Como los escultores que pulen sus obras de arte, las fabricantes artesanales de arepas manejan sus manos con armonía y destreza para obtener este derivado del maíz, considerado como uno de los elementos constitutivos de la cultura cafetera, imprescindible en la dieta mañanera de un alto porcentaje de la población. También son muy visibles en las tardes y noches, cuando refinan el producto, lo complementan con queso, carne, chicharrón, huevo y otros ingredientes para darle un valor agregado.
En Armenia y el Quindío son personajes muy reconocidos, especialmente en los sectores populares, en donde hacen parte del paisaje, del colectivo local y funcionan como conectores entre la gente que se reúne en los puntos de venta,junto a las brasas y la parrilla, a esperar su pedido. Mientras se doran sus arepas, los clientes interactúan de manera muy particular y espontánea, se informan, comentan, preguntan y algunos dejan allí algunas penas o aventuras,como lanzadas por un micrófono o publicadas por un diario. Son los primeros eslabones de la sociología del chisme en donde se observa una reproducción sistémica de la sociedad y se percibe la simpática diversidad de productos lingüísticos. Estos puntos son, del mismo modo, el comienzo de las tergiversaciones comunicativas.
Detrás de las fabricantes de arepas comunes –las que más se venden- hay espíritus nobles, algunos de ellos desterrados del empleo, del campo o de la violencia.Muchas de ellas salieron a la ciudad dejando dolorosamente sus parcelas campesinas, desplazadas por la violencia. Algunas fueron héroes en otras actividades y el desempleo las puso junto al fogón, el maíz, el carbón y el molino. Y junto al reloj, pues son trabajadoras que están en pie a las dos de la madrugada porque sus primeros clientes llegan a las 5.
En la urbanización El Limonar, doña Rubiela Londoño, de 73 años, y su hija, Adiela García, completaron 21 años al frente del punto más reconocido de venta de arepas del sector. Recordaron que el negocio lo empezó otro miembro de la familia, Luis Alfonso García, “con un horno reverbero pequeño construido en una lata en las que empacaban la manteca vegetal y una parrillita para 5 arepas, en una esquina cercana al polideportivo del barrio”. “Entonces, agregó Luis Alfonso, cocinábamos un kilo de maíz, lo molíamos en una máquina manual, atizábamos el fuego con una “china” y vendíamos las arepas a $20”.
La demanda creció muy rápido y solo 6 meses después fue necesaria la integración de toda la familia para atender eficientemente la clientela de una venta que solo se detiene el 1º de enero, “aunque llueva o truene”. En la actualidad, se atiende la demanda con dos arrobas de maíz, se utiliza un molino eléctrico, se atizan las brasas con un ventilador y las arepas, que se asan sobre una parrila de un metro cuadrado, se venden a $250 y $300.
“En cada arepa se va una rodaja de mi corazón”, declaró doña Rubiela para significar el cariño que le pone a su actividad, dividida en dos jornadas, la primera de las cuales comienza a las dos de la mañana con la molienda y la armada de las arepas, previa a la apertura de ventas, a las 4.30, que se prolonga hasta las 10. Tras un breve descanso, la rutina se repite entre la una y las 4 de la tarde, cuando comienza la venta vespertina hasta las 8 o 9 de la noche. Es el momento del regreso a su soledad y al sueño, por un sendero repetido constantemente con la presión de los minutos y el cansancio que no les permite siquiera pensar en sus penas.
Mientras le da forma a una arepa –de las de bola- doña Adiela García se queja de la injusticia social que le hace honores a otros oficios, les decreta fiestas y conmemoraciones, y les da estímulos. Al igual que a otras tareas y trabajadores, el común de la gente las reconoce como verdaderos personajes de la vida cotidiana, visibles en las esquinas de los barrios, fraternales, simples y candorosas pero invisibles en el mapa social.
Estas orfebres maravillosas tienen la pasión por la forma, son simpáticas, sus sitios de trabajo son la extensión de sus cocinas y aman a los compradores, conocen sus preferencias y los satisfacen como a sus hijos: a unos les gustan doradas, otros las prefieren tostadas, algunos las piden con quemaduras, el vecino más cercano pide una “bola”, el chofer de bus reclama una “gruesita” y para los niños son mejores las delgaditas porque“quedan bien con la mantequilla”.
También distinguen las características comunicativas de sus compradores porque en los puntos de venta se vive un exceso de oralidad, dada la confianza y el reconocimiento mutuo, lo cual ofrece una especie de libertinaje verbal que retrata la realidad, sin eufemismos, en una reproducción permanente, con la cual se garantiza la permanencia del sentido y del significado de las palabras.Y la identidad real de cada persona, despojada de la hipocresía que le imponen las reglas sociales.
Con las pavesas adheridas a sus rostros enrojecidos por el calor de las brasas,orgullosas de su trabajo, apartadas del bullicio característico de la recreación subversiva que sus clientes se dan con el lenguaje, las vendedoras de arepas traspasan el umbral de sus casas y muchas veces no encuentran ni labios que les sonrían ni brazos que se abran para saludarlas. Toman posesión de su soledad y muchas veces, agotadas, caen dormidas con un bulto de carbón como cabecera.
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