Caminando
por los senderos de la evocación, me tropecé justo en la esquina de la
calle 36 con carrera 22, de mi natal Armenia, con una casa vieja en donde funcionaron algunas
aulas de la escuela Jesús María Ocampo. Me detuve emocionado ante el
recuerdo de tanta belleza espiritual sepultada bajo ese rancho y, como
arrancada por la fuerza de un huracán, emergió la figura del profesor
Ramón Velásquez, con quien aprendí las primeras letras y de quien,
asimismo, recibí los primeros castigos por mi conducta de diablo
chiquito.
Sentí que no podía continuar sin dedicarle unas cuantas líneas a ese
sector de la capital del Quindío, el antiguo barrio el Jazmín, lindo nombre de ese
oloroso arbusto, de flores de 5 pétalos, soldados por la parte inferior a
manera de embudo, que por asuntos relacionados con la politiquería,
sufrió el cambio de nombre…le pusieron barrio Santander. Así son los
políticos, cambian perfumes por conveniencias asquerosas, por mierda.
En la esquina del frente, funcionó la más grande tienda del sector,
La Palmera, de Doña María Agudelo y su esposo Pedro Villamizar, y una
cuadra más abajo, las aulas hermanas de la escuela en donde mandó con
mucho criterio el profesor Luis E. Olarte, pero a quien se le salió de
las manos muchas veces la anarquía escolar al paso de “Buche”, la
demente incurable que entraba en crisis peligrosas de disociación de sus
funciones síquicas cuando le gritaban su apodo, desde las ventanas de
la escuela.
Zurda, con su cauchera de dos hilos sin orqueta, Buche fue durante
muchos años un factor de perturbación grave, no solo en el barrio El
Jazmín, sino en toda la ciudad y no es exagerada la afirmación de
entonces, según la cual cuando una persona alcanzaba algún
reconocimiento le decían que se había vuelto más famosa que esa loca.
Mientras los muchachos estimulábamos los trastornos de la loca como una
manera de interrumpir la monotonía escolar, Buche comenzaba un periplo
compulsivo y violento por todo el barrio, desde el parque hasta el paso
del ferrocarril, por las calles 33, 34, 35 y 36. La gente se encerraba
pero los “patos”, sacando la cabeza por los postigos –muy comunes
entonces- gritaban el apodo y renovaban la pasión de Buche.
El sacerdote Fernando López, párroco de la iglesia de San José, con
jurisdicción en el Jazmín, intentó en vano muchas veces apaciguar los
arranques violentos de la famosa loca y algunos vecinos se vieron
obligados a intervenir para protegerlo. En mi recorrido, vecinos del
ahora Santander, recordaron la frecuente coincidencia de Buche con otro demente cuyo hábitat era la “Cueva del humo”, "Avenegra", pero que
también incursionaba por el sector. Su mención, me recordó a otro loco, "Pinga Pérez", un manco alcohólico que merodeaba principalmente por los
cafés y cantinas del centro de Armenia, de mesa en mesa, como lo fue Vallejo en Florencia. Personaje simpático que algunas veces, a causa de la sobredosis, ofrecía
espectáculos bochornosos que obligaron la intervención de las
autoridades.
Los escolares nos gozábamos a Buche, pero nos aterrorizábamos ante
otro personaje siniestro de la época, el “Mono Pirobo”, un individuo
blanco, alto, que usaba gafas oscuras, que nos acosó muchas veces con
piropos de doble y triple calibre. También recordaron a “Chencha”, una
mujer bajita y coja que solo se perturbaba cuando le hablaban de su
estatura. “Guacarí” y "Repollito" fueron otros personajes del barrio,
satanizados por los muchachos pero realmente inofensivos. "Repollito", una mujer enana, se hizo famosa como fanática seguidora del entonces Atlético Quindío, y muchas posó con famosos jugadores para la prensa nacional.
Las familias Rave y Castañeda fueron las más numerosas del barrio,
con sus pilares don Jacobo y don Félix, respectivamente, un conductor de
taxi que con el paso de los años alcanzó figuración y reconocimiento en
la empresa Tax Páramo. Junto con don Kiko Mesa, Mercedes Rodas, la
familia Quintero, don Tista Velásquez, Juan Casallas, Arcángel Espinosa,
la familia Aguilar, doña Carlota León, con su fábrica de arepas; la
familia Ramírez, los hermanos Garcés, uno de ellos conocido como
“Chonto” y excelente futbolista, el barrio creció con su nuevo nombre y
comenzó la construcción de las nuevas viviendas que remplazaron a las
casas de bahareque.
Esas horas inquietas de la niñez romántica y lirica, que ya son
rumores lejanos del viaje que empezamos en el Jazmín, tuvieron el
acompañamiento de la profesora Hortensia en la escuela de niñas Nuestra
Señora del Carmen, y de don Diego Mejía Mejía, con los muchachos, que
tomamos leche abundante y comimos grandes pedazos de queso amarillo en
los recreos, como parte del programa gringo “Alianza para el progreso”.
El servicio de transporte público lo prestaba la naciente cooperativa
de buses urbanos o buses blancos, que competía con la de los buses
amarillos y era algo así como la empresa pobre contra la rica. Buses que
salían de rutas nacionales, de expreso boliviariano, flota Magdalena y
expreso Palmira, eran enganchados a la cooperativa sin cambiarles de
pintura. Eran los parches de la empresa, pero los más preferidos porque
representaban la renovación del parque automotor.
Las preocupaciones de hoy son demasiado tristes frente a las de
entonces, cuando en medio de la jocosidad, el facilismo y especialmente
la tranquilidad, se alegraban los momentos más trascendentales de la vida
infantil. Las noches del alumbrado, de la velitas, transcurrían en
absoluta calma, sin los temores de hoy derivados de la inseguridad, la
violencia y la pólvora, y quizás una de las mayores atracciones era la
de recorrer el barrio en una divertida tarea de recolección de parafina,
con la que construimos figuras de distintas formas y tamaños. Hoy, las
velitas fueron sustituidas por las luces eléctricas y en las calles
abundan los tacos de pólvora y los ladrones.
Además, muchos niños viven en las calles, con sus conciencias y
cuerpecitos deformados por una sociedad que los satanizó por su pobreza y
los marginó, los arrinconó a los vericuetos tenebrosos en donde
aprenden a delinquir para sobrevivir. Esos niños que no gozaron en la
escuela sino que sufrieron en las calles, son los delincuentes que te
matan para robarte el celular.
Nostálgico de estos bellos parajes de la memoria, llegué a casa y
entonces mi vida reapareció fría, desnuda y desgarradora, como si una
mano traidora me hubiera puesto en la frontera de la realidad. ¡Claro!,
en una fiesta del niño, mi mama me disfrazó de diablo, con cachos y
cola…hice llorar a muchos pequeños y asusté hasta los mayores pero no he
podido dejar de ser el diablo que me pusieron encima.
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