jueves, 2 de julio de 2015


Expedición "pajarito verde"

Ansiosos, con un fuerte, constante y comprobado convencimiento  de que las historias y las fotos están por ahí tiradas, que hay que recogerlas, recomponerlas y armarlas con paciencia y atención diligente, iniciamos por la Costa Atlántica un recorrido que nos llevará  a distintas zonas del país. 
Siempre apoyados por otra convicción, aquella según la cual detrás de una aparente simplicidad se esconden o reverberan cosas grandes,  nos subimos a un bus destartalado pero de corazón poderoso, de esos que utilizan las empresas transportadoras en las temporadas altas para no dejarse joder de la competencia y joder a los usuarios necesitados de regresar a sus sitios de origen.
Desde el horno neivano, finalizadas las fiestas del San Pedro, amanecimos en la nevera bogotana en donde, primero, nos dejó mucho más fríos un taxista avivato al cobrarnos $30 mil desde la terminal hasta el aeropuerto y, enseguida, el temperamento caliente de una empleada de Avianca nos produjo efectos sedantes...nos dejó azules y verdes del enojo en el momento de registrarnos para el vuelo a Cartagena.
Cinco minutos después, Jorge Enrique Sánchez, junior, cambió de color, se puso rojo cuando la funcionaria de Viva Colombia le respondió en tono despreciativo cuando reclamó un objeto perdido en un vuelo anterior.

Al medio día aterrizamos en otro horno, en donde la sensación térmica es distinta, pegajosa, por causa de la humedad.
La calidez del costeño nos abraza desde el aeropuerto y la sensación de la brisa es precursora de la plenitud, de la belleza geográfica que aquí deja de ser un imaginario, es una realidad absoluta. El ceviche de camarones y las morenas con cuerpo de avispa son una fórmula mágica que me estimuló como un hechizo.
Muy pronto me volví parte de todo y mis compañeros bromearon
-Vamos a perder al viejo, le dijo Jorge Harley a su tío Jorge Enrique, en voz baja, que escuché a pesar de que todavía no me recuperaba de la sordera momentánea que sufrimos cuando viajamos entre sitios de distinta altitud.
El  taxista atravesó el centro de la Heroica y nos puso en el envés de la ciudad, la otra Cartagena, la que no conocen los turistas extranjeros ni los colombianos que reciben las imágenes maquilladas durante las transmisiones del reinado de belleza. La que está debajo de la opulencia, debajo del desarrollo, al otro lado de los rascacielos que a lo lejos se ven como una ligera perspectiva de Miami. Donde habita el colombiano promedio, el mecánico engrasado, el albañil, el obrero, el vendedor de camisetas y de artesanías; las señoras que hacen el aseo en las mansiones de Bocagrande y El Laguito, los mototaxistas y los celadores que vigilan las empresas y las casas de los poderosos. Los indigentes y los subempleados.
Me falta diccionario para poner en un texto toda la recarga de imágenes y sensaciones que percibí a lo largo del día, en el primer recorrido a pie por el centro histórico-turístico, por su vigilante legendario, la muralla fortificada, y por el castillo de San Felipe.
La riqueza paisajística es singular y en ella todos los objetos, los sonidos, las personas, los animales y hasta los vehículos que ruedan por sus avenidas o se detienen en un trancón monumental en los alrededores del mercado de Bazurto, se observan con intensidad amplificada. La abundancia de elementos y su belleza nos perturba y nos conducen a creer que todo lo que vemos tiene trascendencia.
Es una gratificación, como el momento que siempre quise haber vivido, pensé mientras caminaba por la fortificación más completa de América del sur y una de las mejor conservadas de las ciudades amuralladas. Frente al mar, con el rumor de su olas y ante la inmensidad que se convierte en una línea al juntarse con el firmamento, me convencí de que en ese momento la plenitud  ya había dejado de existir entre mis anhelos.
-Por favor, le rogué a “Pajarito, atrapa con tu cámara estos momentos porque el ojo de un fotógrafo no debe sugerir sino mostrar la belleza. Y multiplícalos, mi hermano.

Bajo la plenitud igualmente infinita del cielo, en donde todo desaparece, menos el sol, las estrellas y la luna, avanzamos por el la muralla, siempre con la mirada puesta en el mar, entre ansioso y desconfiado.
-Las olas, por impetuosas que sean, después de su invasión a las intimidades marinas, siempre se desvanecen en la playa, reflexioné silencioso, con las manos sobre la cabeza.  
-Son como la vida misma que se agita violentamente en la juventud pero se calma en su hora vespertina.
Desde Cartagena salían las mayores riquezas que la Corona española enviaba a sus puertos y ante los sucesivos asaltos de piratas y tropas inglesas, francesas y holandesas, fue necesario construir la muralla y sus fuertes, como el de San Felipe, para donde nos fuimos enseguida, pasando previamente por el monumento a la india Catalina, la reconocida moza de don Pedro de Heredia, cuyos senos erectos y su cuerpo esbelto son un orgullo de los cartageneros.
Descanso obligado para todo visitante es el “palo de caucho“, tan famoso como el de mango en Florencia, la ceiba de Gigante o el caimo, en el centro de Neiva, en cuyos contornos funcionó un recordado restaurante.
Construido sobre el cerro San Lázaro, el castillo hace parte del conjunto de fortificaciones que en 1984 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad y es considerado como una de las mayores estructuras construidas en Colombia.
Los españoles lo construyeron con el fin de optimizar el tiempo de reacción ante cualquier intento de asalto o invasión, pero, personalmente, desde este dominio privilegiado, disfruto con la inmensidad del mar que, como la libertad, es intangible. Me asusto pensando en que debajo de su aparente mansedumbre están las fieras que lo dominan y un escalofrío recorre mi cuerpo al recordar que hace ya casi 4 años, empujado por mi hija Rocío y mi yerno Manuel, puse mi anatomía como carnada de tiburones en las layas de Coveñas y San Antero.

Desde aquí, donde Blas de Lezo se defendió con solo 27 buques y 3.600 soldados de un ataque de los ingleses, con 27.000 soldados, 186 buques y 2.000 cañones, poniendo  la mirada fija en el Caribe, veo los ostentosos edificios que chuzan el cielo y también las avenidas congestionadas; siento el desespero de la gente en su lucha por obtener un cupo en el anarquizado servicio público de transporte mientras ahí, al frente y a lo largo de la avenida, están los monumentos a la politiquería y a la corrupción, las estaciones del proyectado y sucesivamente aplazado Metro Caribe.
Debajo del haz del urbanismo, el desarrollo y la tecnología, siento a la otra Cartagena, imagino los dramas de muchas niñas de El Pozón, quienes aunque solo tienen 14 y 15 años, ya son madres. Y veo el cerro de La Popa, en cuya cintura un conjunto de casuchas pone una mancha como la que deja la culebrilla en el abdomen de quien la sufre.
Y como en las garitas de la muralla, en lo mas alto del Castillo siento que detrás de la simplicidad de la brisa que me empuja, llega una sinfonía maravillosa, como empujada por una marea de olas gigantes, tengo una sed de desierto y me acuerdo de la advertencia de los vendedores, quienes en la puerta de ingreso le gritan a los visitantes que deben llevar agua “porque los españoles no dejaron tubería“.
Una frase simple de la oralidad cotidiana, detrás de la cual se esconden más de 500 años de historia, de esclavitud y de muerte.




1 comentario:

  1. Cómo me alegra tu crónica agridulce de esa hermosa y contrastante ciudad: Cartagena de Indias. Gracias por el 2viaje" a través de tu palabra, amigo Cataño.

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