En los bakaki uitoto es frecuente encontrar
narraciones dramáticas en las que el amor deviene en odio y se relatan las
crisis de la pareja en su permanente defensa y ataque, algo así como el resumen
de las relaciones tiernamente violentas. La tristeza profunda es señal de que
hubo amor y son igualmente comunes los relatos de eventos amorosos despedazados
por animales que enredan aún más los vericuetos afectivos de las personas.
Los protagonistas de esta historia son un experto
cazador de ranas, su esposa y un tigre enamorado que, inmiscuido entre la
pareja, llegó a meterse en el cuerpo del hombre para acceder a los favores
pasionales de la mujer. Pero fracasó en sus intenciones porque dejó algunos
cabos sueltos.
Las ranas cantaron intensa y prolongadamente esa
noche, en un anuncio inequívoco de la llegada del invierno. La pareja habló de
la abundancia de los batracios, especialmente de la rara especie que tiene los
huesos azules y de otra, de sapos especiales, preferidos por la etnia uitoto
para ser preparados como juamboy. El hombre tuvo un arranque de pasión y jugó
con su esposa hasta avanzada la noche, al son de la sinfonía de los anuros
desde las aguas estancadas.
A las 4 de la mañana, pleno y feliz, salió hacia la
laguna en busca de la materia prima para su banquete gastronómico pero fue
tanta la prisa que no llevó siquiera el hacha para alumbrar –la mecha especial
que fabrican algunos indígenas, hecha con esparto y protegida para que resista
al viento-. En consecuencia, le tocó preparar un popay para orientarse con sus
llamas “inextinguibles”. Se construye con la corteza de cualquier árbol, que se
raja desde abajo con un objeto cortante y se van sacando “hilos” que se atan
sucesivamente como una faja que se enciende y arde durante mucho tiempo.
Movido por la envidia y por el deseo de poseer a la
mujer del pescador, el tigre aprovechó la soledad, atacó al hombre que apenas
pescaba sus primeras ranas de huesos azules, lo mató y se metió en su cuerpo. Durante
el forcejeo, un pedazo del brazo izquierdo del pescador cayó al balde en donde guardaba
las ranas y sapos que había pescado.
En cuerpo ajeno, el tigre se dirigió a la casa con su
pesca y comenzó a cometer errores pues no investigó previamente las costumbres
del pescador. Se acostó en el suelo y dejó el recipiente con las ranas de
huesos azules y otros batracios muy cerca. La señora advirtió este hecho
inusual en su esposo, quien siempre preparaba y lavaba las ranas y después se
acostaba en su chinchorro. Sin embargo no le dio mucha importancia a este
comportamiento y lo atribuyó a momentos de mal genio o cansancio excesivo de su
marido.
Lo atendió con amabilidad y le dio caguana una y otra
vez, en otra actitud que la sorprendió porque se bebió toda la existencia. Intrigada
por los cambios que veía en su esposo, le pidió que trajera leña para preparar
más caguana y otros alimentos. El hombre-tigre salió en una dirección distinta
a la que conducía al lugar de la leña y entonces la sorpresa de la señora
comenzó a crecer, de manera simultánea con la preocupación.
Tampoco llevó el hacha para cortar la leña y al
preguntarle con qué iba a preparar los palos para el fogón, el felino
suplantador se sorprendió. Su sorpresa produjo malestar y sospecha en la esposa
del pescador dado que ya eran muchas las equivocaciones. Se equivocó de nuevo
en el sitio en donde se colocaba el hacha y la asustada mujer tuvo que
indicarle que el instrumento estaba junto a la madera, al pie de la cocina. El
hombre-tigre salió también preocupado pues notó cómo sus errores habían causado
intriga entre la señora que le gustaba tanto.
Las sospechas y temores derivados de las conductas
anormales de su “esposo” llegaron al límite cuando, tras la salida del hombre
por la leña, la señora recogió el balde con las ranas de huesos azules. Casi muere
del susto al ver medio brazo cercenado que flotaba entre los animales
capturados.
A toda prisa, tomó a su pequeño hijo entre los brazos
y en su canoita de guajo emprendió viaje para donde su papá que vivía aguas
abajo. Angustiada, escandalizada y muy asustada, la mujer enteró a su padre de
las actitudes irregulares del individuo y sobre el macabro hallazgo del brazo
en el balde. Aunque el viejo pensó que se trataba de una huida por causa de
disgustos conyugales, la protegió.
Entre tanto, al regresar con la leña el malvado tigre
dedujo que la señora lo había descubierto y, olfateando su rastro, llegó hasta el
río en donde se le perdió la pista. Enseguida pensó que la señora había ido a
donde su papá pare refugiarse y se deslizó apresurado por sus aguas.
El tigre metido en el cuerpo del pescador llegó
agitado y, sin saludar, le preguntó al suegro por su esposa. De una, el viejo
advirtió el cambio de conducta de su yerno y le explicó que la mujer debería
estar en su casa, como era lo normal. Anduvo por distintos partes de la vivienda,
pero siempre con una actitud desconocida para el viejo quien lo enfrentó, lo
miró fijamente a sus ojos y con la sabiduría que da la experiencia concluyó que
efectivamente se trataba de otra persona.
Para confirmar sus sospechas y castigarlo si lo hallase
responsable, el suegro invitó al supuesto yerno a mambear. Le pasó un lacuji –un
tabaco preparado para ocasiones especiales, que se fuma por la nariz- y
entonces el usurpador del oficio del pescador lo tomó y lo aspiró
profundamente. El suegro notó la fuerte perturbación sufrida por su falso yerno
y lo acosó para que fumara por el otro orificio nasal.
Al terminar el procedimiento, cayó, se estiró y poco a
poco recobró su condición física original. El viejo se asustó al ver ese tigre
grande y feroz pero en un acto casi reflejo, lo mató. Aunque no pudo recuperar
a su yerno verdadero, evitó que le hiciera daño a su hija y a su nieto.
El amor conyugal quedó intacto y la mujer se
comprometió con su padre a mantener el respeto por su marido desaparecido
porque “no soy capaz de liberarme de las dulces ataduras afectivas que construí
con mi pescador”. De regreso a su casa, con su hijo saboreó el banquete de las
ranas de huesos azules.
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