martes, 28 de febrero de 2017

Un nuevo título...sin premio


El Circuito ciclístico Neiva-El Caguán-La Ulloa-Rivera-El Juncal-Neiva y viceversa, realizado a bordo de la vieja bicicleta en la que Oscar, mi hijo menor, fue al colegio y a la universidad, que dejó abandonada en el patio de la casa desde su viaje a Manaos, Brasil, para perfeccionar el portugués, me acaba de dar el título más sufrido de mi vida.
En la vida, todo se me ha dado relativamente fácil. Aunque pequeño pero muy gordo, nací sin operación cesárea. De manera intempestiva, sin previos ejercicios, me bajé de la cuna y caminé hasta donde mamá Alicia, que preparaba el tetero en la cocina de una finca cafetera en la vereda Golconda, inspección de El Caimo, de Armenia. Casi la mato del susto provocado por esta hazaña. Desde temprana época, mi verbo anunciador y denunciador me dio el título de niño precoz e insolente entre mis compañeros de clase y profesores en la escuela Jesús María Ocampo, del barrio el Jazmín, de Armenia. Mis palabras,  pronosticaron los males, elaboraron sueños, siempre buscaron la verdad y combatieron el silencio y la mentira. Don Ramón Velásquez, el profesor de mis primeras letras, no pudo explicarme por qué uno más uno son dos. Ni por qué el 10 lleva un cero a la derecha y no a la izquierda.
El título de bachiller llegó después de sucesivas apostasías, de abandonos constantes de puntos de vista y creencias que parecían sagradas; de reiterados derrumbamientos de imágenes impuestas en la familia y en la escuela, en donde se aprende a leer, pero no a pensar. Esos aguaceros juveniles, envueltos en la neblina de las dudas, configuraron una tormenta angustiosa que me dio  otro título, el de hombre melancólico, para quien todo se hundió, se pulverizó y me lanzó al abismo de los altibajos.
Empecé Derecho, en la universidad La Gran Colombia, pero me torcí. Y, claro, me da pena, no de haberme torcido sino de haber pasado por ese claustro que simboliza el atraso, el destierro de las ideas y la cuna del oscurantismo académico y político. Por la época, gané también el título de mal hijo, pésimo novio, excelente bebedor y contertulio.
Convencido de que en Colombia el que triunfa no es el mejor, de que la mayoría de quienes triunfan se transfiguran y de que no se está definitivamente vencido sino hasta cuando se acepte la derrota,  empecé a atizar en la hoguera de los sueños de adolescente. Me ilusioné con la vitalidad indestructible de la ideas y empujado por la coyuntura política de entonces, me hice Periodista porque creí que desde esa tribuna se podía reaccionar adecuadamente contra la debilidad y era posible luchar por la Libertad.
Después me volví mal marido, mal padre y, de manera absurda, buen amigo, mientras tuve dinero en los bolsillos y en los bancos. A lo largo de la vida me llené de títulos, unos conquistados, otros de manera gratuita; unos gratos, otros ignominiosos.
Pero montado en una bicicleta normalita, animado, empujado y casi arrastrado algunas veces por Miguel, mi hijo psicólogo, me tocó sufrir por cimas y valles durante muchos días para recuperar mi estado físico perdido a causa de mi doctorado en indisciplina. Ayer, en el ascenso al alto de la Ulloa, entre  los frutos de la naturaleza, la belleza del paisaje y la llovizna que golpeaba armoniosa sobre los lentes de mis gafas, y con el aire helado, como rocío congelado, cada vez que levantaba la cabeza y me golpeaba contra esa pared hecha carretera, pensé que este título sí fue una conquista.
El grito de triunfo sonó como una diana en el premio de montaña, diez minutos después de que estuve a punto de reversarme por el efecto de la gravedad y el agotamiento de mis fuerzas al paso de un reductor de velocidad. Reductor para los automóviles pero un obstáculo casi insuperable para un ciclista novato y  más mamado que teta de las que sabemos. Al comenzar el descenso, el viento fluyó con fuerza sobre la cara, los mosquitos que pegaban contra los anteojos estuvieron a punto de romperlos y la vibración armoniosa de la cicla me recordaron otro título, el de hombre sensible y emotivo.
Terminado el descenso, rodamos por la meseta de El Juncal a través de la variante que desde el cruce de Rivera hasta la salida a Bogotá sirve para el tránsito pesado. “Una mesa de billar,  pero para automóviles”, dijo Miguel al expresar la excelencia de esta vía que dejó al descubierto mis condiciones de pasista veloz. Me tocó detenerme varias veces porque la velocidad no me permitió disfrutar la belleza de los parajes que bordean esta carretera y aquellos que se observan en la perspectiva infinita del horizonte.
Solitario en esa planicie interminable y amenazado por la lluvia acudí a la paciencia y pensé que con cada pedalazo, como con cada palabra, con cada renglón en una página en blanco, se completa la tarea. Y estaba lejos, bien lejos de la meta y entonces reflexioné para distraerme. ¡¿Por qué muchos religiosos, curas, obispos y pastores de distintas sectas están también del lado de los criminales?...¿por qué los sicarios se santiguan antes de cometer cada homicidio?...¿para que muera la víctima?...¿para que salgan ilesos de esa faena?. También pensé: ¿será que ya no existen personas que sean capaces de morir por una causa justa?.
Como en la carretera, en la vida todo desaparece...todo queda atrás. Y todo se hunde en la bruma siniestra del olvido, llavecitas. ¿Por  qué las acciones negativas de la gente tienen mayor recordación?. Ante tanta belleza del entorno también pensé: ¿por qué el huracán de la devastación que recorre la patria no se detiene, no se disuelve en estos lindos parajes?. ¿Nos vencerá el oprobio?, pensé, mientras resollaba sin cesar y sentía que el aire cortaba mis reflexiones...vi las fisuras en el cerebro y sentí que una cascada de ideas brotó por mis ojos y orejas. Quedé en blanco, deslumbrado por el inmenso verde fecundo de los cultivos.
Entre la quietud y la fertilidad de los arrozales, pedí una explicación: ¿por qué los colombianos hemos decretado el silencio y aceptado con resignación la derrota que nos imponen los violentos, los corruptos y los políticos?.
Y al entrar en el largo puente sobre el río Magdalena, crecido y turbulento con motivo del invierno implacable, vi en el fondo de sus aguas, como en un espejo sucio, la imagen desfigurada del proceso de lucha de los colombianos. Ahí está la explicación, escondida entre la turbia y agitada corriente del río Madre. Escondida y agitada entre la turbia corriente de la izquierda.
En la casa, tendido en el suelo, con un grito sonoro por este acto heroico, por la radiante visión de la Victoria,  celebré mi nuevo  título, el de Escarabajo, pero no del coleóptero que se alimenta de estiércol sino de aquel que le dio renombre a Colombia por sus ciclistas capaces de subir veloces las empinadas paredes de la geografía europea.
Pero, como todo momento sublime tiene sus altibajos, mi yerno Manuel lo interrumpió con un comentario pérfido: “suegro, no se deje calentar por la emoción pues mañana subiré la loma a Rivera en mi silla de ruedas, en menos tiempo del que usted gastó en su bicicleta”, me dijo.
Me dio otro título, el de iluso.

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