viernes, 6 de mayo de 2016

Personajes de la vida cotidiana. Pescadores artesanales, perfiles laboriosos en el horizonte marino


Halando una cuerda de 600 metros, rompiéndose las palmas de sus manos, encontré a veinte pescadores artesanales en las playas de Manzanillo, en Cartagena, en una emotiva y elocuente actitud de trabajo grupal, para traer desde la inmensidad marina su atarraya gigante que contiene las capturas de la jornada.
Pero, más que su pesca, lo que realmente se percibe entre las olas cadenciosas, es la reanimación de su espíritu de lucha y su sentido de camaradería, condición común a todos los colombianos de “mano pueblo”, que recurren a la creatividad y a la imaginación para inventarse formas de subsistencia en medio del buen humor.
La gritería confusa en uno de los sectores de la playa llamó mi atención y entonces, llevado por el olfato del buscador de historias, me metí entre los pescadores quienes, como hormigas arrieras que entran y salen de su morada, tiraban enérgicamente de un lazo grueso de poliéster que salía lentamente del lecho marino. Y regresaban al agua en una procesión armónica e incesante.
Ignorados por la sociedad, con la pobreza evidente como su única opulencia, pero pacientes y simpáticos, estos colombianos humildes repiten sus tareas todos los días, sin  descanso, madrugan a instalar las redes como un arte cotidiano y en la tarde, también mediante un procedimiento singular y en colectivo, recogen la cosecha.
La pesca artesanal puede variar de un sitio a otro, aún entre los mismos habitantes de las costas, como en los ríos y lagunas del país, pero regularmente es una actividad que no genera afectaciones nocivas para el medio ambiente pues todas las modalidades utilizan artes pasivos cuyos impactos en el medio acuático son mínimos.


-Se llama pesca de “boliche”, me dijo Winston Hawnon, líder del grupo, al que simplemente llaman “la Junta”.Esta actividad es diaria, genera beneficios para nuestras familias y también algunos excedentes que se le venden a las comunidades locales”.
-Al pescar cerca de la costa no se consume tanto combustible por lo que las emisiones de productos contaminantes son mínimas y como la actividad se desarrolla diariamente, el pescado es de mayor calidad y frescura, me dijo mientras supervisaba el avance de la cuerda.
-Ya nos falta poco, dijo mostrándome un tronco que flotaba a unos 200 metros de la playa. Pero  no se suelte de la cuerda y “jale” con verraquera.
Su lenguaje atropellado, más enredado que los peces en la red, me confundió inicialmente y hasta pensé que desaprobaban mi intromisión en su trabajo pero emocionado por el espectáculo me acerqué al grupo.
-Para mí, esto es una fiesta y quiero meterme al baile, le dije a uno de ellos que salía del agua avanzando hacia la playa, y me pegué de la cuerda.  Le metí toda la fuerza y mis manos resbalaron en vano, dejando la sensación ardorosa de las quemaduras.
-Coja la cuerda, cierre las manos, apriete con fuerza, estréchela contra el pecho y “jale”, me dijo un viejo de piel tostada y manos encallecidas que observó mi inútil gesto de colaboración.
Con las manos en candela, agotado por el esfuerzo, recorrí esa llanura ondulante ilimitada en busca de una señal sobre el avance de la atarraya, pero la reflexión de los rayos solares de las 3 de la tarde formó un espejismo deslumbrador que me hizo cambiar de perspectiva.
-Ahí viene, dijeron, y seguidamente aumentó la algarabía, por la proximidad del trofeo. Pero era necesario aumentar la fuerza a pesar de que todos los miembros de la cuadrilla estaban en la playa, menos el motorista quien a bordo de una lancha pequeña cuidaba la pesca recogida en la primera faena y coordinaba las tareas de recuperación y envolvimiento de la cuerda que llegaba.
Todos preparados para el jalonazo final, para la lectura de la poesía trascendental que llegaba encerrada en el monumental tejido de malla. Ante la veintena de espectadores, apareció la atarraya, una bolsa gigante, y desde su interior salieron los sonidos trepidantes de la agitación, del choque de los miles de sardinas y otros peces atrapados que en vano luchan por su liberación, como el pueblo que se lamenta impotente absorbido por las trampas del despotismo, la corrupción, la exclusión, la discriminacón y la politiquería.
Un espectáculo de goce y dolor simultáneo, pues el triunfo de unos, generalmente implica el dolor de otros. Es la bandera de su trabajo, la prenda fragante sacada de las entrañas del mar.

Me fundí con los protagonistas de este episodio de cotidianidad, aunque algunos compartieron en silencio su esfuerzo con la cuerda, como ejemplos de las figuras complejamente introvertidas que tiene Colombia en regiones reconocidas precisamente por su carácter abierto y su facilidad para entablar relaciones con los demás.
Antes de perderse en el espacio infinito del mar, los gritos triunfales sonaron también como campanadas que alertaron a las tijeretas, gaviotas, fragatas, marías mulatas, garzas, gallinazos y otras aves de tamaño pequeño y medio que circundan la playa, sobre el inminente platillo que les dejan los pescadores con los desechos y animales descartados de la actividad.
Enseguida comenzó su sobrevuelo, un enjambre multicolor y multiforme  nos coronó, casi nos rozó las cabezas y la vibración sonora se repitió como el sonido de un motor en marcha. Algunas gaviotas aterrizaron muy cerca y las más osadas picotearon la red mientras las tijeretas y fragatas se posaron sobre los árboles desnudos, cerca de la playa, a la espera de la torta. Las “maría mulata”, recogieron sardinas lanzándose en picada, de manera furtiva, sin detenerse, en uno de los más simpáticos movimientos acrobáticos que he visto.

Abierta la malla, comenzó la selección de los peces por parte de los miembros de “la Junta”: sierras, agujas, arenques, corvinas y, principalmente, sardinas  que son vendidas a los criaderos de salmón y pagadas a $10 mil por cada barril pequeño o “cuñete” en los que viene envasada la pintura. Por falta de espacio en la lancha, miles de sardinas fueron descartadas y al ser abandonadas en la playa representan fuente importante de alimento para algunas aves y carroñeros que son pieza valiosa en el equilibrio del ecosistema, pues al consumir los cadáveres eliminan fuentes de contagio de enfermedades.
Las aves que habitan los contornos han desarrollado un “condicionamiento clásico”, en palabras de los psicólogos, y todas las tardes llegan, como un relojito, de manera simultánea con la extracción de la pesca y hacen parte del entorno en las tranquilas playas de Manzanillo.
En el sector de Bocagrande, principalmente, los pescadores venden al detal el producto de su faena, a precios muy favorables para la gente de los sectores populares que también, como las aves, llega al atardecer en espera de las ofertas del día. Del mismo modo, allí también están las aves, atraídas por el movimiento de personas y el olor de la pesca, pero a diferencia de la playa, les va muy mal pues los compradores se llevan todo su alimento.
Los pescadores, los turistas, las aves, los sonidos, el paisaje, la calma infinita de la tarde, la arena que enciende las plantas de los pies, las olas perennes, el mar y el firmamento infinitos, son los componentes de esa decoración como de ensueño que toca el alma como una caricia misteriosa.
Por eso, viajar por el país es como releer un libro, una forma suprema del placer.
¡¡Esa es Colombia, colorida y armoniosa!!!







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