miércoles, 30 de septiembre de 2015

Lo que me mostró el espejito de los Cucama

De acuerdo con la tradición oral uitota, la etnia cucama, cuyos miembros están dispersos en el medio Caquetá, riberas del río Putumayo y varios sectores de la amazonia colombiana, tomó su nombre del “abuelo de la sabiduría”, Cucama, a quien se le apareció un espejo, a través del cual pudo ver todo lo que se le antojó.
Maravillado con los excepcionales poderes derivados de su omnipresencia y de su capacidad para adivinar el futuro, para leer la bondad y la maldad de las personas con solo mirarlas a los ojos, les pedí prestado su espejito y me puse a observar a la Colombia del futuro cercano.
La primera imagen que se reflejó, limpia y  resplandeciente, al tomar el  mitológico cristal, fue el oasis de la paz cubierto por una densa maleza de olivos bastardos, de frutos escasos y pequeños,    tal vez   por falta de  cuidados.
Pocos días antes de la posesión del nuevo presidente, en agosto de 2018,  a quien no vi con claridad, pero que se me pareció a Germán Vargas Lleras, llega a la Habana la octogésima novena delegación de víctimas en busca de su reconocimiento por parte de las FARC. La delegación está presidida por el hijo de Clara Rojas, quien le pide a “Iván Márquez” que le diga quién es su papá.
A través del espejito pude observar la ceremonia de beatificación del nuevo santo colombiano, San Parco Uribe, una síntesis de la integración moral de los colombianos, quien derivó su nombre del muy moderado, escaso uso que hace de la tolerancia y de las concesiones que le otorgan sus adversarios. Debido a que para el pueblo que lo adora es desconocido el vocablo “parco”, y muy común el término paraco, el nuevo santo es más conocido con el detonante y simbólico Santo Paraco.
La ceremonia fue aplazada en varias ocasiones por los quebrantos de salud del pontífice argentino, quien sigue casi moribundo por causa de las heridas sufridas durante los atentados perpetrados por los islámicos. La mosa del nuevo santo, doña Parca, la mitológica yuxtaposición de 3 hermanas -Cloto, Láquesis y Átropos- participó en la ceremonia con varios zarpazos que casi se llevan al modesto gaucho, también "patrón", pero de los católicos.
El espejillo se humedeció –es decir, se opacó- con esta escena brutalmente acomodada, como los falsos positivos, y mientras pasaron los minutos para el restablecimiento de la imagen, aunque borrosos, vi algunos episodios que trajeron desgracia a los colombianos pero que le sirvieron al candidato a santo como importante acumulación de puntos.
Al aclararse, el espejito me mostró, en un lado, a los jefes de las FARC, en una alegre reunión, en medio de finas bebidas y acompañados por lindas prepagos llevadas desde Medellín y Pereira y, en el otro, a un grupo de guerrilleros de la "Teófilo Forero"hambrientos y desmoralizados que pelean por las pocas provisiones, mientras su  comandante, "El Paisa",huye por distintos sitios de la cordillera oriental ante la persecución que le hacen fuerzas combinadas del ejército y de las propias FARC. Porque, segun dijeron miembros del secretariado, "mientras "El paisa" no se someta, la paz será una mentira".

Separados de la vida natural y de las actividades para las que fueron elegidos, vi a los congresistas de todas las corrientes, ungidos por fuerzas extrañas, con sus aureolas encendidas, adornadas con billetes verdes, de los gringos, de los esmeralderos y, obviamente, de los narcos. Y al pueblo, simbólicamente organizado a su alrededor en un gran infierno sin puerta de salida.
Invoco la capacidad de los poetas en este momento, para construir un epigrama con las visiones que tengo, para hacer un resumen de la miseria y la violencia que se agitan entre la gente en el comienzo del 2018, que es empujada a enfrentarse, a disputarse como aves de rapiña sus derechos fundamentales, porque se ha producido otro gran milagro de su nuevo santo: la resurrección de la confrontación sanguinaria, la reaparición del despojo, la pugna codiciosa, la mentira disfrazada de verdad y la revitalización del conformismo y la resignación de sus abyectos seguidores.

viernes, 11 de septiembre de 2015

En el cafetal, los recuerdos me estremecen


Cuando la noche empezaba a extender sus alas sobre los guaduales, guamos, plataneras y palos de café arábigo, mi mamá Alicia nos llamaba a la mesa larga, de tablas, en donde media hora antes habían comido 25 recolectores de café y en medio de la frijolada hacía una corta oración de agradecimiento por “el pan de este día”.
En verano, el sol se escondía entre una llamarada y desde la finca de la vereda Golconda, inspección de El Caimo, se observaban las luces intermitentes de Armenia. En el horizonte se perfilaban las siluetas del alto de la línea. Un tinto humeante unía al grupo antes de las 8, en un ritual inaplazable, mientras una a una aparecían las estrellas como mariposas gigantes. Y, uno a uno, los labriegos iban soltando apuntes de su cotidianidad, reciente o lejana, de sus encuentros amorosos, de sus afanes en el surco, del drama de la jornada, de los “galones” de café recolectados; de la penuria para traerlos hasta la tolva, del chocolate derramado, del filo de su machete, del sombrero roto, de la culebra, del gusano “pollo” que los pringó; de la arepa quemada, del caballo colorado, de la enjalma rota, de la muchacha de la cocina que todos los días le echaba dos carnes al desayuno; del encuentro con los guatines o guaras del Huila y Caquetá. Los más imaginativos mencionaban las peleas con el tigrillo y la danta y los más pequeños gozábamos con esas historias. Las mujeres cosían y hasta bordaban a la luz de las velas moribundas. Algunas se aventuraban a contar sus picardías, expuestas a los regaños de las mayores. Mis hermanos mostraban los trompos y las bolas de cristal ganadas en la escuela y Yo mencionaba las carreras en la juega de “la lleva”, para distraer la atención de quienes me vieron en el rajadero de leña con la prima que llegó de Ulloa al comienzo de la semana. Con apenas 7 años, descubrí, entonces, que todos tenemos una historia para contar y quedé marcado por ese ensueño infantil, como la visión de una flor que se abre, como el primer beso con los relatos, con la tradición oral, con las "películas" de la gente.

Es la cultura de lo inmediato, la vivencia del día a día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente, con su trabajo, con sus idilios, con sus anhelos, con sus fatigas y con sus conquistas. Es la cultura de un pueblo, es la cultura cafetera, son los corazones de todas las personas que se mueven alrededor del grano, de los antecesores que hicieron rugir la selva y soportaron todas las tempestades; que convirtieron a Colombia en un territorio fértil para las cosechas y para la convivencia. Las historias de otros personajes complementarios de la actividad cafetera: del chofer, del comprador de pasilla, de la profesora de la escuela veredal, del negociante de plátano y naranja, y hasta del sacerdote que esperaba a los campesinos en la misa de 10 de  la mañana todos los domingos.
Esta semana, en una finca muy lejos de mi natal Quindío, en Algeciras, Huila, volví a un cafetal y me metí en el surco, atraído por el olor de la hierba recién cortada y en busca del perfume singular que se desprende de la baba pegajosa que suelta el grano maduro.
Me estremecí con los recuerdos de las páginas infantiles que llegaron impulsadas por el viento de la mañana y sentí el calor de las cenizas de los años quemados. Escuché el rumor de los cuentos y los viví como un poema; sentí la música interior de aquel ensueño y vi cómo los cafetos se sacudieron con el aterrizaje de las invocaciones, como un conjuro que trajo la belleza de las cosas muertas.
Ante el avance acelerado del crepúsculo de la vida, me aferré a este momento, percibí el cafetal como mi entorno natural, sentí que un rocío de ternuras caía sobre mi y reviví las primeras caricias y besos que me dieron debajo de un frondoso cafeto. 

Fue una canción del silencio, un homenaje a los héroes ya vencidos que, como mi padre y las víctimas de la violencia, crecieron y florecieron bajo el sol de la confrontación armada. De nuevo, tuve sueños y deseos imprecisos interrumpidos por el sol del medio día que me mostró la colina iluminada y los cultivos de habichuela, al otro lado, alineados en filas simétricas.
Los descendientes de la cultura cafetera nacimos arraigados a la tierra, una raigambre cuya savia espiritual es la cotidianidad, la cercanía, la familiaridad, el amiguismo, el servicio, el buen humor, la sensualidad indescifrable y tenaz, que, del mismo modo, complementan la cultura regional, su idiosincrasia.
Con el paso de los años, la ambición y el surgimiento de la política como administradora de la cultura, pusieron una cadena invisible en el corazón de la humanidad para sujetar su desarrollo colectivo y propiciar el individualismo que brotó muy pronto, fracturó la familia y la sociedad y pulverizó los valores tradicionales de la cultura cafetera.
Ni la violencia de la década de los 50 logró desarticular la comunión de los pueblos cafeteros que sintieron en cada floración de sus palos, el reverdecimiento de sus ilusiones porque la esperanza siempre fue un mágico perfume que refrescó sus jornadas.  
 El narcotráfico y la violencia, como los dos elementos más perturbadores de la realidad nacional en los últimos años, descompusieron los esquemas de funcionamiento social, invirtieron los valores, cambiaron el universo cultural de la gente y desviaron los recursos del Estado para la atención de las necesidades básicas de la población.
En todas partes, en la montaña, en el valle, en el llano, en los montes, en las selvas, en los cerros agrestes se siente la crisis económica y moral de un pueblo heroico, fatalmente destinado a perderse en el olvido y en la incapacidad de su gobierno. Un gobierno perdido, desubicado de la realidad nacional que dialoga con la guerrilla pero que reprime con violencia los movimientos populares surgidos de este panorama  confuso, casi irreal que vivimos los colombianos. Que dialoga con la guerrilla mientras implementa reformas con las que se acentúa la brecha entre la oligarquía y el pueblo y  aumentan las distancias y la iniquidad.

Lentamente, ese pasado luminoso se volvió historia porque en las fincas de hoy, cuando cae la noche, se toma tinto caliente, como siempre, pero la conversación está ensangrentada por la noticias de la radio y la televisión, en un melancólico resumen de la realidad nacional, un falso espejismo de la Libertad que, aunque maquillado por los grandes Medios, se desvanece al menor soplo del viento dejando al descubierto el triunfo de los poderosos y el corazón triste de los caficultores.

Anoche, en una finca de la vereda "Naranjos Bajos", de Algeciras, Huila, muy lejos de aquella en donde viví de niño, cuando llamaron al tinto, un niño precoz me mostró la  foto de la periodista Flor Alba Núñez, asesinada en Pitalito, que imprimió en una hoja tamaño oficio para pedirle explicaciones a su profesora. No me pude tomar el tinto y simplemente le dije al niño: 
-No creo que tu profesora pueda explicarte lo de la periodista porque en este país hemos perdido la capacidad de asombro y hemos guardado el rostro en el regazo de la hipocresía..