Voceadores enérgicos de todas las
horas, queridos por muchas señoras a las que les llevan lo que necesitan,
reconocidos en distintos sectores populares y en la zona céntrica de ciudades y
pueblos; odiados por algunos comerciantes y por maridos celosos, con su cara de
cansancio y sus carretas de combate, los vendedores ambulantes son otros
personajes de la vida cotidiana que convierten su oficio en una obsesión
compulsiva.
Todo lo que hacen, desde el menor
de sus gestos hasta lo más complicado de su tránsito con la carga sobre sus
hombros, en bicicletas, carretas y viejos autos, les sirve como ejercicio de
perfección de su oficio hasta obtener la
calidad excepcional que muestran orgullosos. Siempre están involucrados
con sus clientes, con los intereses del colectivo y, como todos los individuos
de la clase popular, utilizan una forma de comunicación tradicional que se
desenvuelve sin importar los prototipos sociales, ajena a los mandatos
gramaticales y regularmente reforzada con gestos y movimientos corporales.
El vendedor de pescado, el
mazamorrero, el verdulero, el de las frutas, el de las bolsas de la basura, el
de los trapeadores y escobas, los que ofrecen la miel de abeja, el quesero, el
de los repuestos para la olla pitadora, los del chontaduro, el de las velas e
inciensos, los voceadores de prensa -en vía de extinción- y los más humildes
con sus chazas llenas de dulces y cigarrillos, son los principales trabajadores
caminantes, conocedores de extraños vericuetos por los cuales llegan hasta los
confines casi imposibles de las ciudades.
Arley Marín ha gritado y
transportado productos desde siempre, pero solo hace 15 años comenzó su
recorrido por los barrios de Armenia, desde
el Santander, donde reside, hasta Corbones y El Paraíso. Entrado en
años, afirma que el polvo ceniciento que lleva en su cabeza no le produce
tristeza sino satisfacción y se considera un “buen peregrino” pues en muchas
casas lo acogen con simpatía y cariño.
“Lo más duro para mi es mirar una
calle vacía, no ver nada en el horizonte, no encontrar a los clientes
habituales, no sentir quién responda a mi voz… eso pesa más que la carreta
cargada con plátanos y aguacates, subiendo por la calle de las
arrugas”,respondió Marín a la pregunta del cronista sobre sus momentos más
difíciles.
Parientes cercanos de los
vendedores estacionarios, los ambulantes no tienen problemas con las
autoridades por su condición de emigrantes permanentes, de “hombres libres”,
como se declaró Alexander Hurtado el vendedor de mazamorra que recorre 14
barrios diarios en su triciclo, entre las 8 de la mañana y las 5 de la tarde, empujando
una “india” en la que cabe de cuclillas.
El ingenio de los estos
personajes pintorescos y casi exclusivos del entorno social colombiano, se
palpa en su capacidad para reproducir la vida cotidiana hasta en las
condiciones más difíciles y en su agudeza para caricaturizar la realidad, la
coyuntura política, económica y social. Su lenguaje procaz, con todas sus
desviaciones semióticas, es un enlace fundamental de la red comunicativa popular, tan poderosa
como las redes sociales de la era digital.
Aunque el fenómeno del
desplazamiento ha introducido nuevos elementos y variantes, incluida la
contaminación de los “callejeros” por pequeñas organizaciones criminales, el
vendedor ambulante tiene una actitud honesta y fraternal, es su principal
producto y su mejor oferta, por encima de la calidad de los artículos que
transporta.
Son eslabones importantes pero sin reconocimiento de la cadena social, sin celebridad y muchas veces estigmatizados por su condición humilde, por su apariencia y por su vocabulario, pero la mayoría tiene mayor fuerza moral que muchas personas “bien vestidas” que son mencionadas con frecuencia por los medios de comunicación. Son individuos que trabajan duro, no tienen seguridad social ni prestaciones económicas. Le dan la espalda a los problemas de las clases dominantes pero le ponen el pecho a las dificultades derivadas de los mandatos de aquellas.
“Si no podemos cambiar la realidad nacional, gozamos con insultarla, hacemos la comedia y desarmamos nuestros espíritus con el buen humor, es algo así como una estrangulación permanente del dolor propio y del de la gente”, sentenció un vendedor de naranja “dulce” que no suministró su identidad pero confesó haber hechos varios semestres de una carrera universitaria. Es la nostálgica añoranza, una queja escondida de los privilegios que no tienen.
Los vendedores ambulantes hacen
parte del grupo de desconocidos, de los vencidos que contemplan con buen humor
sus propias penas y las arrastran al ritmo de sus carretas. Pero no las gritan,
las digieren en silencio en la soledad de sus cuartos oscuros y escondidos en
la periferia de pueblos y ciudades.
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