Calle 36 con carrera 26, barrio El Jazmín, hoy Santander |
Caminando por los senderos de la evocación, me tropecé justo en la esquina de la calle 36 con carrera 22, con una casa vieja en donde funcionaron algunas aulas de la escuela Jesús María Ocampo. Me detuve emocionado ante el recuerdo de tanta belleza espiritual sepultada bajo ese rancho y, como arrancada por la fuerza de un huracán, emergió la figura del profesor Ramón Velásquez, con quien aprendí las primeras letras y de quien, asimismo, recibí los primeros castigos por mi conducta de diablo chiquito.
Sentí que no podía continuar sin dedicarle unas cuantas líneas a ese sector de Armenia, el antiguo barrio el Jazmín, lindo nombre de ese oloroso arbusto, de flores de 5 pétalos, soldados por la parte inferior a manera de embudo, que por asuntos relacionados con la politiquería, sufrió el cambio de nombre…le pusieron barrio Santander. Así son los políticos, cambian perfumes por mierda.
En la esquina del frente, funcionó la más grande tienda del sector, La Palmera, de Doña María Agudelo y su esposo Pedro Villamizar, y una cuadra más abajo, las aulas hermanas de la escuela en donde mandó con mucho criterio el profesor Luis E. Olarte, pero a quien se le salió de las manos muchas veces la anarquía escolar al paso de “Buche”, la demente incurable que entraba en crisis peligrosas de disociación de sus funciones síquicas cuando le gritaban su apodo, desde las ventanas de la escuela.
Zurda, con su cauchera de dos hilos sin orqueta, Buche fue durante muchos años un factor de perturbación grave, no solo en el barrio El Jazmín, sino en toda la ciudad y no es exagerada la afirmación de entonces, según la cual cuando una persona alcanzaba algún reconocimiento le decían que se había vuelto más famosa que esa loca. Mientras los muchachos estimulábamos los trastornos de la loca como una manera de interrumpir la monotonía escolar, Buche comenzaba un periplo compulsivo y violento por todo el barrio, desde el parque hasta el paso del ferrocarril, por las calles 33, 34, 35 y 36. La gente se encerraba pero los “patos”, sacando la cabeza por los postigos –muy comunes entonces- gritaban el apodo y renovaban la pasión de Buche.
Calle 36 No 26-42, casa paterna entre los años 1956 y 1961 |
El sacerdote Fernando López, párroco de la iglesia de San José, con jurisdicción en el Jazmín, intentó en vano muchas veces apaciguar los arranques violentos de la famosa loca y algunos vecinos se vieron obligados a intervenir para protegerlo. En mi recorrido, vecinos del ahora Santander, recordaron la frecuente coincidencia de Buche con “Avenegra”, otro demente cuyo hábitat era la “Cueva del humo”, pero que también incursionaba por el sector. Su mención, me recordó al otro “Pinga Pérez”, un manco alcohólico que merodeaba principalmente por los cafés y cantinas del centro de Armenia, de mesa en mesa. Fue un personaje simpático que algunas veces, a causa de la sobredosis, ofrecía espectáculos bochornosos que obligaron la intervención de las autoridades.
Los escolares nos gozábamos a Buche, pero nos aterrorizábamos ante otro personaje siniestro de la época, el “Mono Pirobo”, un individuo blanco, alto, que usaba gafas oscuras, que nos acosó muchas veces con piropos de doble y triple calibre. También recordaron a “Chencha”, una mujer bajita y coja que solo se perturbaba cuando le hablaban de su estatura.
El "Conde de El Jazmín" o "doctor cuajada", y “Guacarí” fueron otros personajes del barrio, satanizados por los muchachos pero realmente inofensivos.
Las familias Rave y Castañeda fueron las más numerosas del barrio, con sus pilares don Jacobo y don Félix, respectivamente, un conductor de taxi que con el paso de los años alcanzó figuración y reconocimiento en la empresa Tax Páramo. Junto con don Kiko Mesa, Mercedes Rodas, la familia Quintero, don Tista Velásquez, Juan Casallas, Arcángel Espinosa, la familia Aguilar, doña Carlota León, con su fábrica de arepas, la familia Ramírez, los hermanos Garcés, uno de ellos conocido como “Chonto” y excelente futbolista. El barrio creció con su nuevo nombre y comenzó la construcción de las nuevas viviendas que remplazaron a las casas de bahareque.
Esas horas inquietas de la niñez romántica y lirica, que ya son rumores lejanos del viaje que empezamos en el Jazmín, tuvieron el acompañamiento de la profesora Hortensia en la escuela de niñas, Nuestra Señora del Carmen, y de don Diego Mejía Mejía, con los muchachos, que tomamos leche abundante y comimos grandes pedazos de queso amarillo en los recreos, como parte del programa gringo “Alianza para el progreso”.
Esquina de la calle 36 con carrera 22, costado sur-oriental del actual parque del barrio Santander |
El servicio de transporte público lo prestaba la naciente cooperativa de buses urbanos o buses blancos, que competía con la de los buses amarillos y era algo así como la empresa pobre contra la rica. Buses que salían de rutas nacionales, de expreso boliviariano, flota Magdalena y expreso Palmira, eran enganchados a la cooperativa sin cambiarles de pintura. Eran los parches de la empresa, pero los más preferidos porque representaban la renovación del parque automotor.
Las preocupaciones de hoy son demasiado tristes frente a las de entonces, cuando en medio de la jocosidad, el facilismo y especialmente la tranquilidad se alegraban los momentos más trascendentales de la vida infantil. Las noches del alumbrado, de la velitas, transcurrían en absoluta calma, sin los temores de hoy derivados de la inseguridad, la violencia y la pólvora, y quizás una de las mayores atracciones era la de recorrer el barrio en una divertida tarea de recolección de parafina, con la que construimos figuras de distintas formas y tamaños. Hoy, las velitas fueron sustituidas por las luces eléctricas y en las calles abundan los tacos de pólvora y los ladrones.
Además, muchos niños viven en las calles, con sus conciencias y cuerpecitos deformados por una sociedad que los satanizó por su pobreza y los marginó, los arrinconó a los vericuetos tenebrosos en donde aprenden a delinquir para sobrevivir. Esos niños que no gozaron en la escuela sino que sufrieron en las calles, son los delincuentes que te matan para robarte el celular.
Nostálgico de estos bellos parajes de la memoria, llegué a casa y entonces mi vida reapareció fría, desnuda y desgarradora, como si una mano traidora me hubiera puesto en la frontera de la realidad. ¡Claro!, en una fiesta del niño, mi mama me disfrazó de diablo, con cachos y cola…hice llorar a muchos pequeños y asusté hasta los mayores pero no he podido dejar de ser el diablo que me pusieron encima.
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