En una calurosa mañana dominical, con un cielo azul y limpio, como recién lavado, metido en el bullicio de la congestión bogotana, me invitaron con entusiasmo al parque metropolitano como parte de una actividad que para los bogotanos es casi una rutina de los fines de semana. Con entusiasmo, dije, porque para los rolos este megaescenario de vida ya es un componente esencial de su vida y uno de los cientos de atractivos que tiene su gigantesca nevera.
Entre el bullicio inmenso de la congestión y la incomodidad de los empujones, los lamentos infantiles y los gritos de los vendedores, llegamos a la entrada del parque, como la de un bocachico, por su desproporción con la magnitud del conjunto. Encaminados por uno de los tantos senderos y refugiados en la sombra cariñosa de decenas de arbustos, cuyas ramas ondulantes nos dieron la bienvenida, la perspectiva verdinegra y casi infinita me estremeció favorablemente y me confundió por momentos con una visión misteriosa porque el silencio a la distancia, matizado por cascadas de luz que caen como ráfagas, me invadieron como caricias sensuales.
El lago distante con sus ondas rizadas e irisadas, bajo la irradiación del medio día, cortó el horizonte a mi derecha y como en una nueva confusión majestuosa de la realidad, miré a miles, a cientos de miles de personas en sus alrededores y vi el templete, inaugurado con motivo de la visita papal de 1968, que sirvió como referencia histórica para el comienzo del parque.
Huyendo de sus dolores e infortunios en la gran mole de cemento, la gente del común acude masivamente a este escenario para encontrarse con su propia vida en medio de la tranquilidad ensoñadora de la naturaleza, para decirse cosas dulces en el mutismo del bosque, para gritar vertiginosamente sus triunfos, para ejercitar sus condiciones físicas, para abrazarse, para congraciarse, para discutir entre el espejismo de los eucaliptos, para leer, para hacer estrofas, para tenderse a las caricias y a los besos, para sentir el aire puro que llega desde todas las direcciones.
Libres de los ruidos de las calles, los concurrentes caminan, trotan, corren, gritan, juegan o simplemente admiran la frescura que sopla enérgica en cada metro de sus 113 hectáreas, en un verdadero festival del espíritu. Muchos paseantes aspiran larga, apasionadamente, y saltan en un esfuerzo notorio para no perderse el soplo fuerte y vivificante que atraviesa el parque.
Los niños se entretienen con sus carritos, juegan pelota, corren hacia todos lados, montan en sus bicicletas y se divierten en un espacio sin límites, como en un sueño y por momentos se pierden de la vista de sus padres que los buscan ansiosos entre miles de concurrentes desconocidos. Algunos se sienten aplastados por el dolor de una pérdida en la desgarradura de la multitud y otros se congratulan con la reaparición entusiasta de los suyos.
El colectivo se apropió de este espacio colosal y lo cuida, se diría que lo acaricia. Vi enmudecer de enojo a muchas personas cuando un asistente lanzó al piso la envoltura de un confite en uno de los prados alejado de los senderos y gracias a esa vigilancia recíproca el campo permanece limpio a pesar de las grandes extensiones y del elevado número de visitantes.
Las mentiras de la vida moderna, las pérfidas conductas de nuestros políticos y gobernantes, las desigualdades profundas en muchos campos, la frustrada fraternidad, la esterilidad de las luchas, la corrupción, la violencia, en fin, el espectáculo de vergüenza y de oprobio que se ofrece como pan de cada día- a falta de pan- en los medios de comunicación, desaparecen ante el frondoso apaciguamiento, ante la belleza beatífica del paisaje y ante el espíritu cordial que se apodera de la gente en el parque.
Acostado a lo largo sobre la grama del potrero, tranquilo y alegre por estos momentos de esparcimiento, mirando el contraste entre la quietud de la llanura y la movilidad compulsiva de la gente, y gozando del azul infinito por las claridades de los follajes, soñé con una mujer a mi lado para completar la solemnidad de ese momento.
Al comprender que la fatalidad de mi destino no me permite esas licencias, esas consolaciones, me levanté bruscamente y me dirigí a la puerta de salida con un semblante huraño, con la desolación del vencimiento del amor y la desesperanza, con ojos dolorosos, igualmente en contraste con las visiones sobresaltadas y tiernas inspiradas al ingreso, en la mañana.
Estreché los brazos de mis hermanas con especial gravedad y las invité a salir del complejo de recreación, después de comernos una torta de yuca que llevamos como fiambre para el paseo dominical.
Nos enrumbamos por un sendero que aumentó progresivamente su congestión al acercarse la hora del cierre del complejo, a tiempo que crecía el florecimiento de la belleza vespertina con el sol oblicuo y el aumento del canto de los pájaros y el aleteo de las palomas y golondrinas. Era su saludo a la noche que venía.
Embriagado de delicias y sin unos labios para sellar tanta belleza, me metí en un taxi y entonces pensé que la calma del bosque me había mostrado el anochecer de mi alma y el marchitamiento de mis ideales, llavecitas.
Muy bueno el comentario (cronicA) BUEN RATO DE SOLAZ y mucho oxigeno
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