Todos tenemos una historia
para contar y, de hecho, he pasado gran parte de mi vida con los ojos muy
abiertos y los oídos bien despiertos detrás de los hechos cotidianos de la
gente; de sus ejecuciones, de sus anhelos, de sus expectativas, de sus risas,
de sus lágrimas, de sus éxitos y principalmente detrás de sus esfuerzos, de las
luchas feroces para sacar adelante sus proyectos de vida en un país
caracterizado por la desigualdad, la injusticia, la corrupción, la politiquería
y la discriminación.
Pero esta historia de vida
tiene componentes excepcionales por las ataduras cariñosas con su protagonista
–el yerno, convertido en mi cuarto hijo- y porque contiene pasajes de una existencia
cuyos episodios oprimen por momentos las palpitaciones de quienes los han
vivido y de quienes simplemente los escuchan.
A pesar de haber vivido muy
cerca de “Maño” –como le decimos familiarmente- desconocía detalles de su
infancia y juventud y entonces hace una semana lo senté junto a mi computador y
durante dos horas me hizo confesiones sobre sus hazañas en la escuela y el
colegio, sus pilatunas y anécdotas, muchas de las cuales no están ni en el
archivo ni en el recuerdo de sus familiares más cercanos.
Aunque se acaba de graduar como
ingeniero, me hizo una reconstrucción arquitectónica, cuyas bases están
fundamentadas en la honestidad y laboriosidad aprendidas de su padre, don Francisco,
y en el amor recibido de su madre, quien además tiene un nombre doblemente
honorífico, doña Digna Emérita. Es decir, que hereda y disfruta la recompensa
por sus actos.
Ese sentimiento intenso del
ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el
encuentro y unión con otro ser, lo adquirió no solo en la cuna sino que además
lo ejercitó sobre las piernas de su mamá, sobre las cuales hacía, a medias, las
tareas escolares de la educación primaria.
Llegó al mundo en un parto
normal el 12 de septiembre de 1981, y hace parte de las varias generaciones de colombianos
que nacimos entre el estruendo de las bombas y la sangre de la violencia
bipartidista y de la derivada del narcotráfico y la confrontación entre el
Estado y distintos actores armados, principalmente de las guerrillas. Como el
común de la gente de este país, los sueños de su infancia y adolescencia estuvieron interrumpidos
sucesivamente por un hervidero de espantosas situaciones que en muchas ocasione
fueron como tinieblas que cerraron todos los caminos.
Pero también ya hace parte
de los millones de colombianos concientes del gran papel en la vida futura del
país, como es la lucha por el rescate de las libertades, contra la corrupción y
por la justicia social en momentos en que se han suscrito acuerdos con una de
las mayores máquinas de violencia en el país, la guerrilla de las FARC.
Muchos recuerdos sobresalen
en su niñez, casi todos asociados al entorno en donde creció, la finca San
Francisco, en la vereda Santo Domingo, de Lorica, su patria chica, cuyas
veredas caminó descalzo en compañía de su sobrino Jamer, quien se convirtió en
su cómplice y su hermano gemelo.
Como todos los campesinos,
sus padres son unos guerreros madrugadores, que tienen un gusto casi artístico
por el trabajo y “Maño” desarrolló una especie de reloj biológico pero solo
para despertarse a tomar café y no olvida que una mañana, en un alarde de
inspiración espontánea, le dijo a su mamá que el canto de los gallos era una
invitación a tomar café.
-El gallo dice a tomar tinto
con arroz, Manuel, exclamó en la cocina con la inocente gracia de un niño de 6
años. Además de la admiración que despertó la ingeniosa comparación, en
adelante los cantos del gallo fueron una orden, no solo en la casa de la
familia Arteaga Ávila sino en toda la vereda.
La cura para las numerosas
heridas de sus pies descalzos fueron el limón con sal y petróleo que su papá
metía enérgicamente en ese marasmo de arena, tierra y pus, cuyos dolores lo
transportaban a un limbo cercano a la muerte. Por las buenas y muchas veces,
por las malas, Maño recibió ese tratamiento tortuoso que le marcó su
crecimiento.
Aunque los campesinos aman
sus tierras, muchos de ellos piensan que la potencialidad familiar no está en
el campo y prefieren que sus hijos se inclinen por actividades distintas a las
agropecuarias. Y de manera especial si se trata de un niño hiperactivo e
inquieto que recitaba en la escuela las tablas de multiplicar con la misma facilidad
que ascendía a los árboles de mangos atraído por las frutas verdes que un día
lo traicionaron y le provocaron una caída que terminó en la fractura del cúbito
y radio de su mano derecha. Por eso, su papá hizo todo lo posible para que el
pequeño no se enamorara de las tierras y limitó sus oficios al cargue y
descargue de los burros que transportaban el agua.
Muchas veces derramó su
desprecio sobre quienes lo ofendieron, especialmente en el colegio cuando fue
objeto de burlas por parte de algunos hijos de papi y mami porque asistía a
clases con las abarcas cambiadas y con su uniforme desteñido que lavaba todos
los días. Desde entonces, tuvo claro que el talento le permite a la gente
cicatrizar las heridas del amor propio para que se olviden para siempre. La
renovación de su uniforme escolar se hacía a base de colorantes, las
inolvidables tabletas de polvo “Iris”, con cuyo efecto “estrenaba” pantalón y
camisa.
Pero el orgullo es dominante
y contagioso. Ya en noveno grado del colegio Nacional de Lorica, de manera
deliberada cortó el uniforme con una cuchilla de afeitar. Después del
cataclismo ruidoso provocado por ese procedimiento, estrenó pantalón y entró
victorioso e igualado al salón de clases, en medio de la admiración y la
envidia de sus compañeros.
-¡Cómo es de bella la
revancha cuando se ha tenido una etapa de marcada inferioridad heroica!, pensó
Maño, sentándose en su pupitre y enseñando las tareas que doña Digna le hacía.
Bajo el sol ardiente, vendió
mangos biches con sal, y refrescos, o “bolis” para comprar los trompos y las
bolas de cristal o canicas con las que se integró a los grupos durante los
descansos. Jugando al trompo, pensó muchas veces en los “quiñes” o “miretes”
que la vida le da a los más pobres. Pero también el juego le sirvió para
comenzar el diseño de su proyecto de vida, en la perspectiva de no ser por
siempre el “trompo de los quiñez”.
Cierto día, de manera súbita,
Maño se sintió transportado a las playas de Coveñas, vio el mar de color azul
fosforescente y sus olas semejaban llamas de alcohol que besaban la arena.
Cuando volvió en sí, estaba envuelto en ramas de matarratón sobre una cama del
hospital de Lorica y las enfermeras dispuestas a bañarlo con agua helada para
bajarle la fiebre de 40 grados, a pesar de la oposición de doña Digna Emérita quien
siempre había creído que una persona con fiebre no se puede mojar.
En 10º grado, la sentencia
de uno de sus profesores, según la cual de todos los estudiantes tal vez uno
solo terminaría el bachillerato y tendría éxito en la vida, le despertó un sentimiento
de ansiedad e incertidumbre que estuvo a punto de malograr su juventud
batalladora. Fue una advertencia aterradora que por varios meses lo puso a
vacilar con miedo cuando ponía sus ojos en la perspectiva de la vida. Poco a
poco se convenció de que se trataba de un simple elemento escondido de
superación que les pintó el docente y con la luz de sus convicciones forjadas al lado de sus padres y hermanos le
dijo adiós al pesimismo y fortaleció el proceso de formación para cumplir con
su compromiso histórico con la familia y la sociedad.
Con una marranita perdida
que llegó a la casa comenzó la construcción de su “plante” económico, en
compañía de su inseparable sobrino Jamer. Engordada la marranita, y con parte
del producto de la venta, su papá compró una yegûa preñada y les dio la
potranca que fue montada por un burro y entonces les quedó la mula.
Esa mula trochadora fue como
el comienzo del vuelo de sus economías personales pues con los años se
convirtió en unas cuantas vacas que pastan en la finca San Franciso, que,
supongo, servirán para pagar los estudios de Maestría en el futuro inmediato.
Tendrá que negociar con Jamer.
Con la intermediación de su
hermano Francisco, fue nombrado como docente provisional en la escuela “Los
Caracoles” de Montelíbano, Córdoba, después de ganarse la libreta militar en
una rifa. Fue también su primer encuentro con la influencia y la violencia paramilitar
que caracterizaron a muchas regiones del país. Fueron días de la muerte de la
virtud y el reinado del crimen.
El doloroso rompimiento con
la mujer que le dio el primer beso desató un llamado de urgencia que reverberó
en los oídos de todos sus hermanos, quienes con estremecimientos solidarios
acompañaron el triste momento que envolvía su corazón. Concluido el encanto
divino de los besos y las caricias, Maño sintió un vacío en su alma y se
interiorizó en los recuerdos de ese capullo amoroso desvanecido.
El 9 de abril de 2002 llegó
a Neiva, en desarrollo de la brigada de rescate puesta en marcha por su familia
para combatir la otra fiebre torturadora, la del amor, que estuvo a punto de
volverlo loco, con alucinaciones semejantes a las que sufrió en Lorica. La
capacidad persuasiva de sus hermanos Bernardo y José le hicieron creer que ese
sentimiento era una desviación del sentido real del amor.
En el 2003 empezó a trabajar
en una empresa distribuidora de materiales para la construcción, en donde el 8
de julio de 2006 sufrió el desgraciado accidente que enloqueció la brújula de
su vida y la de su familia. Su cuerpo recibió graves lesiones tras quedar
sepultado por, al menos, 5 toneladas de cemento. Su médula espinal, algo así
como el Wi-Fi que lleva la señal, los impulsos nerviosos desde la torre cerebral hasta los nervios
raquídeos, fue severamente afectada. La transmisión de algunas órdenes
cerebrales fue interrumpida. Pero su alma permaneció inmune, ennoblecida por su
fría capacidad de resistencia. Aunque quedó sentado en una silla de ruedas,
vive erguido, al lado de su proyecto de vida, apoyado por sus familiares,
parientes y amigos cercanos.
La armonía de su vida quedó
destrozada, como su médula.
Maño me confesó que mientras se debatía en esa
soledad espantosa, que era como el principio eterno de la muerte, le habló duro
a su corazón, como un caminante que grita en el desierto porque no quería
quedarse solo en esa oscuridad. Compartió su dolor con el dios de su creencia
que abrió su generosidad al llamado de aquella alma en pena y entonces quedó
dormido bajo un ala grande y protectora y entró en una etapa de serenidad
soñadora y armoniosa, como la melodía de una serenata.
Sus compañeros de trabajo lo
encontraron refugiado en el silencio, con sus ojos mirando hacia las sombras y
uno de ellos le habló con voz paternal pero asombrado por la horrible escena.
Maño pidió agua, que se la negaron en atención a los protocolos que previstos
para este tipo de accidentes. Pero en una singular demostración de fortaleza, abrió
la boca, expulsó una bocanada de cemento y on lenguaje gestual explicó que
necesitaba el agua para evacuar el polvo que lo asfixiaba.
Entró a formar parte de
comunidad discriminada, excluida y deshumanizada que conforman las personas en
condición de discapacidad; la minoría más numerosa y desfavorecida del planeta,
cuya población se calcula en 650 millones de personas, algo así como el 10% de
la población total de la tierra.
Reconociendo la importancia
que para las personas con discapacidad reviste su autonomía e independencia
individual, incluida la libertad de tomar sus propias decisiones, y
considerando que las personas con discapacidad deben tener la oportunidad de
participar activamente en los procesos de adopción de decisiones sobre
políticas y programas, incluidos los que les afectan directamente, se adoptó la Convención sobre los derechos de las
personas con esa condición como respuesta internacional a la larga historia de
discriminación.
Pero, como todas las leyes
escritas para favorecer a los más vulnerables, también esta Convención tiene
muchas letras cuadripléjicas y graves disfunciones irremediables que le impiden
llegar efectivamente hasta sus destinatarios.
Después de un mes en un
hospital en Bogotá y un año confinado en su residencia se hizo a la idea de que
había comenzado el descenso de los senderos de su calvario. Con su temperamento
de apóstol hecho para el combate y con su sangre de victoria, convirtió su
dolorosa tragedia en un nuevo reto para su juventud y con determinación llegó a
la conclusión que a Él no lo vencería nada ni nadie. No quería sufrir y dirigió
todas sus energías hacia la reflexión y el análisis y pudo salir de su
conmoción.
Acompañado por "La Chiqui" Liliana Rocío,
una mujer de sacrificio y sinceridad, la novia que se levantó en Neiva como
tónico para remediar los trastornos que le dejó la amiga cordobesa, partió desde
esa playa devastada por una tormenta en que se convirtió su vida, en busca del
mundo desconocido.
El 28 de diciembre de 2010,
en medio de la alegría de sus allegados y la sorpresa de muchos, se unieron en
matrimonio para formalizar su compromiso solidario y legalizar los
estremecimientos de amor que ya vigorizaban la hora de la paz que había vuelto
después del fatal accidente.
A partir de este momento
viví de cerca esta historia de vida y verifiqué cómo los dos desgranaron con
devoción conmovedora y fanática todos los momentos de su relación, como un
poema en el que dos almas buscaban curarse las heridas recientes.
Mientras mi destino me
condenaba a vivir solo, sentí que revivía al lado de esa llama de cariño que en
permanente ebullición alimentaba la lucha de la pareja pero, del mismo modo,
experimenté el enojo y la tristeza por la verificación de la horrible
discriminación que sufren las personas en condición de discapacidad.
En el modelo capitalista en
el que se confunde la discapacidad con la mendicidad, que ha establecido un
paradigma según el cual el asistencialismo y la caridad pública están por
encima de las verdaderas oportunidades de integración de la población
discapacitada, a la que se considera como víctima de una tragedia, y por tanto
excluida de las posibilidades productivas, muchas veces sentí asco e
indignación cuando algunas personas nos ofrecieron monedas mientras esperábamos
un taxi.
Y se me partió el alma por
el disgusto cuando los taxistas negaron sus servicios porque “se pierde mucho
tiempo en el abordaje del vehículo”. Algunos fueron más allá con su actitud
discriminatoria y afirmaron que “no recibo monedas” por el pago del servicio.
Desde el 1º de julio de
2011, cuando Maño empezó los estudios de ingeniería industrial que hoy terminó
exitosamente, y durante seis semestres, se desplazó en su silla desde el barrio
Calixto Neiva, en un recorrido entre 25 y 30 minutos, bajando, hasta una hora,
subiendo, dos veces al día. Muchas veces, en los días de lluvia no pudo asistir
a clase porque los taxistas no lo recogieron.
Se inscribió en la universidad atraído por las
publicitadas “bondades” que ofrecía una fundación de apoyo a los discapacitados
que, como una promesa electoral, resultó “chimba” para utilizar un término que
ya introdujeron los jóvenes al lenguaje cotidiano.
En contraste, sus compañeros
de estudio lo acogieron fraternalmente en una camaradería encantadora que se
hizo más evidente durante los apagones. Muchas veces, en una actividad
semejante a la de las hormigas arrieras, Maño fue levantado por sus compañeros
que lo bajaron desde los últimos pisos en una romería festiva, como a un héroe
en andas.
De manera simultánea con sus
faenas de estudiante en condición de discapacidad, siempre acompañado por
Liliana Rocío, amparado por sus hermanos que lo trajeron a Neiva y protegido
por el amor de sus padres, Maño sostuvo durante 5 años otro combate para
obtener la indemnización económica por causa del accidente.
Hoy, Maño y la “Chiqui”
–como le decimos familiarmente a Liliana Rocío- disfrutan de un hogar levantado
sobre un pedestal de rosas de todos los colores y los frutos del triunfo ya
empezaron a madurar. Con ellos he aprendido que no hay mayor tristeza que ver
morir la última esperanza.
Me tomo la vocería de Inés,
la suegra; de Oscar Fernando y Miguel Angel, los cuñados, para expresar
finalmente nuestra alegría y regocijo pues hemos visto florecer las plantas
sembradas por Maño y la Chiqui. Nuestras manos acarician con pasión ese jardín
y queremos ayudarlo a cultivar por siempre.
Maño nos ha dejado una
lección: que el dolor es indispensable para conocer el alma de la victoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario