La edad madura, por no decir la tarde de la vida, cuando a falta de esperanzas nos refugiamos en los recuerdos, nos trae deslumbramientos encantadores, chispazos de reminiscencias de los episodios que nos emocionaron hasta casi cegarnos las pupilas.
El pesebre, las novenas del niño Dios, los villancicos y los aguinaldos que “aplazábamos” con los amigos y familiares, fueron los principales ingredientes de esa ternura amable e inocente que disfrutamos en medio de incipientes revelaciones artísticas, libres del egoísmo, la mentira y la violencia que predominan y mueven el mundo contemporáneo.
Paradójicamente, la felicidad, ternura y afecto de aquellas horas bellas y felices de nuestra niñez, estuvieron soportadas en dos grandes mentiras, tal vez las únicas de aquella época: el niño Dios que nos dio regalos en navidad, y la cigüeña que nos trajo a los hermanitos.
Momentos divinos cuando por mandato de nuestros mayores molimos ladrillo y vidrio, recolectamos musgo en jornadas inolvidables regularmente con las primos y amigos de la infancia; cortamos cartón para las casas e iglesias del pesebre y “apachurramos” tapas de cerveza y gaseosa para la elaboración de las panderetas, esenciales en el cántico de los villancicos.
El arte de la fraternidad propiciado por un niño Dios que trajo regalos para los niños estudiosos y obedientes que, además, asistieran devotamente a las novenas alrededor del pesebre infaltable en todas las casas. Esta mentira piadosa vivió en mi mente hasta cuando tuve 12 años, a punto de ingresar al bachillerato, cuando descubrí a mi papá en calzoncillos, quien a hurtadillas ponía los regalos debajo de las almohadas de mis hermanos.
La heroica fortaleza de nuestras mamás para atender sus partos inusitadamente frecuentes, asistidas por una misteriosa señora de avanzada edad que también entraba a la casa a escondidas, fue atribuida a la cigüeña, el ave zancuda responsable de la superpoblación mundial. Y el encierro casi hermético para pasar los 40 días de la “dieta” fue mencionado como una grave enfermedad.
Como peregrinos de la idealidad y la inocencia, rezamos las novenas de aguinaldo en casas hospitalarias de vecinos, en el campo y en la ciudad, entre abundante natilla, buñuelos, dulces de papaya y breva, principalmente y entretenidos con los aguinaldos “aplazados” de hablar y no contestar; pajita en boca; dar y no recibir y el de pie, que lo perdía aquel que fuera sorprendido sentado. Para ganar la singular apuesta navideña, muchas personas acudieron a recursos extremos, como anunciarle a su adversario la muerte de un ser querido con lo que se obtenía una respuesta o fingir regalos en paquetes atractivos que tentaron a los apostadores.
Los niños pobres solo pedimos carros de plástico y pelotas de letras al niño Dios, porque “Él no tiene tanto dinero para comprarle regalo a todos los niños del mundo”, según nuestros papás. Pero ese mismo Dios les regalaba bicicletas a los niños de los patrones, aunque ellos no asistieran al rezo de las novenas. Mi padre no pudo responderme, un 25 de diciembre, por qué el niño Dios siendo tan bueno y Yo tan obediente, no me trajo el triciclo que le pedí y Liliana, mi hermana menor, se enojó no solo con mi papá sino con los hermanos mayores cuando supo que el niño Dios era un fantasma inventado para condicionar la conducta de los niños.
-“No puedo explicarme su tacañería, nos dijo, al recordar que durante los últimos 5 años pidió, en vano, una muñeca grande.
Apartemos los ojos de esas respuestas imposibles y entremos en los pueblos que construyeron en los pesebres nuestros mayores, con casas de cartón, espejos como lagos en los que nadaban cisnes y patos; potreros con cercas de piola, ovejas y otros animales de plástico; el buey y la mula, así como los caminos y avenidas demarcados con polvo de ladrillo. Y en el sitio más alto, la pesebrera en donde construyeron la cuna que estuvo lista para poner al niño el 25.
Recuerdo gratamente que debido a mi nombre, por mis excepcionales condiciones físicas y por mi fenotipo de "muchacho bonito", una familia rica, de la vereda Golconda, en el coregimiento "El Caimo", de Armenia, le propuso a mi papá que me dejara representar al niño Dios, en vivo, en un pesebre gigante que armaron en su hacienda. Mi mamá no aprobó dicha petición y a cambio les regaló un muñeco de trapo que armó para representar al año viejo. Me quedó la fama y entonces era común escuchar comentarios entre las señoras, relacionados con esa propuesta:
-Ese jovencito es el que se pelean los vecinos para ponerlo de Niño Dios en los pesebres...
Entre esos himnos de alabanza, con esas visiones cariñosas del mundo, nunca imaginamos que muchos años después el corazón del hombre pudiera alojar las pasiones individualistas y violentas que predominan en la actualidad.
No conozco villancicos nuevos porque el tema es anacrónico y en las pocas casas que mantienen la devoción del pesebre se entonan los mismos Nanita Nana, campana sobre campana, vamos pastores vamos, el burrito sabanero, el niño del carpintero, Antón, noche de paz, tutaina y zagalillos, como los más populares.
Los avances tecnológicos cambiaron el mundo positivamente, es claro, pero el progreso material puso el mundo en un desequilibrio que lo lanzó al mar de angustias en el que vivimos y en el que nos ahogamos en medio de la desigualdad. El planeta olvidó la convivencia y se mueve alrededor de la conveniencia. De la conveniencia comercial principalmente.
De las confidencias de corazón a corazón, pasamos a la lucha feroz por el dinero y los aplausos. Murió el niño Dios, nació el nuevo Dios, el dios de la ambición que no cabe en el pesebre. Y por eso, al volver los ojos, solo vemos un triste placer sobre el sendero recorrido.
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