Después de un apretujado recorrido por el Time Square y el Rockefeller Center, y saliendo de la colosal Biblioteca Publica de New York, impresionados por la apoteosis de sus asistentes, por las dimensiones, por la sobriedad y, en fin, por sus niveles de excelencia, y en medio de una temperatura de menos 10 grados centígrados, acordamos hacer una caminata hasta el World Trade Center, o "Memorial Center", el sitio que ocuparon las derribadas Torres Gemelas
Sobre la llanura inmensa de la emblemática Quinta Avenida, con la luz ya moribunda en el horizonte a pesar de que apenas son las 3 de la tarde, un enjambre humano se mueve de prisa. Las personas están arropadas, disfrazadas con sus pasamontañas, gorros, bufandas, chalecos, ruanas y otros adminículos utilizados para darle eficacia a la lucha contra el frío. No solamente sentimos el frío sino que también lo vemos en los ojos de la gente, que es lo único que se le puede ver.
Es de las pocas veces que vi dulzura en el rostro de los peatones, quienes además forman una inmensa mancha negra porque -por la fuerza de la moda- usan trajes de este color. O quizás el humo de las respiraciones vaporizadas por la quema de sus sentimientos negativos les da ese tono de simpatía flotante.
Siluetas de campanarios, filas de personas que esperan el transporte de turismo, vendedores de tiquetes para distintos espectáculos, algunos payasos, músicos en faenas de rebusque, cuyo místico clamor se mete sin efecto en los abrigos de la gente y hasta dos mujeres en bikini que portan anuncios comerciales, admiradas no por sus cuerpos esculturales sino por el valor para soportar la temperatura congelante, son los principales componentes adicionales del entorno. Porque los personajes centrales que circulan afanados por las avenidas del sector de Manhattan son los "triunfadores" que han ascendido a empujones y traiciones por el muro agrietado de la sociedad competitiva moderna; los flexibles que se adaptan al medio para dominarlo, los que hacen de la hipocresía su escudo; los que de alguna manera llegaron a la cima social, los miembros de asociaciones y cofradías reconocidas, los banqueros, pastores, lideres religiosos de distintas confesiones, los filántropos y sus cuentas llenas de dinero; intrigantes, virtuosos, bandidos, negros, mestizos y blancos de ojos azules que se tornan verdes, de piel tersa e inmaculada como un lis en el jardín que adornó el patio de mi abuelita Felisa en Circasia, Quidío, hace mas de 60 años. Ah, y desde luego, un humilde periodista colombiano desamparado en una de las vías mas tempestuosas del mundo, fingiendo una falsa serenidad en un día histórico por las más bajas temperaturas.
A punto de renunciar al programa, golpeado severamente por la bajísima temperatura, mi espíritu rebelde se convirtió en un alma fugitiva muriendo en un estrecho y largo congelador neoyorquino. Pero me sentí, del mismo modo, orgulloso de caminar vigilado por mi hijo Oscar, a quien me le perdí de vista muchas veces, retrasado por una foto o por una escena distinta. Su mamá también le dio algunos sustos, invisible como Yo por causa de nuestros diminutos tamaños.
A punto de renunciar al programa, golpeado severamente por la bajísima temperatura, mi espíritu rebelde se convirtió en un alma fugitiva muriendo en un estrecho y largo congelador neoyorquino. Pero me sentí, del mismo modo, orgulloso de caminar vigilado por mi hijo Oscar, a quien me le perdí de vista muchas veces, retrasado por una foto o por una escena distinta. Su mamá también le dio algunos sustos, invisible como Yo por causa de nuestros diminutos tamaños.
No se ve la ciudad, solo se observan las construcciones gigantes con sus torres y remates cónicos y piramidales adornados que semejan los penachos de muchas aves de la Amazonia colombiana. La sensación térmica brutalmente fría y la masiva concurrencia obligan a moverse con rapidez. Las cúpulas altísimas, que nos obligan a levantar la cabeza constantemente, con la fiesta de colores y resplandores, pasan brevemente como caricias imposibles.
Al cabo de muchas cuadras -unas 50 en mis cuentas- allá lejos, como un grito de la eficiencia, de la capacidad sorprendente para recuperarse de la tragedia y del dolor, como la respuesta de un muleto al que le tocaron sus testículos, se asomó la nueva Torre del World Trade Center Memorial, con su azul turquesa cambiante, esplendoroso y soberbio; con su armonía, como el rostro encantador de una joven que se asoma en el balcón, despertada por una serenata romántica.
Por la emoción, creímos haber llegado a la meta pero estábamos lejos todavía de esa grandeza que surgió de la violencia, la desolación y el orgullo herido. La temperatura bajó a menos 12 centígrados, la vaporización aumentó, se empañaron mis lentes y estuve a punto de caer tras sucesivos tropezones.
Esta belleza imponente, inmortalizada por la parca tétrica que hizo una incursión masiva ese 11 de septiembre , consagrada al honor del pueblo americano mancillado por la locura derivada del fanatismo, resume el tesón y la persistencia de un pueblo expresados en la más dulce sinfonía de proporciones y colores. Es un cuerpo y un himno triunfal al holocausto del 11 de septiembre de 2001.
Los nombres de las 2.983 victimas identificadas, escritos en bronce alrededor de una enorme piscina en el área que ocupó la Torre 1, conforman un poema inmortal, cuyo lienzo es la esperanza de que jamás ocurrirá un acto de barbarie similar. El agua que corre en el fondo despide olores que perfuman el pequeño parque de los alrededores y a pesar de la infinita melancolía, se percibe la grandeza de un pueblo que mira más hacia el perdón que hacia la retaliación.
Temblé del frío y de la emoción de volver -en menos de 3 meses- a este altar del sacrificio, sentí los ecos de la transmisión de televisión aquella mañana del 11 de septiembre y reviví el éxtasis provocado por el humo y el caos de aquel fatídico momento. Cerré los ojos para retener esas imagenes aqui mismo, en el escenario de la tragedia. Me recogí con respeto pero el aire congelante me arrebató esos recuerdos. Una lágrima congelada sonó como una piedra sobre mi celular cuando enfoqué la nueva torre del memorial Center.
A la temperatura de hielo se le sumó una ráfaga de vientos gélidos y no pude resistir mis manos sin guantes sino para un par de fotos y un video corto. Inés y Oscar también fueron sacudidos por fuertes dolores musculares, óseos y faciales que prácticamente nos inmovilizaron. Comunicados con lenguaje de señas decidimos abandonar el sitio y correr a una estación subterránea cercana del Metro como refugio inmediato.
Estabilizadas las temperaturas corporales, me sentí encerrado en un hormiguero y tan veloz como el tren que cruzó delante de nosotros, desfilaron por mi mente las representaciones visuales de la vida subterránea, esos lugares misteriosos que han fascinado a escritores y poetas a lo largo de la historia. Otro mundillo infernal en el que muchos gringos pasan gran parte de su tiempo, no precisamente para recrearse con sus fantasías e imaginarios sino como parte de su cotidianidad aceleradamente perturbada.
La noche llegó puntual a las 5 de la tarde y aunque abandonamos la estación subterránea, sentí pánico por la inmensidad de la gigantesca hendidura iluminada y me sentí muy lejos de la cama en casa de mi hermana Gladys, en New Jersey.
-Estoy en el límite, le dije a Oscar con voz de angustia
-Yo también, dijo Inés. No siento los dedos de mis pies, ni las manos, ni la nariz.
Abordamos un bus que de acuerdo con el anuncio en el paradero nos llevaría hasta la gran terminal de Port Authority.
-Six, forty five, me dijo el conductor. Me hizo un gesto de disgusto y soltó una perorata cuando le puse un billete de 10 dólares en un lado de su cubículo.
- I don´t understand, le dije, entre asustado y apenado
Una pasajera hispana intervino y me explicó que en ese tipo de servicio no se acepta el "cash", mejor dicho, el dinero en efectivo, y precisó que el motorista lo que me pedía era que no jodiera en la puerta y me sentara.
Nos reímos por cuenta de la chambonada pero con ella aseguramos un transporte gratuito para conectarnos con una de las grandes terminales terrestres en The Big Apple City.
Sintiéndonos como seres diminutos al borde la hipotermia, entramos a la gran terminal y al calor de la multitud recobramos la sensibilidad perdida en algunas partes del cuerpo.
Otra risa estrepitosa nos sacudió de nuevo, esta vez por cuenta del empleado de la cafetería en donde con mi inglés básico pedí unos chocolates
-Con mucho gusto, me dijo en perfecto Español
Pero Oscar aseguró que pese a su respuesta, Yo le seguía hablando en mal Inglés.
Sentados para la cena, despojados de los atuendos protectores, extenuados y a punto de quedarnos dormidos, tuvimos alientos para calificar la jornada como la expedición de unas criaturitas divertidas, simpáticas y curiosas moviéndose por entre las profundas hendijas que dejaron los constructores de los grandes rascacielos neoyorquinos. Y por entre ráfagas de vientos que llegaron desde el ártico para probar a 3 desprevenidos habitantes de los contornos de la amazonia colombiana.
Esta belleza imponente, inmortalizada por la parca tétrica que hizo una incursión masiva ese 11 de septiembre , consagrada al honor del pueblo americano mancillado por la locura derivada del fanatismo, resume el tesón y la persistencia de un pueblo expresados en la más dulce sinfonía de proporciones y colores. Es un cuerpo y un himno triunfal al holocausto del 11 de septiembre de 2001.
Los nombres de las 2.983 victimas identificadas, escritos en bronce alrededor de una enorme piscina en el área que ocupó la Torre 1, conforman un poema inmortal, cuyo lienzo es la esperanza de que jamás ocurrirá un acto de barbarie similar. El agua que corre en el fondo despide olores que perfuman el pequeño parque de los alrededores y a pesar de la infinita melancolía, se percibe la grandeza de un pueblo que mira más hacia el perdón que hacia la retaliación.
Temblé del frío y de la emoción de volver -en menos de 3 meses- a este altar del sacrificio, sentí los ecos de la transmisión de televisión aquella mañana del 11 de septiembre y reviví el éxtasis provocado por el humo y el caos de aquel fatídico momento. Cerré los ojos para retener esas imagenes aqui mismo, en el escenario de la tragedia. Me recogí con respeto pero el aire congelante me arrebató esos recuerdos. Una lágrima congelada sonó como una piedra sobre mi celular cuando enfoqué la nueva torre del memorial Center.
A la temperatura de hielo se le sumó una ráfaga de vientos gélidos y no pude resistir mis manos sin guantes sino para un par de fotos y un video corto. Inés y Oscar también fueron sacudidos por fuertes dolores musculares, óseos y faciales que prácticamente nos inmovilizaron. Comunicados con lenguaje de señas decidimos abandonar el sitio y correr a una estación subterránea cercana del Metro como refugio inmediato.
Estabilizadas las temperaturas corporales, me sentí encerrado en un hormiguero y tan veloz como el tren que cruzó delante de nosotros, desfilaron por mi mente las representaciones visuales de la vida subterránea, esos lugares misteriosos que han fascinado a escritores y poetas a lo largo de la historia. Otro mundillo infernal en el que muchos gringos pasan gran parte de su tiempo, no precisamente para recrearse con sus fantasías e imaginarios sino como parte de su cotidianidad aceleradamente perturbada.
La noche llegó puntual a las 5 de la tarde y aunque abandonamos la estación subterránea, sentí pánico por la inmensidad de la gigantesca hendidura iluminada y me sentí muy lejos de la cama en casa de mi hermana Gladys, en New Jersey.
-Estoy en el límite, le dije a Oscar con voz de angustia
-Yo también, dijo Inés. No siento los dedos de mis pies, ni las manos, ni la nariz.
Abordamos un bus que de acuerdo con el anuncio en el paradero nos llevaría hasta la gran terminal de Port Authority.
-Six, forty five, me dijo el conductor. Me hizo un gesto de disgusto y soltó una perorata cuando le puse un billete de 10 dólares en un lado de su cubículo.
- I don´t understand, le dije, entre asustado y apenado
Una pasajera hispana intervino y me explicó que en ese tipo de servicio no se acepta el "cash", mejor dicho, el dinero en efectivo, y precisó que el motorista lo que me pedía era que no jodiera en la puerta y me sentara.
Nos reímos por cuenta de la chambonada pero con ella aseguramos un transporte gratuito para conectarnos con una de las grandes terminales terrestres en The Big Apple City.
Sintiéndonos como seres diminutos al borde la hipotermia, entramos a la gran terminal y al calor de la multitud recobramos la sensibilidad perdida en algunas partes del cuerpo.
Otra risa estrepitosa nos sacudió de nuevo, esta vez por cuenta del empleado de la cafetería en donde con mi inglés básico pedí unos chocolates
-Con mucho gusto, me dijo en perfecto Español
Pero Oscar aseguró que pese a su respuesta, Yo le seguía hablando en mal Inglés.
Sentados para la cena, despojados de los atuendos protectores, extenuados y a punto de quedarnos dormidos, tuvimos alientos para calificar la jornada como la expedición de unas criaturitas divertidas, simpáticas y curiosas moviéndose por entre las profundas hendijas que dejaron los constructores de los grandes rascacielos neoyorquinos. Y por entre ráfagas de vientos que llegaron desde el ártico para probar a 3 desprevenidos habitantes de los contornos de la amazonia colombiana.
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