martes, 31 de marzo de 2015

CUANDO LLEGARON LAS PALOMAS




Desde la Biblia se relata cómo Noé envió a una paloma después del diluvio a buscar alguna señal de vida, la paloma regresó con unas hojas de olivo en el pico, como señal de que la Tierra estaba reverdeciendo y que todo estaba nuevamente en paz después de la tormenta.
Fiel, dócil y generosa, la paloma por su labor mensajera, ha prestado un gran servicio  de  comunicación entre los hombres.

Aunque varios lustrabotas del parque Santander -o plaza Pizarro- de Florencia se disputan la condición de haber sido los precursores de la presencia de las palomas que ahora le dan un toque ambientalista y hospitalario a este sitio de la capital caqueteña, todo el gremio se preocupa por el bienestar del ya crecido número de aves y su polluelos que pían sonoramente desde muy temprano en los altos palomares frente al histórico hotel Plaza.
El "viejo Guatu", uno de los más antiguos emboladores del parque principal de la ciudad, y todos sus colegas, manejan por estos días una carreta común encaminada a despertar el interés de la gente hacia los animales ornamentales, su respeto, su  participación en el suministro de alimentos y en el cuidado  y mejoramiento de las casetas de alojamiento e incubación de las mas consentidas mascotas del departamento.
El viejo anhelo de tenerlas cerca, junto a los zapatos que lustran, debajo de las casetas construidas después de muchos esfuerzos y cantaletas, se hizo realidad tras numerosos intentos desconocidos por la mayoría de las personas que desfrutan con la presencia de estas aves,emblemáticas de la paz y la reconciliación.
Un día se robaron varias palomas del batallón Juanambú, pero aparentemente tenían algo de mensajeras porque al día siguiente regresaron a la unidad militar, en donde algunos soldados regaron el chisme alusivo al intento de trasplantar las aves al parque principal y el comandante de entonces vino hasta donde los emboladores y les advirtió sobre las sanciones que les impondría si persistían en ese proyecto.
En un segundo intento muy recordado, reunieron 6 parejas llevadas desde la naciente invasión de Las Malvinas, pero los animales estaban tan hambreados que todas las emboladas del día fueron para el maíz. Dos días después, y ante la incapacidad para sostenerlas, las devolvieron a sus dueños, unos campesinos de Cartagena del Chairá, pero aprendieron una lección de biología según la cual las palomas tienen uno de los más altos metabolismos entre todas las aves, lo que las empuja a comer de manera casi compulsiva.


Pasados algunos meses, hicieron una colecta porque la idea de poblar el parque con palomas les daba vueltas en sus cabezas. Compraron 30 ejemplares, entre los cuales llegaron mensajeras, moñudas, calzadas, de toca, de castilla y comunes , pero las deficiencias de las viviendas, la humedad y la escasez de alimentos, facilitaron el desarrollo de una peste que las acabó sin contemplaciones. Pero su discurso se mantuvo con los clientes cotidianos, entre quienes estaban voceros representativos del gobierno, los gremios, los comerciantes y medioambientalistas.
Esa carreta reiterada empezó a producir palomas que, acomodadas en sitios  adecuados levantados con la colaboración de particulares y algunas autoridades, se multiplicaron en una promisoria población que ya es reconocida por propios y turistas. Además, ofrece un ambiente de tranquilidad y vistosidad, atractivos especiales para la población infantil, al estilo de los grandes parques del mundo.
"El cuento se mantiene", asegura Guatussi, pues no siempre tenemos que hablar de la "mechita" de mi alma, el América de Cali. Porque las necesidades de alimento, vivienda y droga son crecientes debido al aumento de la población y por eso, con cada lustrada, con cada cepillada, con cada "encharolada", los "lustras", le meten el cuento a sus clientes aunque ya se hayan retirado un poco del entorno de las palomas, por disposición del gobierno que los ubicó en el primer piso del edificio de la administración municipal.
Cuando se produce un ruido inusual en el parque, su cielo se engalana con parches multicolores que cada vez son más grandes y bulliciosos en la capital del Caquetá, una región sacudida por la violencia, cuyos habitantes reclaman con vehemencia el regreso de la paz, cuyos símbolos, las palomas llegaron un día y se quedaron para siempre en el seno de la ciudad. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Madres tabajadoras. artistas de la arepa



Como los escultores que pulen sus obras de arte, las fabricantes artesanales de arepas manejan sus manos con armonía y destreza para obtener este derivado del maíz, considerado como uno de los elementos constitutivos de la cultura cafetera, imprescindible en la dieta mañanera de un alto porcentaje de la población. También son muy visibles en las tardes y noches, cuando refinan el producto, lo complementan con queso, carne, chicharrón, huevo y otros ingredientes para darle un valor agregado.
En Armenia y el Quindío son personajes muy reconocidos, especialmente en los sectores populares, en donde hacen parte del paisaje, del colectivo local y funcionan como conectores entre la gente que se reúne en los puntos de venta,junto a las brasas y la parrilla, a esperar su pedido. Mientras se doran sus arepas, los clientes interactúan de manera muy particular y espontánea, se informan, comentan, preguntan y algunos dejan allí algunas penas o aventuras,como lanzadas por un micrófono o publicadas por un diario. Son los primeros eslabones de la sociología del chisme en donde se observa una reproducción sistémica de la sociedad y se percibe la simpática diversidad de productos lingüísticos. Estos puntos son, del mismo modo, el comienzo de las tergiversaciones comunicativas.
Detrás de las fabricantes de arepas comunes –las que más se venden- hay espíritus nobles, algunos de ellos desterrados del empleo, del campo o de la violencia.Muchas de ellas salieron a la ciudad dejando dolorosamente sus parcelas campesinas, desplazadas por la violencia. Algunas fueron héroes en otras actividades y el desempleo las puso junto al fogón, el maíz, el carbón y el molino. Y junto al reloj, pues son trabajadoras que están en pie a las dos  de la madrugada porque sus primeros clientes llegan a las 5.


En la urbanización El Limonar, doña Rubiela Londoño, de 73 años, y su hija, Adiela García, completaron 21 años al frente del punto más reconocido de venta de arepas del sector. Recordaron que el negocio lo empezó  otro miembro de la familia, Luis Alfonso García, “con un horno reverbero pequeño construido en una lata en las que empacaban la manteca vegetal y una parrillita para 5 arepas, en una esquina cercana al polideportivo del barrio”. “Entonces, agregó Luis Alfonso, cocinábamos un kilo de maíz, lo molíamos en una máquina manual, atizábamos el fuego con una “china” y  vendíamos las arepas a $20”.
La demanda creció muy rápido y solo 6 meses después fue necesaria la integración de toda la familia para atender eficientemente la clientela de una venta que solo se detiene el 1º de enero, “aunque llueva o truene”. En la actualidad, se atiende la demanda con dos arrobas de maíz, se utiliza un molino eléctrico, se atizan las brasas con un ventilador y las arepas, que se asan sobre una parrila de un metro cuadrado, se venden a $250 y $300.
“En cada arepa se va una rodaja de mi corazón”, declaró doña Rubiela para significar el cariño que le pone a su actividad, dividida en dos jornadas, la primera de las cuales comienza a las dos de la mañana con la molienda y la armada de las arepas, previa a la apertura de ventas, a las 4.30, que se prolonga hasta las 10. Tras un breve descanso, la rutina se repite entre la una y las 4 de la tarde, cuando comienza la venta vespertina hasta las 8 o 9 de la noche. Es el momento del regreso a su soledad y al sueño, por un sendero repetido constantemente con la presión de los minutos y el cansancio que no les permite siquiera pensar en sus penas.
Mientras le da forma a una arepa –de las de bola- doña Adiela García se queja de  la injusticia social que le hace honores a otros oficios, les decreta fiestas y conmemoraciones, y les da estímulos. Al igual que a otras tareas y trabajadores, el común de la gente las reconoce como verdaderos personajes de la vida cotidiana,  visibles en las esquinas de  los barrios, fraternales, simples y candorosas  pero invisibles en el mapa social.
Estas orfebres maravillosas tienen la pasión por la forma, son simpáticas, sus sitios de trabajo son la extensión de sus cocinas y aman a los compradores, conocen sus preferencias  y los satisfacen como a sus hijos: a unos les gustan doradas, otros las prefieren tostadas, algunos las piden con quemaduras, el vecino más cercano pide una “bola”, el chofer de bus reclama una “gruesita” y para los niños son mejores las delgaditas porque“quedan bien con la mantequilla”.


También distinguen las características comunicativas de sus compradores porque en los puntos de venta se vive un exceso de oralidad, dada la confianza y el reconocimiento mutuo, lo cual ofrece una especie de libertinaje verbal que retrata la realidad, sin eufemismos, en una reproducción permanente, con la cual se garantiza la permanencia del sentido y del significado de las palabras.Y la identidad real de cada persona, despojada de la hipocresía que le imponen las reglas sociales.
Con las pavesas adheridas a sus rostros enrojecidos por el calor de las brasas,orgullosas de su trabajo, apartadas del bullicio característico de la recreación subversiva que sus clientes se dan con el lenguaje, las vendedoras de arepas traspasan el umbral de sus casas y muchas veces no encuentran ni labios que les sonrían ni brazos que se abran para saludarlas. Toman posesión de su soledad y muchas veces, agotadas, caen dormidas con un bulto de carbón como cabecera.

sábado, 21 de marzo de 2015

La Mesa -Cundinamarca- una cabaña protegida por la belleza y la simpatía



Un fin de semana con los ojos puestos sobre la naturaleza cálida y colorida, es un privilegio que nos consuela en medio de tantos sueños insatisfechos y ante la palidez de este, nuestro país, sometido por la politiquería y la corrupción, arrodillado, silencioso y conformista.
Metida en un hueco, en una ladera de la cordillera, protegida por vegetación abundante y rodeada de frutas y rosas, bajo un sol ardiente y espectacular, con un cielo azul absoluto, como si acabaran de lavarlo, la Mesa es como una visión, como un sueño de esos que uno tiene cuando se duerme muy cansado.
Frente a la belleza, se acentúa la nostalgia de las selvas lejanas del amado Caquetá, de sus ríos portentosos, de sus misterios. Pero también, crece el pesar por otros tantos recursos nacionales entregados, regalados a los extranjeros por nuestros "dirigentes" vende patria. Crece, del mismo modo, el enojo por los altos niveles de contaminación que, aquí mismo, ya son preocupantes.
Cuando llegamos a la edad adulta, muy adulta -porque eso de la tercera edad sí que es una mentira- en esos años cuando a veces no sabemos qué hacer con la vida, es muy dulce, es reconfortante darle un beso a la naturaleza, como a la última enamorada. 

 Todos le debemos un poema, si se quiere heroico, a la naturaleza, pero muchos, sin embargo, no le  reconocen siquiera sus bondades...la verdadera bondad no existe, como dijo un autor, "la mayoría son agiotistas del corazón" porque siempre esperan más de lo que le prestan a la "Pacha Mama".
Una carretera impecablemente demarcada y adecuadamente señalizada es la que nos lleva hasta este cálido municipio cundinamarqués, aparentemente favorecido por su condición de vecino de la más rancia burguesía criolla. "Las familias del presidente Santos y de otros oligarcas y burócratas circulan frecuentemente por esta vía", nos comentaron tras el elogio de las excelentes condiciones de la carretera.

 Es un ejemplo de las finas atenciones que reciben las propiedades de los gobernantes y poderosos, en contraste con las obsoletas y vetustas carreteras que comunican a la  gente de a pie.
Y, en el parque principal, ante la soberbia catedral de Santa Bárbara, muchas personas denunciaron que un alcalde, en un arrebato brutal de "heroísmo", taló 3 ceibas gigantes que históricamente fueron las guardianas del municipio. Con ellas, el funcionario destruyó las sombras refrescantes y el ensueño de su moradores que ahora recuerdan con nostalgia las ruinas de ese patrimonio.

Personalmente, soy tenazmente fiel al recuerdo del placer, que para muchos es efímero, como todas las formas del amor. Por eso, cierro los ojos, me hundo en la lejanía del paisaje y lo disfruto, como lo disfrutó Alberto "el pato" Ramírez. La memoria de la cámara se llenó por los deseos compulsivos de retratar la belleza de las flores, las frutas y del felino grandulón de la familia García Godoy que nos acogió con alegría y sencillez. Por momentos, nos vimos forzados a eliminar las fotos del gato, para darle paso a las fotos del "pato".
A la hora del crepúsculo, y mientras miraba el cielo pálido y el sol ya vencido y apagado, en la calma que precede a la soledad del campo, y entre el perfume de los frutales cercanos, pensé que si tuviera que morir en este momento, sería una agonía placentera con esa belleza que se queda en el corazón.
Es cuando uno piensa que, definitivamente, el placer es tan efímero, que apenas tenemos tiempo de vivirlo. Y, también, cuando somos concientes de que sentimos miedo de nosotros mismos y entonces somos empujados hacia el lago encantado de Narciso...es cuando nos sentimos orgullosos  de nosostros mismos, aunque estemos vueltos de espaldas a la realidad.


viernes, 13 de marzo de 2015

De regreso al barrio "El Jazmín"



Caminando por los senderos de la evocación, me tropecé justo en la esquina de la calle 36 con carrera 22, con una casa vieja en donde funcionaron algunas aulas de la escuela Jesús María Ocampo. Me detuve emocionado ante el recuerdo  de tanta belleza espiritual sepultada bajo ese rancho y, como arrancada por la fuerza de un huracán, emergió la figura del profesor Ramón Velásquez, con quien aprendí las primeras letras y de quien, asimismo, recibí los primeros castigos por mi conducta de diablo chiquito.
Sentí que no podía continuar sin dedicarle unas cuantas líneas a ese sector de Armenia, el antiguo barrio el Jazmín, lindo nombre de ese oloroso arbusto, de flores de 5 pétalos, soldados por la parte inferior a manera de embudo, que por asuntos relacionados con la politiquería, sufrió el cambio de nombre…le pusieron barrio Santander. Así son los políticos, cambiaron los perfumes por mierda.
En la esquina del frente, funcionó la más grande tienda del sector, La Palmera, de Doña María Agudelo y su esposo Pedro Villamizar, y una cuadra más abajo, las aulas hermanas de la escuela en donde mandó con mucho criterio el profesor Luis E. Olarte, pero a quien se le salió de las manos muchas veces la anarquía escolar al paso de “Buche”, la demente incurable que entraba en crisis peligrosas de disociación de sus funciones síquicas cuando le gritaban su apodo, desde las ventanas de la escuela.
Zurda, con su cauchera de dos hilos sin orqueta, Buche fue durante muchos años un factor de perturbación grave, no solo en el barrio El Jazmín, sino en toda la ciudad y no es exagerada la afirmación de entonces, según la cual cuando una persona alcanzaba algún reconocimiento le decían que se había vuelto más famosa que esa loca. Mientras los muchachos estimulábamos los trastornos de la loca como una manera de interrumpir  la monotonía escolar, Buche comenzaba un periplo compulsivo y violento por todo el barrio, desde el parque hasta el paso del ferrocarril, por las calles 33, 34, 35 y 36. La gente se encerraba pero los “patos”, sacando la cabeza por los postigos –muy comunes entonces- gritaban el apodo y renovaban la pasión de Buche.

El sacerdote Fernando López, párroco de la iglesia de San José, con jurisdicción en el Jazmín, intentó en vano muchas veces apaciguar los arranques violentos de la famosa loca y algunos vecinos se vieron obligados a intervenir para protegerlo. En mi recorrido, vecinos del ahora Santander, recordaron la frecuente coincidencia de Buche con “Avenegra”, otro demente cuyo hábitat era la “Cueva del humo”, pero que también incursionaba por el sector. Su mención, me recordó a "Pinga Pérez", un manco alcohólico que merodeaba principalmente por los cafés y cantinas del centro de Armenia, de mesa en mesa. Fue un personaje simpático que algunas veces, a causa de la sobredosis, ofrecía espectáculos bochornosos que obligaron la intervención de las autoridades.
Los escolares nos gozábamos a Buche, pero nos aterrorizábamos ante otro personaje siniestro de la época, el “Mono Pirobo”, un individuo blanco, alto, que usaba gafas oscuras, que nos acosó muchas veces con piropos de doble y triple calibre.  También recordaron a “Chencha”, una mujer bajita y coja que solo se perturbaba cuando le hablaban de su estatura. “Repollito" y “Guacarí” fueron otros personajes del barrio, satanizados por los muchachos pero realmente inofensivos. Repollito se hizo famosa por su vehemente pasión por el Atlético Quindío, cuyo jugador emblemático, Roberto, "Benitín" Urruti, se hizo igualmente merecedor del aprecio de la gente y de quien fui su alumno en la selección infantil del Seminario menor San Pio X.
Las familias Rave y Castañeda fueron las más numerosas del barrio, con sus pilares don Jacobo y don Félix, respectivamente, un conductor de taxi que con el paso de los años alcanzó figuración y reconocimiento en la empresa Tax Páramo.  Junto con don Kiko Mesa, Mercedes Rodas, la familia Quintero, don Tista Velásquez, Juan Casallas, Arcángel Espinosa, la familia Aguilar, doña Carlota León, con su fábrica de arepas, la familia Ramírez,  los hermanos Garcés, uno de ellos conocido como “Chonto” y excelente futbolista, el barrio creció con su nuevo nombre y comenzó la construcción de las nuevas viviendas que remplazaron a las casas de bahareque.
Esas horas inquietas de la niñez romántica y lirica, que ya son rumores lejanos del viaje que empezamos en el Jazmín, tuvieron el acompañamiento de la profesora Hortensia en la escuela de niñas, Nuestra Señora del Carmen, y de don Diego Mejía Mejía, con los muchachos, que tomamos leche abundante y comimos  grandes pedazos de queso amarillo en los recreos, como parte del programa gringo “Alianza para el progreso”.
El servicio de transporte público lo prestaba la naciente cooperativa de  buses urbanos o buses blancos, que competía con la de los buses amarillos y era algo así como la empresa pobre contra la rica. Buses que salían de rutas nacionales, de expreso boliviariano, flota Magdalena y expreso Palmira, eran enganchados a la cooperativa sin cambiarles de pintura. Eran los parches de la empresa, pero los más preferidos porque representaban la renovación del parque automotor.
Las preocupaciones de hoy son demasiado tristes frente a las de entonces, cuando en medio de la jocosidad, el facilismo y especialmente la tranquilidad se alegraban los momentos más trascendentales de la vida infantil. Las noches del alumbrado, de la velitas, transcurrían en absoluta calma, sin los temores de hoy derivados de la inseguridad, la violencia y la pólvora, y quizás una de las mayores atracciones era la de recorrer el barrio en una divertida tarea de recolección de parafina, con la que construimos figuras de distintas formas y tamaños. Hoy, las velitas fueron sustituidas  por las luces eléctricas y en las calles abundan los tacos de pólvora y los ladrones.

Además, muchos niños viven en las calles, con sus conciencias y cuerpecitos deformados por una sociedad que los satanizó por su pobreza y los marginó, los arrinconó a los vericuetos tenebrosos en donde aprenden a delinquir para sobrevivir. Esos niños que no gozaron en la escuela sino que sufrieron en las calles, son los delincuentes que te matan para robarte el celular.
Nostálgico de estos bellos parajes de la memoria, llegué a casa y entonces mi vida reapareció fría, desnuda y desgarradora, como si una mano traidora me hubiera puesto en la frontera de la realidad. ¡Claro!, en una fiesta del niño, mi mama me disfrazó de diablo, con cachos y cola…hice llorar a muchos pequeños y asusté hasta a los mayores... pero no he podido dejar de ser el diablo que me pusieron encima.
 PD: la primera foto corresponde a la calle 36 con carreras 23 y 24. La segunda es la calle 36 No 26-42, mi casa de entonces, y tercera, la esquina del parque del barrio, en la calle 36 con carrera 22, cerca a la terminal de transportes.

jueves, 12 de marzo de 2015

Vendedores ambulantes, gregarios de la organización social



Voceadores enérgicos de todas las horas, queridos por muchas señoras a las que les llevan lo que necesitan, reconocidos en distintos sectores populares y en la zona céntrica de ciudades y pueblos; odiados por algunos comerciantes y por maridos celosos, con su cara de cansancio y sus carretas de combate, los vendedores ambulantes son otros personajes de la vida cotidiana que convierten su oficio en una obsesión compulsiva.

Todo lo que hacen, desde el menor de sus gestos hasta lo más complicado de su tránsito con la carga sobre sus hombros, en bicicletas, carretas y viejos autos, les sirve como ejercicio de perfección de su oficio hasta obtener la  calidad excepcional que muestran orgullosos. Siempre están involucrados con sus clientes, con los intereses del colectivo y, como todos los individuos de la clase popular, utilizan una forma de comunicación tradicional que se desenvuelve sin importar los prototipos sociales, ajena a los mandatos gramaticales y regularmente reforzada con gestos y movimientos corporales.

El vendedor de pescado, el mazamorrero, el verdulero, el de las frutas, el de las bolsas de la basura, el de los trapeadores y escobas, los que ofrecen la miel de abeja, el quesero, el de los repuestos para la olla pitadora, los del chontaduro, el de las velas e inciensos, los voceadores de prensa -en vía de extinción- y los más humildes con sus chazas llenas de dulces y cigarrillos, son los principales trabajadores caminantes, conocedores de extraños vericuetos por los cuales llegan hasta los confines casi imposibles de las ciudades.


Por calles y avenidas van dejando sus huellas, casi de sangre, y en las cañadas se repiten los ecos de sus voces que, casi clamorosas, difunden los productos que llevan y con muchos de los cuales algunas veces regresan, desconsolados, a sus moradas.

Arley Marín ha gritado y transportado productos desde siempre, pero solo hace 15 años comenzó su recorrido por los barrios de Armenia, desde  el Santander, donde reside, hasta Corbones y El Paraíso. Entrado en años, afirma que el polvo ceniciento que lleva en su cabeza no le produce tristeza sino satisfacción y se considera un “buen peregrino” pues en muchas casas lo acogen con simpatía y cariño.

“Lo más duro para mi es mirar una calle vacía, no ver nada en el horizonte, no encontrar a los clientes habituales, no sentir quién responda a mi voz… eso pesa más que la carreta cargada con plátanos y aguacates, subiendo por la calle de las arrugas”,respondió Marín a la pregunta del cronista sobre sus momentos más difíciles.

Parientes cercanos de los vendedores estacionarios, los ambulantes no tienen problemas con las autoridades por su condición de emigrantes permanentes, de “hombres libres”, como se declaró Alexander Hurtado el vendedor de mazamorra que recorre 14 barrios diarios en su triciclo, entre las 8 de la mañana y las 5 de la tarde, empujando una “india” en la que cabe de cuclillas.

El ingenio de los estos personajes pintorescos y casi exclusivos del entorno social colombiano, se palpa en su capacidad para reproducir la vida cotidiana hasta en las condiciones más difíciles y en su agudeza para caricaturizar la realidad, la coyuntura política, económica y social. Su lenguaje procaz, con todas sus desviaciones semióticas, es un enlace fundamental  de la red comunicativa popular, tan poderosa como las redes sociales de la era digital.

Aunque el fenómeno del desplazamiento ha introducido nuevos elementos y variantes, incluida la contaminación de los “callejeros” por pequeñas organizaciones criminales, el vendedor ambulante tiene una actitud honesta y fraternal, es su principal producto y su mejor oferta, por encima de la calidad de los artículos que transporta.

Son eslabones importantes pero sin reconocimiento de la cadena social, sin celebridad y muchas veces estigmatizados por su condición humilde, por su apariencia y por su vocabulario, pero la mayoría tiene mayor fuerza moral que muchas personas “bien vestidas” que son mencionadas con frecuencia por los medios de comunicación. Son individuos que trabajan duro, no tienen seguridad social ni prestaciones económicas. Le dan la espalda a los problemas de las clases dominantes pero le ponen el pecho a las dificultades derivadas de los mandatos de aquellas.

“Si no podemos cambiar la realidad nacional, gozamos con insultarla, hacemos la comedia y desarmamos nuestros espíritus con el buen humor, es algo así como una estrangulación permanente del dolor propio y del de la gente”, sentenció un vendedor de naranja “dulce” que no suministró su identidad pero confesó haber hechos varios semestres de una carrera universitaria. Es la nostálgica añoranza, una queja escondida de los privilegios que no tienen.

Los vendedores ambulantes hacen parte del grupo de desconocidos, de los vencidos que contemplan con buen humor sus propias penas y las arrastran al ritmo de sus carretas. Pero no las gritan, las digieren en silencio en la soledad de sus cuartos oscuros y escondidos en la periferia de pueblos y ciudades.


miércoles, 11 de marzo de 2015

Cocora, el valle vigilado por un ejército de palmas de cera




En el flanco occidental de la cordillera central y enclavado entre picos que miran, con celo y orgullo, hacia Armenia y Pereira, y también se asoman al departamento del Tolima, está Salento, el municipio más antiguo del Quindío, que hace parte de los abundantes e influyentes rasgos que dejó en la región la idiosincrasia paisa.
Punto de encuentro obligado de arrieros procedentes de Antioquia, Caldas, Tolima y Cundinamarca, principalmente, se convirtió en eje del corredor a través del cual se transportaron mercancías, alimentos, medicinas y hasta personas que pagaban los servicios de los silleteros. Como se sabe, los arrieros movieron el desarrollo y con ellos entraron el bien y el mal. A lomo de mula llegaron los elementos fundamentales para la vida, las enfermedades, las costumbres, los vicios, la religión, las medicinas y hasta las prostitutas. Entre las cañadas de Salento todavía se escuchan los ecos de los madrazos y decires de los arrieros. El ¡arre mula HP!, es tal vez, el mas generalizado y vigente signo lingüístico que dejaron los hombres del poncho, el zurriago –perrero, en otras regiones-, la enjalma y la mula. Y sus combinaciones constituyen el recurso semántico más utilizado por la población, tanto para expresar alegría como enojo. “Arre mulas maiceras, que arriba están las viejas fregueras”, es otra de sus expresiones más populares que, además, han sido interpretadas como simples pero sabias admoniciones sobre los peligros que se encuentran en la ruta de la vida.


Y a medio camino del ascenso en busca del Tolima, la topografía puso un refugio, lleno de manantiales, vegetación y neblina, custodiado por el ejército de palmas de cera del Quindío, el árbol emblemático de Colombia, en donde los loros orejiamarillos se mueven y suenan como una campanilla multicolor y multifonética. Aislado de la contaminación, irrigado permanentemente por una llovizna blanda y pertinaz, en medio del rumor de las aguas cristalinas y heladas del naciente río Quindío, el valle de Cocora es un oasis, fue un descanso para los arrieros y hoy es un tónico, un refugio para las penalidades del medio ambiente y de miles de personas que ascienden en carros particulares, buses de turismo y en los tradicionales Williz, la mula de las carreteras, cuyos conductores son los arrieros modernos.

Expediciones en alta, media y baja montaña, caminatas, cabalgatas, escaladas en muro y roca y hasta saltos acrobáticos suspendidos por una cuerda, entre la tupida vegetación, y otras manifestaciones extremas al aire libre, comienzan en el pequeño caserío que se ve como un hormiguero colosal los domingos, festivos y en temporadas de vacaciones. Los motoristas de los williz, los propietarios de caballos que los alquilan a $10 mil la hora y a $60 mil diarios para los recorridos largos, los comerciantes y los vendedores ambulantes y los guías que acompañan las expediciones, son quienes se mueven con mayor frenesí en medio de la congestión similar a la de la carrera séptima con 13, de Bogotá, a las 7 de la noche.
Aunque, como dije, existen muchas propuestas para los turistas, la más común es la caminata por un sendero relativamente amplio para el tránsito de las personas, que forma un agujero sinuoso y ondulante pero siempre en ascenso, en busca de la cumbre y entre un espeso bosque de neblina a medida que se avanza. La colonia de exploradores se dispersa, se alarga, se escuchan risas y gemidos, los destellos de las cámaras de fotografía rompen la niebla y, en contravía, aquellos que regresan de la expedición, unos a pie, otros a caballo, siempre con los guías pegados sutilmente a la cola de las bestias, que arrastran su cansancio.
Y de nuevo en el caserío, después de esa ensalada de aire puro, agua limpia, verde infinito y niebla acariciante, la trucha frita sobre un patacón tan delgado, rígido y crujiente como el papel mantequilla, complementa la gratificación y despierta la curiosidad sobre el proceso de preparación de este plato sin igual en la gastronomía colombiana.


El sentimiento de libertad y pureza que se vive a solo una hora de camino es solemne, imperturbable, con la sensación triunfal de una conquista gloriosa. La mansedumbre del bosque contrasta con la furia del viento, embriagadora y esquiva a la vez. Es como una visión de la victoria, o por lo menos para quienes amamos la naturaleza y rechazamos el maltrato que sufren diariamente los recursos del planeta.
Las palmas de cera, erguidas sobre el paisaje en un gesto formidable como guardianas insomnes de esta riqueza natural, baten sus hojas rasgadas como brazos al vacío infinito y se inclinan levemente ante el viento fugitivo...pero, de momento, esta fascinación se ve interrumpida por una sensación de duelo al pensar en la inconciencia e irresponsabilidad del hombre para con los dones de la naturaleza.
En Salento también se destaca su arquitectura tradicional, restaurada con elegancia; la simpatía de sus habitantes y es singular su escalera al mirador, desde donde se ven el valle de Cocora, Filandia, Circasia y, cuando las condiciones climáticas lo permiten, Pereira, Armenia y los nevados de Santa Isabel, del Tolima y del Ruíz.
Desde esa colina, a la que se asciende por una escalera tan inclinada y angosta como las que usan los bomberos, que provoca mareos y desalientos, Salento le recuerda al mundo que es el único municipio del eje cafetero que alojó al libertador Simón Bolívar cuando, enfermo, pernoctó allì antes de proseguir su viaje hacia la muerte en Santa Marta. Fue atendido por una joven enfermera de nombre Elcira y por doña Barbara de Uribe, según el apunte que nos hizo don Luis Angel Sánchez, experto en historia bolivariana.
En lo que sería su último viaje, el libertador Simón Bolívar pasó por Salento, en el sitio inicial de su fundación, Boquía, que fue arrasado por una avalancha. El pueblo fue trasladado al sitio en donde se encuentra actualmente pero conserva y proclama el honor de haber servido de posada para el libertador...estas fotos recogen el testimonio histórico y viviente de ese viaje de Bolívar...casi un año después, se produjo su muerte en Santa Martha


Esa escalera emblemática, el valle de Cocora y el recuerdo del paso de Bolívar cuando Salento estaba en Boquía, antes de su destrucción por una avalancha del nevado, constituyen ingredientes patrimoniales-ancestrales de sus habitantes laboriosos, orgullosos de su pasado heroico que miran con Fe y esperanza hacia el futuro. Y como en una rebelión contra los abusos que perjudican la naturaleza, siguen en el surco, en la siembra, el trabajo y la constancia, seguros de una cosecha abundante y florida y a la espera de una nueva gloria vertiginosa y medioambientalista.

viernes, 6 de marzo de 2015

Del tinto, a la tinta sangre




Itinerario de los caficultores en un país tocado por una insensata tendencia hacia la injusticia

Cuando la noche empezaba a tender sus alas sobre los guaduales y palos de café arábigo, mi mamá nos llamaba a la mesa larga, de tablas, en donde media hora antes habían comido 25 trabajadores, la mayoría recolectores de café y, antes de la frijolada, hacía una corta oración de agradecimiento por “el pan de este día”.

En verano, el sol se guardaba entre una llamarada y desde la finca se observaban las luces intermitentes de Armenia. En el horizonte se perfilaban las siluetas del alto de La línea. Un café humeante unía al grupo antes de las 8, en un ritual inaplazable, mientras una a una aparecían las estrellas como mariposas gigantes. Y, uno a uno, los labriegos iban soltando apuntes de su cotidianidad, reciente o lejana, de sus encuentros amorosos, de sus afanes en el surco, del drama de la jornada, de los “galones” de café recolectados, de la penuria para traerlos hasta la tolva, del chocolate derramado, del filo de su machete, del sombrero roto, de la culebra, del gusano “pollo”, de la arepa quemada, del caballo colorado, de la enjalma rota, de la muchacha de la cocina que todos los días le echaba dos carnes al desayuno, del encuentro con los guatines. (guaras, en otras regiones). Los más imaginativos mencionaban las peleas con el tigrillo y la danta y los más pequeños gozábamos con esas historias. Las mujeres cosían y hasta bordaban a la luz de las velas moribundas. Algunas se aventuraban a contar sus picardías, expuestas a los regaños de las mayores. Mis hermanos mostraban los trompos y las bolas de cristal ganadas en la escuela y yo mencionaba las carreras en la juega de “la lleva”, para distraer la atención de quienes me vieron en el rajadero de leña con la prima que llegó de Ulloa (Valle) al comienzo de la semana. Desde entonces, descubrí, quedé convencido de que todos tenemos una historia para contar.

Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron este retazo de Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Y de otros personajes que son componentes importantes de la cultura cafetera: el chofer del williz, el comprador de pasilla, que iba de finca en finca; la profesora de la escuela veredal, el negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.

Los descendientes de la cultura cafetera nacimos arraigados a la tierra, una raigambre cuya savia espiritual es la cotidianidad, la cercanía, la familiaridad, el amiguismo, el servicio, el buen humor, la sensualidad indescifrable y tenaz que, del mismo modo, complementan la cultura regional, su idiosincrasia.

Con el paso de los años, la ambición y el surgimiento de la política como administradora de la cultura pusieron una cadena invisible en el corazón de la humanidad para sujetar su desarrollo colectivo y propiciar el individualismo que brotó muy pronto, fracturó la familia y la sociedad y pulverizó los valores tradicionales de la cultura cafetera.

Ni la violencia de la década de los 50 logró desarticular la comunión de los pueblos cafeteros que sintieron en cada floración de sus palos, el reverdecimiento de sus ilusiones porque la esperanza siempre fue un mágico perfume que refrescó sus jornadas.

El narcotráfico, la violencia, la politiquería como elementos perturbadores de la realidad nacional en los últimos años, descompusieron los esquemas de funcionamiento social, invirtieron los valores, cambiaron el universo cultural de la gente y desviaron los recursos del Estado para la atención de las necesidades básicas de la población.

Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron este retazo de Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Y de otros personajes que son componentes importantes de la cultura cafetera: el chofer del williz, el comprador de pasilla, que iba de finca en finca; la profesora de la escuela veredal, el negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.




Anoche, en una finca de la vereda Golconda, de Armenia, muy cercana a aquella en donde viví de niño, cuando llamaron al tinto, un niño precoz me mostró la  mano cercenada de uno de los manifestantes del movimiento cafetero de Calarcá, que dibujó en una cartulina para pedirle explicaciones a su profesora. No me pude tomar el café y simplemente le dije al niño: no creo que tu profesora pueda explicarte lo de la mano.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Mi primer día en Lorica, Córdoba



Cuando Jacinta me cogió las bolas en el mercado de Lorica, Córdoba, me puse pálido y la gente soltó una carcajada cuyas reverberaciones reforzadas se deslizaron por el río Sinú y solo se desvanecieron al toparse con mi fijación infantil de miedo por su majestad el mar, muy abajo, en San Bernardo del viento...Pero cuando ese personaje popular apretó la mano izquierda y quedé sometido a su voluntad, las 30 personas que inicialmente gozaron con la broma, se callaron, se miraron y se dispersaron con las manos en la cara, con el mismo miedo con el que entré al charco grande en las playas de San Antero, llavecitas.
No recuerdo en mi vida otro momento de amenaza grave semejante. Temblé agarrado por esa loca. Sin embargo, cuando todo parecía inclinarse hacia lo peor, Jacinta cayó desplomada a mis pies y, temblorosa, se levantó enseguida. Mirando hacia los curiosos que volvieron, soltó un grito  y se puso a girar sobre su propio eje. Volvió a caer y en el suelo sonrió tranquila, gritó de nuevo y, apoyada en el garrote que siempre lleva, y cojeando, se fue para la muralla.
-Te cogieron  la mondá, cuadro, y delante de tu propia mujé, me dijo un vendedor de cachivaches, en una actitud de solidaridad sincera.
-No estoy molesto, ni me siento deshonrado, le dije, pero no pude ocultar la angustia de ese momento.
-Es el primer ingrediente simpático de este paseo, pensé para consolarme y tras agradecer la actitud de ese costeño, me incorporé y  busqué a mis acompañantes, que me dejaron solo ante la insolencia de Jacinta.
Como una resurrección de la aparente derrota, Manuel, mi yaerno, nos condujo, de inmediato, al parque de la Cruz y nos puso a disfrutar del sabor exótico, un sabor a ilusión, un sabor que se siente no solo en la lengua sino también en la piel, como cosquillas, una sensación indescriptible: el jugo de níspero, en la caseta de "El propio Siboney", un turbión de sabores simultáneos.
Durante el recorrido, transitamos por un sector céntrico de este municipio, cuna de dos trabajadores eminentes de las letras en nuestro país: Manuel Zapata Olivella y David Sánchez Juliao. El monumento a Simón Bolívar, está coronado por un pájaro, cuyo ejecutor no pudo definir las características y en consecuencia no se ha podido deducir de qué ave se trata.
-Qué pájaro es ese?, le pregunté a un transeúnte


-Eche, cachaco, eso no es ni paloma, ni garzón, ni alcatraz, ni golondrina, ni golero…eso no es ná, cuadro, ese el pájaro que nunca caga. Eso nos ayuda a mantener el pueblo limpio, me dijo.
Y, efectivamente, así lo denomina y lo conoce la mayoría de sus habitantes. El facilismo lingüístico del pueblo utiliza referentes sin complicaciones para comunicarse. En Florencia, el monumento en la glorieta de la galería satélite se conoce como “Los Muñecos”, y en Neiva, el viaducto de la carrera séptima en los contornos de la terminal de transportes, se llama “puente torcido”. Así lo "bauticé" desde el noticiero El Imparcial, de la emisora HJ doble K, en 1989, por su notoria desalineación con el trazado de la carrera 7°.
Lorica es el santuario de los mototaxistas en Colombia. Acabaron con los taxis, con los buses, hasta tal punto de ser los prestadores exclusivos del servicio de transporte urbano y a solo mil pesos, una barra, en su lenguaje. Están por encima de las autoridades de tránsito, son ellos mismos quienes se regulan y se controlan para evitar abusos o hechos delictivos en los que se utilicen las motos. No utilizan cascos ni chalecos porque “no nos da la gana, cuadro” y en las calles se ven enjambres de motos que, como las abejas cuando forman nueva colmena,  zumban constantemente en una bronca típica de ese municipio costeño.
Son unidos para todo, hasta en el miedo. La banda de los Urabeños –o Uribeños- puso a circular panfletos en los que advirtió a los mototaxistas que no circularan porque se había declarado un paro armado en la región. Y así fue, el día fijado no hubo motos en las calles. Cincuenta mil motos paradas por una amenaza. Como quien dice, en la costa, los delincuentes son más poderosos que en el interior y sin disparar un solo tiro.

Al atardecer, hice una exploración de curiosidad en la perspectiva de verificar las versiones sobre la costumbre de los costeños de utilizar las burras para sublimar sus tendencias sexuales juveniles. En un potrero cercano a nuestro sitio de alojamiento encontré un par de muchachos que, con naturalidad, jugaban con una pollina –como les dicen a las burras jóvenes que andan con sus mamás-.
Sin inquietarse por mi presencia, uno de los jóvenes estacionó la burrita en un barranco y tras unas caricias en las orejas, una palmadita en el lomo y una manoseada de cola, empezó su faena. Animado por su compañero, el muchacho, como un ariete, estaba a punto de alcanzar su momento más feliz, pero fue brutalmente interrumpido por la burra madre que le mordió brutalmente su espalda y estuvo a punto de patearlo cuando cayó con sus pantalones abajo.
-Vámonos que te mordió tu suegra, cuadro, le gritó el amigo desde el barranco.
Cuando me quité los zapatos para echarme sobre la hamaca, sonreí solitario, al pensar que ese primer día en Lorica había comenzado con la foto de una loca que me cogió los testículos y terminado con la vulva de una burrita sin foto.

martes, 3 de marzo de 2015

"Capuchino" en una fonda cafetera urbana



En las montañas, en los valles incendiados por el calor, en las cañadas y hasta en los solares de pequeños pueblos del eje cafetero, se respira, se transpira se prepara y se disfruta el aroma de este grano, cuyos productos generaron una cultura que identifica y distingue a la región. Y la bebida que se prepara por infusión de esta semilla, tostada y molida, es un emblema colombiano en el mundo.
El asentamiento de los productores cafeteros se hizo después de un duelo inmenso con la naturaleza, a punta de hacha y machete, apoyados por la mula terca y fuerte, y por su persistencia de gotera, por su fuerza y por sus arrestos.
Esta tarde, cuando en Circasia, Quindío, entramos a una fonda urbana, “El café del guadual”, nos encontramos frente a la síntesis del péndulo eterno de la cultura cafetera que oscila suspendido en los hilos del trabajo y la honradez, con los altibajos y brincos tan comunes como su geografía.
Las alegrías por los triunfos y los hechos siniestramente tristes de la violencia, o los saltos bruscos de los precios del grano, se reflejan en las estampas pegadas en sus paredes, en los monigotes construidos por los niños y por recolectores analfabetas, y en los cuadros y elementos desnivelados que cuelgan  por todo el local.
Cuando la tierra gime por los temblores o cuando las chapoleras bellísimas recolectan el grano, se siente el calor del tinto que devora los temores, derrota las amarguras y celebra las conquistas. A un capuchino, que nos sirvieron en un pocillo de esmalte con peladuras, al estilo campesino, le pintaron con la crema una rama de cafeto, como otra síntesis de la imaginación y creatividad de la gente del Quindío.
Y en esa asociación de cosas vinculadas al trabajo cafetero, vimos hasta la maleta grande, de color marrón, para el momento del abandono, de la partida voluntaria o forzosa, para el comienzo de la ruta incierta porque los caficultores –y los recolectores, principalmente- son trashumantes por instinto.
El canasto para la recolección del grano en la mata, el costal 3 rayas, la tolva o cono invertido en donde se echan los granos para descascarar; la tostadora, el molino y la máquina para preparar el café y los pocillos históricos servidos sobre mesas de madera y taburetes de vaqueta, comparten el paisaje de la actividad cafetera resumida en este paradero sencillo pero enormemente significativo.

Campesinos soñadores, o tenebrosos, o bebedores, sinceros o ficticios, escondidos en tiendas, cantinas y fondas en medio de la bruma de las montañas; contertulios con las frases de Vargas Vila a flor de labios o con las canciones de Olimpo Cárdenas y "El Caballero Gaucho" reventando sus gargantas o rumiando sus sueños, entre luces trémulas, se ven, del mismo modo, en las fotos amarillentas.
Una época que ya no tiene fuerzas para volver porque los de hoy no tenemos conciencia para recordarla pues estamos asustados por este tiempo deforme y azaroso en el que vivimos. Son vestigios de lo que fue, con gérmenes no cultivados de lo que será.
El sombrero para protegerse del sol y de la lluvia y para cubrir sus pensamientos; el carriel, para guardar los documentos, el dinero, los tabacos, los cigarrillos y las fotos de  la mamá, de la amada y de la puta que, consintiéndolos hipócritamente, les quita el billete los domingos; la ruana, que mantiene el calorcito al final de la jornada, los acompaña en los viajes al pueblo  y cobija sus anhelos, casi siempre frustrados; el apero,  para montarse en el caballo prestado del patrón en las ferias populares que los hace sentir como Atila cuando en su bestia pasaba atropellando la libertad y el derecho; el poncho, los alpargates, el zurriago, la mulera, los zamarros, el rejo y la enjalma para sus labores de arriería cuyos madrazos reverberan  todavía en las hondonadas y desde las crestas de las colinas montañeras. Ah, y hasta la mica o bacinilla para las necesidades nocturnas o para “cagarse en la suerte de los enemigos”, como me dijo uno de los visitantes, hacen parte de los elementos de la raza cafetera. Ahhh...y el costal "3 rayas" para empacar el producto en el surco, en el "tajo" y ya seco para llevarlo al pueblo. Saboreando el capuchino, con mamá Alicia, mis hermanas Adiela y Liliana y algunos sobrinos, nos transprtamos a los tiempos de infancia en la inspección de El Caimo, vereda Golconda, fincas Leticia y El Silencio en donde sentimos con pasión la cultura cafetera que nos marcó con una impronta imborrable como personas de lucha y simpatía.

Cuando pedimos la cuenta, volvimos al presente porque además de los capuchinos desocupamos la vitrina de las almojábanas y las tortas. Después de una carcajada entre bestial y sagrada desde ese recinto del pasado, sentí miedo de mirar el porvenir porque las grandes ideas y los grandes hombres han  desaparecido, llavecitas.

domingo, 1 de marzo de 2015

Parque Nacional Simón Bolívar, una belleza para la autocontemplación



En una calurosa mañana dominical, con un cielo azul y limpio, como recién lavado, metido en el bullicio de la congestión bogotana, me invitaron con entusiasmo al parque  metropolitano como parte de una actividad que para los bogotanos es casi una rutina de los fines de semana. Con entusiasmo, dije, porque para los rolos este megaescenario de vida ya es un componente esencial de su vida y uno de los cientos de atractivos que tiene su gigantesca nevera.
Entre el bullicio inmenso de la congestión y la incomodidad de los empujones, los lamentos infantiles y los gritos de los vendedores, llegamos a la entrada del parque, como la de un bocachico, por su desproporción con la magnitud del conjunto. Encaminados por uno de los tantos senderos y refugiados en la sombra cariñosa de decenas de arbustos, cuyas ramas ondulantes nos dieron la bienvenida,  la perspectiva verdinegra y casi infinita me estremeció favorablemente y me confundió por momentos con una visión misteriosa porque el silencio a la distancia, matizado por cascadas de luz que caen como ráfagas, me invadieron como caricias sensuales.
El lago distante con sus ondas rizadas e irisadas, bajo la irradiación del medio día, cortó el horizonte a mi derecha y como en una nueva confusión majestuosa de la realidad, miré a miles, a cientos de miles de personas en sus alrededores y vi el templete, inaugurado con motivo de la visita papal de 1968, que sirvió como referencia histórica para el comienzo del parque.
Huyendo de sus dolores e infortunios en la gran mole de cemento, la gente del común acude masivamente a este escenario para encontrarse con su propia vida en medio de la tranquilidad ensoñadora de la naturaleza, para decirse cosas dulces en el mutismo del bosque, para gritar vertiginosamente sus triunfos, para ejercitar sus condiciones físicas, para abrazarse, para congraciarse, para discutir entre el espejismo de los eucaliptos, para leer, para hacer estrofas, para tenderse a las caricias y a los besos, para sentir el aire puro que llega desde todas las direcciones.


Libres de los ruidos de las calles, los concurrentes caminan, trotan, corren, gritan, juegan o simplemente admiran la frescura que sopla enérgica en cada metro de sus 113 hectáreas, en un verdadero festival del espíritu. Muchos paseantes aspiran larga, apasionadamente, y saltan en un esfuerzo notorio para no perderse el soplo fuerte y vivificante que atraviesa el parque.
Los niños se entretienen con sus carritos, juegan pelota, corren hacia todos lados, montan en sus bicicletas y se divierten en un espacio sin límites, como en un sueño y por momentos se pierden de la vista de sus padres que los buscan ansiosos entre miles de concurrentes desconocidos. Algunos se sienten aplastados por el dolor de una pérdida en la desgarradura de la multitud y otros se congratulan con la reaparición entusiasta de los suyos.
El colectivo se apropió de este espacio colosal y lo cuida, se diría que lo acaricia. Vi enmudecer de enojo a muchas personas cuando un asistente lanzó al piso la envoltura de un confite en uno de los prados alejado de los senderos y gracias a esa vigilancia recíproca el campo permanece limpio a pesar de las grandes extensiones y del elevado número de visitantes.
Las mentiras de la vida moderna, las pérfidas conductas de nuestros políticos y gobernantes, las desigualdades profundas en muchos campos, la frustrada fraternidad, la esterilidad de las luchas, la corrupción, la violencia, en fin, el espectáculo de vergüenza y de oprobio que se ofrece como pan de cada día- a falta de pan- en los medios de comunicación, desaparecen ante el frondoso apaciguamiento, ante la belleza beatífica del paisaje y ante el espíritu cordial que se apodera de la gente en el parque.

Acostado a lo largo sobre la grama del potrero, tranquilo y alegre por estos momentos de esparcimiento, mirando el contraste entre la quietud de la llanura y la movilidad compulsiva de la gente, y gozando del azul infinito por las claridades  de los follajes,  soñé con una mujer a mi lado para completar la solemnidad de ese momento.
Al comprender que la fatalidad de mi destino no me permite esas licencias, esas consolaciones, me levanté bruscamente y me dirigí a la puerta de salida con un semblante huraño, con la desolación del vencimiento del amor y la desesperanza, con ojos dolorosos, igualmente en contraste con las visiones sobresaltadas y tiernas inspiradas al ingreso, en la mañana.
Estreché los brazos de mis hermanas con especial gravedad y las invité a salir del complejo de recreación, después de comernos una torta de yuca que llevamos como fiambre para el paseo dominical.
Nos enrumbamos por un sendero que aumentó progresivamente su congestión al acercarse la hora del cierre del complejo, a tiempo que crecía el florecimiento de la belleza vespertina con el sol oblicuo y el aumento del canto de los pájaros y el aleteo de las palomas y golondrinas. Era su saludo a la noche que venía.
Embriagado de delicias y sin unos labios para sellar tanta belleza, me metí en un taxi y entonces pensé que la calma del bosque me había mostrado el anochecer de mi alma y el marchitamiento de mis ideales, llavecitas.