Pasaron varios días de sinfonía arquitectónica, moviéndome
por entre la rigidez geométrica y la gloria esplendorosa de los gigantes
neoyorquinos, hasta hoy cuando después de un recorrido por el famoso y
encopetado Rockefeller Center, encontré el camino para liberarme de ese
laberinto hiper complicado y entonces me monté en un bus articulado -un
Transmilenio muy mejorado- que, tragando, acumulando, eruptando y evacuando
miles de personas, me depositó en el Washington Bridge, otro de los más
antiguos y queridos íconos de los gringos.
Llegando a su desembocadura en el atlántico, tras un viaje
de 500 kilómetros, el río Hudson se desliza por entre sus riberas inmóviles y
se mete, arrogante pero inofensivo, por debajo del ya veterano "Washington
Bridge", colgado por la magia de la ingeniería para comunicar a los
Estados de New York y New Jersey.
Un veterano de mil batallas, construido en 1930, sobre el
cual transitan a diario cientos de miles de vehículos, empújados a través de sus 14 carriles -8 en el primero y 6 en el
segundo nivel- por el huracán de la modernidad, como perseguidos por la
tormenta de la vida, al ritmo diabólico de las gandes urbes.
De conformidad con estadísticas suministradas por policías de
guardia y control, por el coloso viaducto circulan alrededor de 140 millones de
vehículos anualmente y la cifra se ha disparado en los últimos 10 años pues no
solo une a Jersey con Nueva York sino que también sirve a la igualmente
monumental carretera interestatal 95. El primer nivel fue puesto al servicio en
1931 y el segundo en 1962.
El Hudson es considerado un estuario porque su desembocadura tiene una forma semejante al corte longitudinal de un embudo, cuyos lados se van apartando en el sentido de la corriente por la influencia de las mareas en la unión de las aguas fluviales con las marítimas.
Su caudal, al paso por Manhattan es de 606 metros cubicos por segundo, suficiente para recibir embarcaciones de gran calado, principalmente cruceros internacionales.
El Hudson se hizo mas famoso el 15 de enero 2009 cuando un Air bus A-300 que acababa de salir del aeropuerto La Guardia, de New York, hizo un acuatizaje exitoso que algunos denominaron "amerizaje" pues el océano había penetrado muchos kilómetros el cauce del río, tras sufrir el desperfecto de sus motores por culpa de varias aves que se introdujeron en sus turbinas. Todos sus ocupantes y la tripulación salieron ilesos.
El Rockefeller Center, la llamada Ciudad dentro de Manhattan, es un complejo de
construcciones comerciales entre las avenidas 5 y 6 con calles 48 y 51, con
pasarelas que conectan los tejados de los edificios, a semejanza de los
Jardines de Babilonia, fue mi último recorrido por esa aureola del poder
expresada en rascacielos que ponen la vanidad del hombre más cerca de la idolatría,
el resumen de la vida moderna que le mete miedo a la humanidad como instrumento
de dominación para asegurar el placer y el despilfarro de la riqueza que
producen los trabajadores de todo el mundo. La plazoleta frente al edificio de
la casa Rockefeller vive congestionada de propios y turistas que disfrutan de
la perspectiva arquitectónica adornada por una verdadera plaza de banderas,
cientos de banderas americanas en una seguidilla que no pude contar pues
estuvieron constantemente agitadas por el viento frío que invade por estos días
a "La Gran Manzana". La famosa pista
de hielo del Rockefeller Center, es la primera en inaugurarse cada temporada: abre desde principios de octubre hasta abril del año siguiente.Se instala en la plaza principal del complejo, en donde más adelante se levanta el árbol de navidad gigante que constituye otra de las muchas experiencias emblemáticas de los americanos. Esta pista y otras en lugares cercanos al centro de Manhattan son unas de las atracciones más notorias "en tierra" porque, inevitablemente, es la belleza, perfección y altura de los edificios el eje que domina la atención de los visitantes.
de hielo del Rockefeller Center, es la primera en inaugurarse cada temporada: abre desde principios de octubre hasta abril del año siguiente.Se instala en la plaza principal del complejo, en donde más adelante se levanta el árbol de navidad gigante que constituye otra de las muchas experiencias emblemáticas de los americanos. Esta pista y otras en lugares cercanos al centro de Manhattan son unas de las atracciones más notorias "en tierra" porque, inevitablemente, es la belleza, perfección y altura de los edificios el eje que domina la atención de los visitantes.
El día tiene el color de las perlas, los expertos
pronosticaron lluvias intensas para las próximas horas y el viento frío que
precede al invierno nos advierte que los paseos y el contacto con la naturaleza están a punto de terminarse. El
espejo corrugado del río me muestra las siluetas de los grandes edificios y en
las altas torres de vidrio, cuyos pináculos estuvieron como incendiados hace
dos días, hoy el sol se refleja pálido.
Desde siempre he sentido un terror doloroso ante el vacío,
una ineptitud psíquica indefinible e inapaciguable que me produce vértigo en
las alturas de los edificios y estructuras como este puente, pero no desde los
aviones. Por momentos, siento un extraño mensaje de agotamiento que entra veloz
por mi cabeza y se sitúa en las rodillas y una necesidad invencible de tenderme
en el piso, de taparme los ojos y quedo
paralizado, en estado catatónico, tieso, despersonalizado como una estatua.
Para mi primer paseo de la escuela Jesús María Ocampo, de Armenia, mamá Alicia
empacó mi fiambre en una canasta, la
misma en la que trasteaba las arepas desde la casa de la prima Carlota,
a las 6 de la mañana, todos los días. Cuando en Girardot el profesor Diego
Mejía nos puso en el puente del ferrocarril para vivir la aventura de cruzar el
río Magdalena, quedé paralizado cuando comencé el recorrido por el paso
peatonal y vi abajo las aguas del turbulento río de la patria. Perdí mi canasta en un hecho
verdaderamente traumático que paralizó momentáneamente la expedición por cuanto
debí ser movilizado, casi halado, por el docente. Por causa del episodio, fui
objeto de burlas sucesivas desde ese momento y durante todo el año escolar.
Hoy, ingresé a las escaleras de una estructura por la que acceden
los peatones y ciclistas que pretender cruzar el imponente Washington Bridge y
cuando me detuve en uno de sus "descansos" vi el vacío a través la
malla metálica. Aunque me preparé desde la víspera para enfrentar mi desajuste,
estas escaleras me tomaron de sorpresa y mi hermana Gladys pensó que
definitivamente no podríamos hacer el recorrido. Una debilidad realmente
tormentosa que envenena mi vida, una sensación que me hace sentir tan frágil
como un niño abandonado.
Aprendí que en la vida tenemos que sonreír más cuando
estamos en plena desgracia y con un poco de reflexión bajé las gradas con la
mirada arriba, llegué a la vía peatonal del puente en donde sus grandes y
poderosas infraestructuras me impresionaron, espantaron mis miedos y me sentí
seguro prendido de la baranda que separa la vía vehicular de los transeúntes.
-El predominio del cerebro sobre los órganos de los
sentidos, pensé orgulloso.
Con la armadura de la
razón que me protegía contra la fobia, comencé la batalla de dominio de las
sensaciones pero ese triunfo me duró muy pocos metros pues quedé vencido de
nuevo al verme expuesto ante las aguas del río Hudson que bajaban indiferentes
ante mi pena. Intenté hacer un video pero mis manos temblorosas no me dejaron.
Sentí que que la fuerza de gravedad se multiplicó por 20 y aferrado a la
baranda vehicular hice un video. Mi hermana me vio tenso y pidió hacer las
fotos mientras me tranquilizaba.
Atrevida, soltó una pregunta que me volvió mierda:
-¿Acaso ya no eres el insurrecto indomable que siempre
fuiste?
Herida la vanidad, me sentí obligado a reaccionar y
comprendí que no podía malograr ese momento para apreciar la belleza del
paisaje y el poder del hombre para ejecutar este tipo de megaconstrucciones.
El titán enfurecido cogió la cámara, hizo nuevos videos, se aproximó
a la baranda del río y se hizo tomar algunas fotos que retrataron su miedo
camuflado.
Recorrimos alrededor de 900 metros de los 1.600 que tiene el
puente, el cielo nos dio más luz y la fragancia fue mas perturbadora que el
susto. Me tranquilice, convencido de que tenemos que
gozarnos no solo la realidad sino también las ilusiones para sacarle a la
vida la poca miel que ya le queda.
-Tenemos que hacer ahorros placenteros
para cuando llegue el dolor, para sufrir menos en la desgracia, para proteger el alma contra la tristeza, le dije a mi hermana quien, caminando de regreso por la estructura del puente, me hizo comentarios sobre la rapidez con la que se va la vida.
Hubo una época en que no podía pasar un puente sino sentada en el piso y arrastras con apoyo a lado y lado. Ya lo hago caminando pero bien acompañada y por el centro...
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