Con una cascada de recuerdos de sus victorias, pero también de sus derrotas, don Sandalio Charo Cicery, un hombre de 84 años, con inocultables señales de batallas perdidas, visibles en su rostro y en su mirada nostálgica, recibió a los periodistas en el polideportivo de Puerto Torres, el pequeño caserio en la jurisdicción del municipio de Belén de los Andaquíes, Caquetá, al que los paramilitares convirtieron en el más tenebroso centro de torturas y de muerte.
Con sus ojos puestos en el horizonte y su voz entrecortada, recordó los cuadros de esa verdad aterradora, de esos crímenes históricos perpetrados por las llamadas Autodefensas que convirtieron la escuela, el colegio y la casa cural como centros de torturas y asesinatos, y el espacio del parque como lugar de entrenamiento.
“Fuimos extranjeros en nuestra propia casa y adonde quiera que fuimos y en todos los lugares del pueblo nos sentimos inseguros, como fugitivos, esperando la hora de caer vencidos”, declaró don Sandalio, para quien no es un orgullo ser el único habitante del caserío que permaneció en el lugar durante la ocupación del territorio por parte de los paramilitares.
“Bueno, Yo me fui a la tierrita que tengo a por allí cerca, a la que llegué con mi mujer y dos hijos en el año 60, cuando todo esto era selva y la única vía era el río y las trochas de a pie y a caballo”, relató, tras indicar que nunca se resistió pues no fue presionado por “los de negro”, quienes “apenas me saludaban” en el camino. Sin embargo, “sí me mataron a un hijo cuando terminó el ordeño en una finca cercana”.
Contó que a pesar de no haber salido de los contornos del caserio, sintió cada paso que daba como el inicio de un destierro, como el que comenzó en el Tolima en 1960 con su mujer y sus 2 primeros hijos de la camada de 9 que completó después.
La vida de los colonos es como un destierro permanente hacia la frontera agrícola, empujados por la presión de los ganaderos y latifundistas.
“Los árboles que estaban aquí -y señaló el sitio en donde hoy existe un pequeño kiosco para reuniones, cerca al polideportivo- y los mangos en el patio de la escuela, observó con voz cansada, eran los sitios para la exhibición de las personas que traían amarradas y todo el pueblo los veía y escuchaba sus aullidos”.
Esos pedestales verdes salpicados con la sangre de las víctimas y desgarrados parcialmente con hachas y machetes, lucen hoy marchitos y la mayoría de las personas que han regresado los miran con cautela y sienten espasmos. Para algunos, en ese árbol de mango en decadencia, en el patio de la escuela abandonada, se escuchan todavía los ecos de la muerte, los gritos de auxilio de las víctimas, calculadas en 400 por los investigadores y de las cuales se han localizado los restos de medio centenar.
“Aquí no quedó nadie, la gente se fue, espantada por lo que veía y oía, más que por presión de “los de negro”, como llamó durante toda la conversación a los ocupantes del pueblo, los miembros de las AUC.
Cuando don Sandalio hizo una pausa en sus relatos y le propusimos que hablara de la actualidad, de la esperanza, de los nuevos tiempos, por sus ojos se asomó el alma exquisita y con una sonrisa suave dejó ver todo el encanto que tienen los pensamientos en la tarde opaca de la vida.
Se alegró por la visita de los periodistas, de los deportistas, de los cantantes que participaron en una jornada especial, y dijo que no siente odio sino alegría por los momentos tranquilos que vendrán para sus descendientes. Del mismo modo, le pidió al alto gobierno que no se olvide de la reparación y la mejor forma, insistió, es “darnos una buena carretera”.
Sentado sobre la montaña de admiración que le levantaron los habitantes de Puerto Torres -los que han regresado después de la tormenta- don Sandalio, nos despidió con la tranquilidad del caminante que llega a la sombra de una ceiba gigante.
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