Turbio, agitado y
desordenado por las copiosas lluvias de los últimos días, el río Atrato es una
serpiente inconmensurable que se desliza por entre la selva espesa a la que le
hace incisiones curativas a veces invisibles desde el aire.
A pesar del furor de sus
aguas, el río ha sido y sigue siendo la vida, el corazón de cientos de miles de
personas que de cierta manera lo han humanizado, han dominado sus contorsiones
desde tiempos remotos y viven felices con sus rumores armoniosos.
Desde los días del comercio
de esclavos africanos, el Atrato es un instrumento de aproximación a lo
desconocido y muchos historiadores se refieren a él como un contacto divino que
se agita entre las sombras.
La poesía del dolor también
ha caído sobre sus aguas turbulentas;
los libretistas del horror lo muestran como un grito de angustia desde
el tercer mundo y algunos novelistas lo presentan como la encarnación de lo
formidable.
Durante la violencia que
apenas se apacigua, sus aguas arrastraron los sollozos y muchos cadáveres. El
río empujó los dolores de las víctimas y sus familias, que ayer conformaron el
comité departamental en la perspectiva de tonificar sus penas con el apoyo del
alto gobierno y de la Unidad especial conformada para ese propósito.
Los gritos de angustia y de
blasfemia desembocaron en el océano Atlántico, como Edipo arrancándose los ojos
en la dramática simplicidad de Sófocles. El río es ardoroso, pero sin
sentimientos, indiferente al amor y al odio.
El Atrato es, con la
simpatía de su gente y la belleza de sus mujeres, una de las joyas visibles de
los chocoanos, quienes inducidos por algún “historiador” aprendieron a recitar
de memoria que Quibdó tiene 5 joyas ocultas, que no son tales, ni están escondidas.
Tal vez tapadas por el olvido oficial que aplazó indefinidamente su
intervención para recuperarlas como símbolo de la riqueza pasada de este pueblo
cuando fue el primer productor mundial de platino.
Y en este ambiente
abrasador, una mezcla bochornosa de calor y humedad, con una perspectiva visual
muy parecida a Cabo Haitiano, en medio del desorden y el bullicio, brillan
otras joyas chocoanas, verdaderos personajes de la vida cotidiana y eslabones
de su tejido social. Son los vendedores fijos apostados a lo largo del malecón
del Atrato, cuya línea comienza con los puestos del exterior de la plaza de
mercado y se prolonga hasta los contornos de la catedral.
Las yerbateras son muy
visibles, por su localización en la plaza y, desde luego, por su locuacidad y
conocimiento de las plantas, alrededor de las cuales se ha construido un
lenguaje con muchos elementos, de acuerdo con sus propiedades. Existen
suavizantes, antisépticas, antiespasmódicas reconstituyentes, calmantes,
astringentes, digestivas, depurativas, diuréticas, sudoríficas, hemostáticas,
afrodisíacas y hasta insecticidas.
El Chocó es una región en
donde históricamente se ha experimentado con diferentes partes de hierbas y
árboles hasta demostrar el poder
curativo y también tóxico de las plantas medicinales. Además, existen los
alimentos que de manera simultánea son medicina, como el ajo y el aguacate,
entre otros.
Doña Margarita Parra de
Jaramillo, además de vendedora de yerbas medicinales también es adivina porque
de súbito me miró fijamente y de manera inclemente pero en voz baja me dijo:
-Periodista, le tengo esta
plantica, pequeña pero poderosa para esos momentos de angustia por causa de la
chispa que ya no puede encender el motor en la cama. Se llama el pipirongo,
dijo, poniéndola en mi cara.
Vi entre sus hojas ovaladas
una penca delgada, como un peciolo
carnoso y levantado…un pene que apuntaba a mi ojo izquierdo. Le tomé una
foto y mientras guardaba la cámara la señora habló de nuevo, sin perturbarse
-Se echa en aguardiente, se
toma una copa todos los días y entonces podrá disfrutar de la resurrección de su
bujía. Y si quiere refuerzos, también le tengo la raíz de chocó y el bejuco de
sol. Es una de las plantas de mayor venta, concluyó, con la aprobación de su
vecina de puesto.
Por $100 mil prepara un
litro que, con toda seguridad, dijo, despierta la pasión con insistencia
aterradora porque “te deja una huella candente en toda la sangre”.
Sintiendo una atracción pérfida
y misteriosa por el pipirongo, con un sentimiento de vencido prematuro, seguí
mi camino por el malecón y vi de nuevo las ondas estremecidas del Atrato sobre
las escalinatas del puerto de la plaza de mercado.
Los vendedores de pescado
están uno tras otro, muy cerca a la orilla del río y, como en todas las
actividades, se ven los carismáticos, los talentosos, lo que seducen al cliente
en ese juego de la compra-venta. Pero lo que más llama la atención es su
destreza para la descamación del producto y los cortes que influyen en su
presentación.
Una hora antes, en un
recorrido a pie por el barrio La Esmeralda, noté la presencia de los vendedores
ambulantes de frutas, verduras y pescado, principalmente. Son voceadores
enérgicos y, como todos los individuos de la clase popular,
utilizan una forma de comunicación tradicional que se desenvuelve sin importar
los prototipos sociales, ajena a los mandatos gramaticales y regularmente
reforzada con gestos y movimientos corporales.
Dentro de ese mismo
perímetro, encontré otra joya de los chocoanos: su comida, variada y exótica. La
región es muy rica en pescados de río y de mar debido a su amplia red fluvial
en donde viven diversas especies, y sus dos costas favorecen la proliferación de
los platos de pescados y mariscos,
acompañados de yuca y plátano, que constituyen la base alimenticia de la
población autóctona. Del mismo modo también tienen frutas exóticas como el
borojó y el almirajó con las que preparan deliciosos jugos “levanta-muertos”, a
los que les adicionan vino, leche, kola granulada, miel de abejas…y pipirongo,
me imagino.
Los principales platos son
el bacalao, jalea de coco con arroz, Jujú, el infaltable y universal mondongo,
pinchos de bravo y de atún, sopa de queso con plátano frito, jalea de árbol de
pan, arroz atollado con carne ahumada o con longaniza, y el bocachico con
escamas.
Otra de las joyas de los
chocoanos es la fiesta de San Pacho, una mezcla singular de fiesta y
religiosidad, importante en la formación de la sociedad regional, que ha
sufrido notables evoluciones durante el último siglo según algunos
antropólogos. Es un espacio de alegría entre el 19 de septiembre y el 5 de
octubre de cada año, “durante el cual el pueblo enfrenta este mundo adverso, se
olvida del hambre, la guerra y de todas las tristezas que invaden al mundo”,
nos dijo doña Betzaida Rentería, coordinadora educativa y cultural de la
Fundación Fiestas Franciscanas de Quibdó.
San Pacho es el patrono de
este pueblo y sus fiestas tienen como escenario los principales centros
poblados de la región interior del Chocó, localizados en la parte alta de los
ríos Atrato y San Juan, territorio e donde se concentró la población durante el
dominio de los españoles. En algunos municipios, cambia el nombre del Santo o
de la Virgen y su origen se remonta al periodo colonial y como producto del
contacto que tuvo la población con los smisioneros.
Para algunos expertos del
instituto de cultura, la política y especialmente la política cultural del
Estado ha introducido modificaciones a la celebración de las fiestas de San Pacho,
además de las transformaciones derivadas de la aparición del espacio urbano,
inexistente cuando nacieron las fiestas.
San Pacho, el patrono de
Quibdó, sale engalanado con sus joyas de oro solamente en la procesión de las
fiestas.
La fiestas terminan cuando
se bajan las banderas, cuando los abanderados recorren la ciudad acompañados de
la chirimía y anuncian que el tiempo durante el cual todas las transgresiones son
permitidas, se ha terminado.
El regreso a la realidad
cargada de tensiones en donde se ha entronizado la violencia y la pobreza
porque las fronteras de Quibdó, como de
las de muchas poblaciones colombianas, las amplió la guerra y su consecuente
desplazamiento forzado de familias que se asentaron en las riberas de los ríos.
Las fiestas de San Pacho ya tienen nuevos actores y sus organizadores trabajan
para entablar el diálogo con ellos y adecuar su programa al nuevo entorno.
Cansado, bajo el inmenso sello rojo que vierte
su llamarada perpendicular al medio día, miré una y otra vez el río Atrato que
en la otra orilla se metió a las casas del barrio subnormal “Bahía Solano. Sus
ondas irisadas me devolvieron besos de luz y entonces me fui a la calle 26 con carreta quinta y pedí un jugo “levanta-muertos”
porque me quedó sonando la fórmula de doña Margarita.
Cuando la boca de la
vendedora se puso roja, carnosa, sensual, su mirada me produjo una quemadura y
la noté sugestiva, inquietante y tentadora, le devolví el crédito a las yerbateras,
de quienes pensé que eran solo unas vendedoras talentosas.
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