Dos actitudes del tío Eduardo me revelaron la grandeza de su
alma: El inconformismo, que lo mantuvo siempre en la lucha sindical como obrero
de "La Garantía", y su afición por el deporte, principalmente por el
fútbol.
Inquieto activista al interior de la empresa textilera, no
se dejó seducir por la burocracia y a pesar de su constante preparación en las
tareas de la lucha popular, siempre fue un obrero de la base que, sufriendo
como todos los asalariados, en medio de las privaciones, llevó el pan a su casa
con el que alimentó a su madre, mi abuela Felisa, y a sus dos hermanas
solteras.
Me parece verlo sobre su bicicleta "Philips"
negra, con farola, parrilla y corneta, siempre sonriente, en la que algunas
veces me llevó desde el barrio La Independencia hasta el paso a nivel del
ferrocarril del barrio Cristóbal Colón, en donde funcionaba "el
paradero" o terminal de los buses de la empresa Verde Bretaña. A mis 7
años, su simpatía me marcó como un símbolo de la armonía familiar, de la
convivencia y de la capacidad de trabajo que siempre vi entre las personas
mayores de mi entorno, como mi papá Jesusma, mamá Alicia y todos mis tíos,
maternos y paternos.
Bajándome de la bicicleta para iniciar el regreso a casa,
siempre sentí el encanto de lo desconocido y durante mi recorrido empecé a
percibir como una floración de sueños, eso que pasa por el alma en ondas
secretas que uno no pude identificar. Y ese fue el atractivo de mis viajes
cortos en la parrilla de la "cicla" del tío.
Siempre radiante a pesar de las dificultades e injusticias,
un domingo me negó una vuelta por el barrio en la parrilla de la bicicleta.
-No llores, "tocayo" -así me llamaron de niño- hoy
tengo una invitación mejor, que te va a gustar más que la montada en la cicla.
-Nos vamos para el Pascual Guerrero, hoy es el clásico,
juegan América y deportivo Cali, me dijo.
La policromía de la ciudad y sus edificios de 10 pisos me
encantaron y mientras avanzamos en el bus de la empresa "Azul Crema",
pensé que Cali era algo así como un imperio de la belleza.
Me puso en una fila de niños, en la tribuna de
"gorriones" (otra especie en vía de extinción) y me dijo que allí
mismo nos encontraríamos al término del partido.
La belleza arquitectónica y de las avenidas pasó a segundo plano
ante la vibración difusa y opulenta en el interior del estadio repleto. La
estructura tembló -como tiemblan mis recuerdos hoy- cuando saltaron los equipos
a la cancha. Y mi espíritu vibró espontáneamente como tocado por un poema
cuando el equipo de uniforme verde saludó al público. Fue mi primer encuentro
tembloroso con el deportivo Cali que hoy, 58 años después, brilla con la
tristeza de una lámpara votiva a punto de apagarse.
Entonces, mi tío Eduardo fue quien me metió en la pasión del
fútbol cuando apenas era un niño, una
esperanza de hombre contaminado prematuramente con la pelota, con el genio en
las piernas que dibujaba poemas en las canchas y potreros para despertar ese
extraño sentimiento llamado Gol.
Amante de los tangos y los boleros, recuerdo que fue un
enamorado de la música del "jefe" Daniel Santos y, aunque de manera
difusa, veo sus gestos de desengaño por los ensueños desvanecidos con una de
sus amigas. Sentimental y enamorado, fue Él quien me puso a leer a María, de
Jorge Isaac, con la que tuve las primeras noches estremecidas por el
presentimiento del amor.
Durante años ocultó su relación con Margarita, amante y
esposa, por temor a las "cantaletas" de desaprobación de la mamá
Felisa, como siempre llamamos a su madre, nuestra abuela. Su cristianismo
radical no consentía una vida de pareja por fuera del matrimonio y el tío se
había enamorado perdidamente de su novia hasta "poseerla" como decían
entonces. Fue como un nido guardado entre los pastizales.
El día que decidieron sacar el nido más allá de los
jardines, una horrible coincidencia los puso en evidencia. Viajaron en tren
hasta Armenia, en donde reventaron la yema cálida de su luna de miel, pero
cuando regresaban por la misma vía férrea, con sus almas todavía perfumadas,
quedaron semiparalizados al ver cómo la mamá Felisa y Ana Elia, su hermana,
subieron al mismo vagón en el que viajaban en estado placentero de exaltación
emocional.
Esa tempestad del corazón se transformó, increíblemente, en
en un alivio y en un consuelo para la adversidad porque en adelante la familia
consintió esa relación que se prolongó por toda la vida del tío Eduardo.
Su mayor frustración, como luchador sindical fue, quizás,
cuando la manguala histórica del Estado con los patronos, produjo el cierre
autorizado de "La Garantía", después de aprobarse su petición para
acogerse a la ley de quiebra, con lo cual quedó "legalizado" el
despido de todos sus trabajadores.
Tres años después de
mi primer partido en el estadio, Jairo Orozco Espinosa, mi primo, llegó también
al Pacual Guerrero y entonces la
camiseta verde y blanca del deportivo Cali se mezcló con la de esos niños
precoces que de manera simultánea empezaron a maniobrar con audacia las pelotas
de caucho y los balones de trapo en las canchas espontáneas del barrio La
independencia, de la sultana del Valle, todas las tardes, con el tío Eduardo y
con unos muchachos de apellido Girón, si la memoria no me falla.
Del mismo modo, Montoyita o Chespirito -como se reconoce a
Jairo en círculos de la radio en Florencia y en Armenia- fue mi cómplice para
las trampas que hicimos en la puerta de gorriones del Pascual cuando, ya
creciditos, no cupimos por eso roto habilitado para el ingreso gratuito de los
niños. Los artificios fueron descubiertos un triste domingo por los tombos que
vigilaban la entrada para el clásico con el ABérica. Cuando intenté recogerme,
sentí un bolillazo en la espalda que me hizo ver de manera anticipada las
chispas de los diablos que no pude ver en el campo de juego. Montoyita, un poco
menor en edad y estatura, coronó la entrada. Domingo triste porque el verde
perdió y me tocó esperar, entre lágrimas, en las afueras del estadio.
Cuántos años han pasado y siento la fuerza de aquellas
escenas, empujadas por la memoria del tío que fue sorprendido por la parca cuando
tomaba su desayuno.
-Con la noticia de tu muerte, sentí que un puñal se clavó en
mi niñez feliz, y vi los últimos resplandores de mi infancia apagándose para
siempre, tío Eduardo.
-Anoche me dormí soñando con vos, tío, con tu bacanería y
también con la desgracia del deportivo Cali.
¡¡Hasta luego, tio!!, ya me falta poco tiempo para
alcanzarte, para recoger la mitad de mi corazón inocente que te has llevado.
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