En el flanco occidental de la cordillera central y enclavado entre picos que miran, con celo y orgullo, hacia Armenia y Pereira, y también se asoman al departamento del Tolima, está Salento, el municipio más antiguo del Quindío, que hace parte de los abundantes e influyentes rasgos que dejó en la región la idiosincrasia paisa.
Punto de encuentro obligado de arrieros procedentes de Antioquia, Caldas, Tolima y Cundinamarca, principalmente, se convirtió en eje del corredor a través del cual se transportaron mercancías, alimentos, medicinas y hasta personas que pagaban los servicios de los silleteros. Como se sabe, los arrieros movieron el desarrollo y con ellos entraron el bien y el mal. A lomo de mula llegaron los elementos fundamentales para la vida, las enfermedades, las costumbres, los vicios, la religión, las medicinas y hasta las prostitutas. Entre las cañadas de Salento todavía se escuchan los ecos de los madrazos y decires de los arrieros. El ¡arre mula HP!, es tal vez, el mas generalizado y vigente signo lingüístico que dejaron los hombres del poncho, el zurriago –perrero, en otras regiones-, la enjalma y la mula. Y sus combinaciones constituyen el recurso semántico más utilizado por la población, tanto para expresar alegría como enojo. “Arre mulas maiceras, que arriba están las viejas fregueras”, es otra de sus expresiones más populares que, además, han sido interpretadas como simples pero sabias admoniciones sobre los peligros que se encuentran en la ruta de la vida.
Y a medio camino del ascenso en busca del Tolima, la topografía puso un refugio, lleno de manantiales, vegetación y neblina, custodiado por el ejército de palmas de cera del Quindío, el árbol emblemático de Colombia, en donde los loros orejiamarillos se mueven y suenan como una campanilla multicolor y multifonética. Aislado de la contaminación, irrigado permanentemente por una llovizna blanda y pertinaz, en medio del rumor de las aguas cristalinas y heladas del naciente río Quindío, el valle de Cocora es un oasis, fue un descanso para los arrieros y hoy es un tónico, un refugio para las penalidades del medio ambiente y de miles de personas que ascienden en carros particulares, buses de turismo y en los tradicionales Williz, la mula de las carreteras, cuyos conductores son los arrieros modernos.
Expediciones en alta, media y baja montaña, caminatas, cabalgatas, escaladas en muro y roca y hasta saltos acrobáticos suspendidos por una cuerda, entre la tupida vegetación, y otras manifestaciones extremas al aire libre, comienzan en el pequeño caserío que se ve como un hormiguero colosal los domingos, festivos y en temporadas de vacaciones. Los motoristas de los williz, los propietarios de caballos que los alquilan a $10 mil la hora y a $60 mil diarios para los recorridos largos, los comerciantes y los vendedores ambulantes y los guías que acompañan las expediciones, son quienes se mueven con mayor frenesí en medio de la congestión similar a la de la carrera séptima con 13, de Bogotá, a las 7 de la noche.
Aunque, como dije, existen muchas propuestas para los turistas, la más común es la caminata por un sendero relativamente amplio para el tránsito de las personas, que forma un agujero sinuoso y ondulante pero siempre en ascenso, en busca de la cumbre y entre un espeso bosque de neblina a medida que se avanza. La colonia de exploradores se dispersa, se alarga, se escuchan risas y gemidos, los destellos de las cámaras de fotografía rompen la niebla y, en contravía, aquellos que regresan de la expedición, unos a pie, otros a caballo, siempre con los guías pegados sutilmente a la cola de las bestias, que arrastran su cansancio.
Y de nuevo en el caserío, después de esa ensalada de aire puro, agua limpia, verde infinito y niebla acariciante, la trucha frita sobre un patacón tan delgado, rígido y crujiente como el papel mantequilla, complementa la gratificación y despierta la curiosidad sobre el proceso de preparación de este plato sin igual en la gastronomía colombiana.
El sentimiento de libertad y pureza que se vive a solo una hora de camino es solemne, imperturbable, con la sensación triunfal de una conquista gloriosa. La mansedumbre del bosque contrasta con la furia del viento, embriagadora y esquiva a la vez. Es como una visión de la victoria, o por lo menos para quienes amamos la naturaleza y rechazamos el maltrato que sufren diariamente los recursos del planeta.
Las palmas de cera, erguidas sobre el paisaje en un gesto formidable como guardianas insomnes de esta riqueza natural, baten sus hojas rasgadas como brazos al vacío infinito y se inclinan levemente ante el viento fugitivo...pero, de momento, esta fascinación se ve interrumpida por una sensación de duelo al pensar en la inconciencia e irresponsabilidad del hombre para con los dones de la naturaleza.
En Salento también se destaca su arquitectura tradicional, restaurada con elegancia; la simpatía de sus habitantes y es singular su escalera al mirador, desde donde se ven el valle de Cocora, Filandia, Circasia y, cuando las condiciones climáticas lo permiten, Pereira, Armenia y los nevados de Santa Isabel, del Tolima y del Ruíz.
Desde esa colina, a la que se asciende por una escalera tan inclinada y angosta como las que usan los bomberos, que provoca mareos y desalientos, Salento le recuerda al mundo que es el único municipio del eje cafetero que alojó al libertador Simón Bolívar cuando, enfermo, pernoctó allì antes de proseguir su viaje hacia la muerte en Santa Marta. Fue atendido por una joven enfermera de nombre Elcira y por doña Barbara de Uribe, según el apunte que nos hizo don Luis Angel Sánchez, experto en historia bolivariana.
En lo que sería su último viaje, el libertador Simón Bolívar pasó por Salento, en el sitio inicial de su fundación, Boquía, que fue arrasado por una avalancha. El pueblo fue trasladado al sitio en donde se encuentra actualmente pero conserva y proclama el honor de haber servido de posada para el libertador...estas fotos recogen el testimonio histórico y viviente de ese viaje de Bolívar...casi un año después, se produjo su muerte en Santa Martha
Esa escalera emblemática, el valle de Cocora y el recuerdo del paso de Bolívar cuando Salento estaba en Boquía, antes de su destrucción por una avalancha del nevado, constituyen ingredientes patrimoniales-ancestrales de sus habitantes laboriosos, orgullosos de su pasado heroico que miran con Fe y esperanza hacia el futuro. Y como en una rebelión contra los abusos que perjudican la naturaleza, siguen en el surco, en la siembra, el trabajo y la constancia, seguros de una cosecha abundante y florida y a la espera de una nueva gloria vertiginosa y medioambientalista.
En lo que sería su último viaje, el libertador Simón Bolívar pasó por Salento, en el sitio inicial de su fundación, Boquía, que fue arrasado por una avalancha. El pueblo fue trasladado al sitio en donde se encuentra actualmente pero conserva y proclama el honor de haber servido de posada para el libertador...estas fotos recogen el testimonio histórico y viviente de ese viaje de Bolívar...casi un año después, se produjo su muerte en Santa Martha
Esa escalera emblemática, el valle de Cocora y el recuerdo del paso de Bolívar cuando Salento estaba en Boquía, antes de su destrucción por una avalancha del nevado, constituyen ingredientes patrimoniales-ancestrales de sus habitantes laboriosos, orgullosos de su pasado heroico que miran con Fe y esperanza hacia el futuro. Y como en una rebelión contra los abusos que perjudican la naturaleza, siguen en el surco, en la siembra, el trabajo y la constancia, seguros de una cosecha abundante y florida y a la espera de una nueva gloria vertiginosa y medioambientalista.
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