Cuando la noche empezaba a extender sus alas sobre los guaduales, guamos, plataneras y palos de café arábigo, mi mamá Alicia nos llamaba a la mesa larga, de tablas, en donde media hora antes habían comido 25 recolectores de café y en medio de la frijolada hacía una corta oración de agradecimiento por “el pan de este día”.
En verano, el sol se escondía entre una llamarada y desde la finca de la vereda Golconda, inspección de El Caimo, se observaban las luces intermitentes de Armenia. En el horizonte se perfilaban las siluetas del alto de la línea. Un tinto humeante unía al grupo antes de las 8, en un ritual inaplazable, mientras una a una aparecían las estrellas como mariposas gigantes. Y, uno a uno, los labriegos iban soltando apuntes de su cotidianidad, reciente o lejana, de sus encuentros amorosos, de sus afanes en el surco, del drama de la jornada, de los “galones” de café recolectados; de la penuria para traerlos hasta la tolva, del chocolate derramado, del filo de su machete, del sombrero roto, de la culebra, del gusano “pollo” que los pringó; de la arepa quemada, del caballo colorado, de la enjalma rota, de la muchacha de la cocina que todos los días le echaba dos carnes al desayuno; del encuentro con los guatines o guaras del Huila y Caquetá. Los más imaginativos mencionaban las peleas con el tigrillo y la danta y los más pequeños gozábamos con esas historias. Las mujeres cosían y hasta bordaban a la luz de las velas moribundas. Algunas se aventuraban a contar sus picardías, expuestas a los regaños de las mayores. Mis hermanos mostraban los trompos y las bolas de cristal ganadas en la escuela y Yo mencionaba las carreras en la juega de “la lleva”, para distraer la atención de quienes me vieron en el rajadero de leña con la prima que llegó de Ulloa al comienzo de la semana. Con apenas 7 años, descubrí, entonces, que todos tenemos una historia para contar y quedé marcado por ese ensueño infantil, como la visión de una flor que se abre, como el primer beso con los relatos, con la tradición oral, con las "películas" de la gente.
Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron a Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Las historias de otros personajes complementarios de la actividad cafetera: del chofer, del comprador de pasilla, de la profesora de la escuela veredal, del negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de la mañana todos los domingos.
Esta semana, en una finca muy lejos de mi natal Quindío, en Algeciras, Huila, volví a un cafetal y me metí en el surco, atraído por el olor de la hierba recién cortada y en busca del perfume singular que se desprende de la baba pegajosa que suelta el grano maduro.
Me estremecí con los recuerdos de las páginas infantiles que llegaron impulsadas por el viento de la mañana y sentí el calor de las cenizas de los años quemados. Escuché el rumor de los cuentos y los viví como un poema; sentí la música interior de aquel ensueño y vi cómo los cafetos se sacudieron con el aterrizaje de las invocaciones, como un conjuro que trajo la belleza de las cosas muertas.
Ante el avance acelerado del crepúsculo de la vida, me aferré a este momento, percibí el cafetal como mi entorno natural, sentí que un rocío de ternuras caía sobre mi y reviví las primeras caricias y besos que me dieron debajo de un frondoso cafeto.
Fue una canción del silencio, un homenaje a los héroes ya vencidos que, como mi padre y las víctimas de la violencia, crecieron y florecieron bajo el sol de la confrontación armada. De nuevo, tuve sueños y deseos imprecisos interrumpidos por el sol del medio día que me mostró la colina iluminada y los cultivos de habichuela, al otro lado, alineados en filas simétricas.
Los descendientes de la cultura cafetera nacimos arraigados a la tierra, una raigambre cuya savia espiritual es la cotidianidad, la cercanía, la familiaridad, el amiguismo, el servicio, el buen humor, la sensualidad indescifrable y tenaz, que, del mismo modo, complementan la cultura regional, su idiosincrasia.
Con el paso de los años, la ambición y el surgimiento de la política como administradora de la cultura, pusieron una cadena invisible en el corazón de la humanidad para sujetar su desarrollo colectivo y propiciar el individualismo que brotó muy pronto, fracturó la familia y la sociedad y pulverizó los valores tradicionales de la cultura cafetera.
Ni la violencia de la década de los 50 logró desarticular la comunión de los pueblos cafeteros que sintieron en cada floración de sus palos, el reverdecimiento de sus ilusiones porque la esperanza siempre fue un mágico perfume que refrescó sus jornadas.
El narcotráfico y la violencia, como los dos elementos más perturbadores de la realidad nacional en los últimos años, descompusieron los esquemas de funcionamiento social, invirtieron los valores, cambiaron el universo cultural de la gente y desviaron los recursos del Estado para la atención de las necesidades básicas de la población.
En todas partes, en la montaña, en el valle, en el llano, en los montes, en las selvas, en los cerros agrestes se siente la crisis económica y moral de un pueblo heroico, fatalmente destinado a perderse en el olvido y en la incapacidad de su gobierno. Un gobierno perdido, desubicado de la realidad nacional que dialoga con la guerrilla pero que reprime con violencia los movimientos populares surgidos de este panorama confuso, casi irreal que vivimos los colombianos. Que dialoga con la guerrilla mientras implementa reformas con las que se acentúa la brecha entre la oligarquía y el pueblo y aumentan las distancias y la iniquidad.
Lentamente, ese pasado luminoso se volvió historia porque en las fincas de hoy, cuando cae la noche, se toma tinto caliente, como siempre, pero la conversación está ensangrentada por la noticias de la radio y la televisión, en un melancólico resumen de la realidad nacional, un falso espejismo de la Libertad que, aunque maquillado por los grandes Medios, se desvanece al menor soplo del viento dejando al descubierto el triunfo de los poderosos y el corazón triste de los caficultores.
Anoche, en una finca de la vereda "Naranjos Bajos", de Algeciras, Huila, muy lejos de aquella en donde viví de niño, cuando llamaron al tinto, un niño precoz me mostró la foto de la periodista Flor Alba Núñez, asesinada en Pitalito, que imprimió en una hoja tamaño oficio para pedirle explicaciones a su profesora. No me pude tomar el tinto y simplemente le dije al niño:
-No creo que tu profesora pueda explicarte lo de la periodista porque en este país hemos perdido la capacidad de asombro y hemos guardado el rostro en el regazo de la hipocresía..
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