Agua que no has de beber, déjala correr
Muerto el perro, muerta la chanda
Es mejor volver atrás que perderse en el camino
Al mal tiempo buena cara y a lo hecho, pecho
Solo quien carga el costal sabe lo que trae adentro
Donde se halla la hierba se encuentra la contrahierba
Cayendo y levantando, pero caminando
El camino no es el destino
Tu eres más desconfiado que un gallo tuerto
Adentro mulas maiceras que el putas nos está esperando
El desarrollo del país, su gente, su economía, su folclor, en fin, su
historia toda, tienen una deuda ya impagable con los arrieros, quienes
por montañas, cañadas, precipicios, valles y lomas inaccesibles hasta
entonces, protagonizaron lo que Manuel Mejía Vallejo denominó como “la
epopeya del hombre y la bestia frente al desafío del paisaje abrupto, en
el milagro de los avances”. Y otra deuda con los cascos y los lomos de
mulas y caballos que llevaron al hombre a los confines más lejanos e
inhóspitos de la geografía nacional.
En Antioquia y el eje
cafetero, la arriería fue pionera del desarrollo de esos pueblos y junto con
el hacha, el machete y el sombrero, son los emblemas de esa raza
pujante, preciosista, melancólica y prodigiosamente fecunda y longeva.
Entre los abismos de su accidentada geografía se escuchan todavía los
ecos de los madrazos de los arrieros pues ellos mismos dicen que “a las
mulas hay putearlas para que trabajen”.
La expresión “¡arre mula
hijueputa!, además de haber sido el combustible que movió el progreso de
comunidades y pueblos enteros, es la síntesis de una operación
semántica construida por la sabiduría del arriero para describir de
manera simultánea la torpeza y la capacidad de trabajo de la bestia
mular. Inspiradores de cientos de refranes, el arriero fue la síntesis de la sabiduría popular, del sentido común y del buen humor.
La devaluada figura del arriero en las regiones cafeteras, revive
en zonas atrasadas del país, como la Amazonía, Orinoquía y llanos
orientales, en donde todavía los caminos de herradura son los únicos
contactos con la civilización.
El caballo, la mula y el arriero
con su lenguaje procaz pero frentero, son actores de mucha importancia
en la vida de pueblos olvidados, anónimos y hasta desconocidos por el
Estado porque no aparecen ni en los registros del instituto Agustín
Codazzi. En el Caquetá, Amazonas, Putumayo y en general en los antiguos
llamados “territorios nacionales”, se levantan caseríos que funcionan
como estratégicos centros de acopio y ejes de la economía de colonos,
campesinos e indígenas, cuya vida gira alrededor de los arrieros y sus
bestias.
Sobre lomos de mulas llegan hasta las entrañas de la
selva el maíz, la panela, los fríjoles, el arroz, los combustibles, los
aceites, los comerciantes, los sacamuelas, los políticos, los curas, los
pastores, los vendedores de ilusiones, las putas, los paras, el
ejército y la guerrilla. Y hasta las enfermedades llegan a lomo de mula.
Los
madrazos gritados de los arrieros son -quién lo creyera- como caricias
de amor para la selva dormida, herida por los caminos que se meten en
sus entrañas. El “¡¡arre mula hijueputa!!” se eleva hasta los árboles y
despierta los pájaros que sacan sus cuellos y con sus trinos piden que
les canten algo sentimental.
En las llamadas zonas rojas, la
condición de mensajeros fue fatal para los arrieros pues tanto la
guerrilla como el ejército y los paracos asumieron una actitud
paranoica, de desconfianza que los involucró en el conflicto y los puso
en medio de las balas cruzadas de todos los bandos. El arriero, el
hombre bueno, picaresco, servicial y comunicativo se transformó en un
ser desconfiado, solitario e, inevitablemente, en un individuo
sucesivamente maltratado por los actores del conflicto.
La sangre
del arriero, como la de la masa campesina, fertilizó las praderas, las
selvas y hasta los grandes ríos de todo el país. Ültimamente, la sangre
arriera se vierte de manera constante en Caquetá, Putumayo y los
antiguamente llamados territorios nacionales principalmente. Las
cicatrices quedaron ahí, debajo de sus ponchos, en lo profundo de sus
pechos, en sus piernas, en sus pies aplanados por las alpargatas, en sus
manos encallecidas por los rejos, las riendas, el poncho, la enjalma y el zurriago, que en el
sur del país se llama perrero.
Las recuas de mulas ya son poco
visibles en tierras cafeteras pero sobreviven en muchas zonas rurales
del país donde fueron maltratadas por la violencia. Y con ellas, los
únicos madrazos de nobleza y sabiduría mentados por los arrieros,
musicalizados con silbidos y con el rumor tenebroso de los zurriagos o
perreros que levantan las mulas de los pantanos y alejan las fieras de
los caminos solitarios.
Un campesino en el surco, el vaquero en su
caballo, un arriero en la trocha, el pescador con su chile y el
motorista de la pequeña embarcación en la popa, son los componentes
fundamentales del progreso en apartadas, desconocidas y humilladas zonas
de la patria, generadoras de riqueza pero miradas con desprecio por el
Estado.
Los arrieros se destacaron, del mismo modo, por una "virtud" Non Santa, que les mereció el terror y el desprecio en muchas regiones, como fue su capacidad para seducir muchachitas -y también mujeres casadas- con sus promesas mentirosas, que generaron numerosos conflictos y hechos violentos entre algunas comunidades rurales.
Con su abundante oralidad, con sus dichos y refranes, con su sonrisa permanente -algunas veces espantosa- con su optimismo, con su buen humor, los arrieros nos dejaron el lenguaje coloquial, informal, familiar, ese que utilizamos en nuestras conversaciones, independientemente de nuestras profesiones. El lenguaje distendido, pero franco, directo, llano, carente de sofisticaciones, "irrespetuoso" con la gramática castellana. A mamá Alicia y muchas señoras "encopetadas" les disgusta, pero creo que es una herramienta facilitadora de una comunicación rápida y directa con nuestros semejantes. La informalidad no le resta puntos a la seriedad. Ni tampoco a la vehemencia, ni a la sinceridad. La amenidad y la sonoridad no excluyen a la trascendencia.
Además, la sabiduría del dicho "arrieros somos y en el camino nos encontramos" es una advertencia de que ya tendremos la oportunidad para devolver un favor o un agravio, que en términos coloquiales significa pagar con la misma moneda.
-Y ¡arre mula hijueputa! porque "paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas "
Los arrieros se destacaron, del mismo modo, por una "virtud" Non Santa, que les mereció el terror y el desprecio en muchas regiones, como fue su capacidad para seducir muchachitas -y también mujeres casadas- con sus promesas mentirosas, que generaron numerosos conflictos y hechos violentos entre algunas comunidades rurales.
Con su abundante oralidad, con sus dichos y refranes, con su sonrisa permanente -algunas veces espantosa- con su optimismo, con su buen humor, los arrieros nos dejaron el lenguaje coloquial, informal, familiar, ese que utilizamos en nuestras conversaciones, independientemente de nuestras profesiones. El lenguaje distendido, pero franco, directo, llano, carente de sofisticaciones, "irrespetuoso" con la gramática castellana. A mamá Alicia y muchas señoras "encopetadas" les disgusta, pero creo que es una herramienta facilitadora de una comunicación rápida y directa con nuestros semejantes. La informalidad no le resta puntos a la seriedad. Ni tampoco a la vehemencia, ni a la sinceridad. La amenidad y la sonoridad no excluyen a la trascendencia.
Además, la sabiduría del dicho "arrieros somos y en el camino nos encontramos" es una advertencia de que ya tendremos la oportunidad para devolver un favor o un agravio, que en términos coloquiales significa pagar con la misma moneda.
-Y ¡arre mula hijueputa! porque "paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas "
a
No hay comentarios:
Publicar un comentario