jueves, 27 de junio de 2024

Día Nacional del café. El cafetal desnudó mis recuerdos, dolores y alegrías


Un tinto es la destilación del péndulo eterno de la cultura cafetera que oscila suspendido en los hilos del trabajo y la honradez, con los altibajos y brincos tan comunes como su geografía. Es el sudor de los caficultores en un país tocado por una insensata tendencia hacia la injusticia.


En una loma pequeña, pero empinada, de la finca Kajamarca, municipio de Salento, en medio del rumor de las aguas del río Quindío, los golpes fantásticos de un pájaro carpintero copete rojo, repetidos por el eco desde la cañada, y la algarabía de un grupo de chapoleras y recolectores, sentí el regreso a mi vida pasada al percibir el olor indefinible de la miel de un grano de café maduro que le arrebaté a una planta y llevé a mi nariz.
¡Cómo es de bella la vida cuando al oscurecerse se llena de gratos recuerdos!, pensé, como ese momento cuando el néctar de la pepa roja me puso sobre un gigante arbusto de café arábigo en la vereda El Caimo de Armenia, en donde viví mi mejor infancia y en donde sentí los primeros impulsos de mi imaginación creadora.
Metiendo la mano dentro del "coco" que remplazó al histórico canasto de los recolectores, y siempre con el olor y los matices del grano maduro, entre arena, astillas, hormigas y hojas secas, comparé cada pepa que cae al recipiente con las palabras que también se desprenden desde el cerebro y caen a la pantalla en blanco del computador.
Los recuerdos empezaron a caer de la misma manera y como una velada solitaria vi a mis padres en el "tajo" y en la cocina, las noches estremecidas por el miedo, agrandado por el sonido de la sirena instalada en la alcoba; la misteriosa zanja defensiva, cuya desembocadura nunca conocí y las noticias de la radio sobre las últimas incursiones de "Sangrenegra", "El mosco" y otros "bandoleros" que se movieron por el eje cafetero, relatadas por las voces magistrales de Julián Ospina Mercado y Armando Osorio Herrera en el famoso e igualmente legendario "Reporter Esso". 
Pero, asimismo, los pintorescos relatos de los labriegos mientras tomaban su cena -inevitablemente con fríjoles- en una mesa larga, y después el llamado de mamá Alicia al grupo familiar para dar la gracias por "las bendiciones de este día". Cuando la noche empezaba a extender sus alas sobre los guaduales, guamos, plataneras y palos de café arábigo, mi mamá Alicia nos llamaba a la mesa de tablas, en donde media hora antes habían comido 25 recolectores de café y en medio de la frijolada hacía una corta oración de agradecimiento por “el pan de este día”.
En verano, verano, el sol se escondía entre una llamarada y desde la finca de la vereda Golconda, se observaban las luces intermitentes de Armenia. En el horizonte se perfilaban las siluetas del alto de la línea. Un tinto humeante unía al grupo antes de las 8, en un ritual inaplazable, mientras una a una aparecían las estrellas como mariposas gigantes. Uno a uno, los labriegos iban soltando apuntes de su cotidianidad, reciente o lejana, de sus encuentros amorosos, de sus afanes en el surco, del drama de la jornada, de los “galones” de café recolectados; de la penuria para traerlos hasta la tolva, del chocolate derramado, del filo de su machete, del sombrero roto, de la culebra, del gusano “pollo” que los pringó; de la arepa quemada, del caballo colorado, de la enjalma rota, de la muchacha de la cocina que a veces les echaba dos carnes al desayuno; del encuentro con los guatines o guaras del Huila y Caquetá. 
Los más imaginativos mencionaban las peleas con el tigrillo y la danta y los más pequeños gozábamos con esas historias. Las mujeres cosían y hasta bordaban a la luz de las velas moribundas. 
Algunas se aventuraban a contar sus picardías, expuestas a los regaños de las mayores. Mi hermano mayor y otros muchachos mostraban los trompos y las bolas de cristal ganadas en la escuela y yo mencionaba las carreras en la juega de “la lleva”, para distraer la atención de quienes me vieron en el rajadero de leña con la prima que llegó de Ulloa al comienzo de la semana. Con apenas 7 años, descubrí, entonces, que todos tenemos una historia para contar y quedé marcado por ese ensueño infantil, como la visión impresionante de una rosa que se abre en nuestra presencia; fue como el primer beso con los relatos, con la tradición oral, con las "películas" de la gente.

Además del fascinante perfume de la baba pegajosa del café maduro, en diciembre último -68 años después- volví a emocionarme con el olor de la hierba recién cortada, con el pico de marfil del pájaro carpintero, con el aire campesino y con el lenguaje procaz de los recolectores, verdaderos personajes de la vida cotidiana.
Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo a
quello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano; de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades
; que convirtieron a Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Del mismo modo, las historias de otros personajes complementarios de la actividad cafetera: del chofer, del comprador, la profesora de la escuela veredal, del negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.

Me estremecí con los recuerdos de las páginas infantiles que llegaron impulsadas por el viento de la mañana y sentí el calor de las cenizas de los años quemados. Escuché el rumor de los cuentos y los viví como un poema; sentí la música interior de aquel ensueño y vi cómo los cafetos se sacudieron con el aterrizaje de las invocaciones, como un conjuro que trajo la belleza de las cosas muertas.

Ante el avance acelerado del crepúsculo de la vida, me aferré a este momento, percibí el cafetal como mi entorno natural, sentí que un rocío de ternuras caía sobre mi y reviví las primeras caricias y besos que me dieron debajo de un frondoso cafeto algunos años después. 
Me emocioné con el proceso organizativo y de luchas del pueblo, cuando los campesinos, docentes, trabajadores, algunos sacerdotes y religiosas se unieron y con una vitalidad de fuerza reclamaron con vehemencia sus derechos y propusieron opciones para caminar hacia el bienestar de la comunidad.
Por momentos necesité valor para recordar mi vida pasada, específicamente cuando la película pasó por los años violentos de la llamada "guerra del Caquetá", el narcotráfico y los últimos años del conflicto armado.
"Una taza de café es el proceso o la cadena que se inicia desde la genética del árbol, el cultivo, la recolección, el beneficio y la misma preparación", me dijo mi sobrino Javier, reconocido como uno de los personajes que más conocen de cultura cafetera en el Quindío. "La mejor taza de café la definen las preferencias, los gustos del consumidor, pero por lo general se busca un café que tenga un balance entre el ácido, el dulce y el cuerpo, añadió tomándose un sorbo de un café filtrado que prepara con meticulosidad, en un ceremonial repetido que incluye el precalentamiento de los pocillos, la preinfusión de la bebida para disfrutar los aromas y el servido con aristocrática atención. Y como sabe de mis preferencia por el espresso sencillo, me puso el néctar de los 14 gramos con la temperatura y  presión adecuadas. En cuanto a los cafés especiales me explicó que reciben ese nombre porque son cultivados en zonas especiales, con cuidados igualmente especiales, con tecnologías de procesamiento y producción únicas, que no tienen defectos y por tanto dan una taza exclusiva.
Aunque para muchos, en el crepúsculo de la vida todo se oscurece y sus asuntos se tiñen de miedos y negruras, personalmente me siento feliz entre los perfumes del café, cuya cosecha ya comienza, entre pétalos de flores que encuentro en el camino, entre el canto de los pájaros que llenan el alma, como el Mochilero en el Caquetá, y el Carpintero en esta región cafetera.

Por la noche, en medio de chistes y chismes, hice una pausa y les recordé la escena dolorosa que presencié en una escuela del Caquetá durante las recordadas movilizaciones cafeteras del 2015, violentamente reprimidas por el gobiero de Santos: un niño precoz me mostró la foto de mano cercenada de uno de los manifestantes del movimiento cafetero de Calarcá, que amplio y pegó en una cartulina para pedirle explicaciones a su profesora. No me pude tomar el café y simplemente le dije al niño: no creo que tu profesora pueda explicarte lo de la mano.
Con el pocillo pequeño de mi café espresso en la mano zurda, les mencioné una sentencia según a cual los dolores provocan fraternidades pasajeras. Fraternidades nada más, porque los colombianos somos incapaces de construir verdaderos lazos de solidaridad para enfrentar los males comunes. Del tinto, a la tinta sangre.



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