en esa asociación de cosas vinculadas al trabajo cafetero, vimos hasta la maleta grande, de color marrón, para el momento del abandono, de la partida voluntaria o forzosa, para el comienzo de la ruta incierta porque los caficultores –y los recolectores, principalmente- son trashumantes por instinto.
El canasto para la recolección del grano en la mata, el costal 3 rayas, la tolva o cono invertido en donde se echan los granos para descascarar; la tostadora, el molino y la máquina para preparar el café y los pocillos históricos servidos sobre mesas de madera y taburetes de vaqueta, comparten el paisaje de la actividad cafetera resumida en este paradero sencillo pero enormemente significativo.
Campesinos soñadores, o tenebrosos, o bebedores, sinceros o ficticios, escondidos en tiendas, cantinas y fondas en medio de la bruma de las montañas; contertulios con las frases de Vargas Vila a flor de labios o con las canciones de Olimpo Cárdenas y "El Caballero Gaucho" reventando sus gargantas o rumiando sus sueños, entre luces trémulas, se ven, del mismo modo, en las fotos amarillentas.
Una época que ya no tiene fuerzas para volver porque los de hoy no tenemos conciencia para recordarla pues estamos asustados por este tiempo deforme y azaroso en el que vivimos. Son vestigios de lo que fue, con gérmenes no cultivados de lo que será.
El sombrero para protegerse del sol y de la lluvia y para cubrir sus pensamientos; el carriel, para guardar los documentos, el dinero, los tabacos, los cigarrillos y las fotos de la mamá, de la amada y de la puta que, consintiéndolos hipócritamente, les quita el billete los domingos; la ruana, que mantiene el calorcito al final de la jornada, los acompaña en los viajes al pueblo y cobija sus anhelos, casi siempre frustrados; el apero, para montarse en el caballo prestado del patrón en las ferias populares que los hace sentir como Atila cuando en su bestia pasaba atropellando la libertad y el derecho; el poncho, los alpargates, el zurriago, la mulera, los zamarros, el rejo y la enjalma para sus labores de arriería cuyos madrazos reverberan todavía en las hondonadas y desde las crestas de las colinas montañeras. Ah, y hasta la mica o bacinilla para las necesidades nocturnas o para “cagarse en la suerte de los enemigos”, como me dijo uno de los visitantes, hacen parte de los elementos de la raza cafetera. Ahhh...y el costal "3 rayas" para empacar el producto en el surco, en el "tajo" y ya seco para llevarlo al pueblo. Saboreando el capuchino, con mamá Alicia, mis hermanas Adiela y Liliana y algunos sobrinos, nos transprtamos a los tiempos de infancia en la inspección de El Caimo, vereda Golconda, fincas Leticia y El Silencio en donde sentimos con pasión la cultura cafetera que nos marcó con una impronta imborrable como personas de lucha y simpatía.
Cuando pedimos la cuenta, volvimos al presente porque además de los capuchinos desocupamos la vitrina de las almojábanas y las tortas. Después de una carcajada entre bestial y sagrada desde ese recinto del pasado, sentí miedo de mirar el porvenir porque las grandes ideas y los grandes hombres han desaparecido, llavecitas.
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