Al comenzar el relato de mis percepciones tras la lectura del libro de Jorge Pulecio, y evocando las directrices aprendidas en mis clases de lingüística, pensé en el común denominador que tienen los críticos literarios y los comentaristas deportivos. La mayoría de los primeros, sin haber escrito ni un madrazo, pontifican sobre las obras y ridiculizan al autor que los ocupa. Y los segundos, sin haber jugado un solo partido, aparecen como los mejores técnicos y se consideran infalibles en sus comentarios, principalmente en cuanto al fútbol.
Los críticos literarios se rompen la cabeza y recurren a métodos singulares para hacer explícito lo que está implícito en una obra, siempre pegados a las normas, a la academia, a los formatos que se aprendieron de memoria. Dan la impresión de saber tanto, que uno no se explica para qué putas leen.
Por un aprendizaje hecho costumbre, siempre busco en una obra aquello que está más cerca, que me pueda ofrecer, sin mucha academia, elementos para reflexionar porque, al fin y al cabo, leo y escribo como un ejercicio curativo para la soledad, para ampliar las opciones de reflexión y para enriquecer mis argumentos de queja e inconformidad.
El mejor momento en el proceso comunicativo y, claro está, en la lectura de un libro, es aquel cuando el emisor o autor le dice a Uno las cosas que estaba esperando, cuando se aumenta el placer, cuando uno identifica el interés de la lectura como auténtico, no importa la forma, ni los códigos morales o sintácticos que utilice el escritor para meter su mensaje en el alma de quien lo sigue.
Tras la decepción de Amparito Rosales por causa del enamoramiento homosexual del director del grupo de baile, me enamoré de las primeras manifestaciones de realismo mágico que trae la obra, al mejor estilo garciamarquiano, plasmadas en el capítulo Manigua, cuando -,me imagino que por la desesperanza social- el autor introduce el suicidio como alternativa para oponerle a la frustración, pero el personaje solo naufraga en "un tinto negro de café quemado" y abre una ventana en su cabeza.
Aquí es cuando los placeres de la lectura se confunden con el bien público que siempre ha tenido el autor como regla de comportamiento pues llega el capítulo de mayor actualidad, un anhelo popular que lucha contra el grupo de guerreristas, comandados por Alvaro Uribe. Se llama "Guerra después de la guerra", que no es otra cosa sino una visión y un sueño del momento más esperado en la historia de los últimos 60 años, es un retrato de Colombia, un retrato que no tiene sangre, ni hambre, ni sed aunque los ríos hayan extraviado su curso o se hayan convertido en cloacas de pueblos y ciudades antes de llegar a los puentes. Es un retrato imaginado de la Colombia anhelada por todos.
La metáfora es muy elocuente y clara: los cuerpos de los muertos viejos se reincorporan y hasta las calaveras, con sus muecas y cicatrices, recogieron sus partes dispersas, en una resurrección gloriosa, como la que espera la mayoría de colombianos. Porque "no hay tiempo para el miedo ni para la duda".
Mis percepciones están lejos de ser un análisis de la obra del compañero Pulecio, y por tanto me declaro exento de gravámenes que me puedan imponer los críticos de las letras aquí presentes.
En algunos libros, sus personajes no pasan de ser unos signos en una página, sin pensamiento propio, con un vocabulario intrascendente o extravagante. Pero en este libro, la selva, como personaje, como escenario principal, usa un lenguaje que deleita unas veces y que conmueve, otras. Porque nunca duerme, siempre sueña. Y también utiliza el lenguaje corporal pues abraza en las noches a sus habitantes verdes, a sus animales verdes, a la inmensidad verde que limita con el azul eterno.
Este poema de Pulecio nos muestra, en texto y en fotos, un pedazo de la historia del Caquetá, nos señala la capacidad de organización y de lucha de un pueblo que remplazó su inconformismo por el silencio y la resignación…por la muerte en vida. En el texto correspondiente al capítulo “Decisiones” se reviven aquellos momentos cuando “tomábamos coca-cola y comíamos pan blandito pues a toda hora estábamos de afán, hasta para hacer el amor…siempre, nos recuerda Jorge Reynel, ocupados con el tema de la coyuntura y el inmediatismo porque “mañana podemos estar muertos”.
Al cierre de ese capítulo de valor, de participación ciudadana en los asuntos que le afectan, vi con nostalgia, entre lágrimas, el cartel de los candidatos del entonces Frente Democrático, como red con la que nos propusimos convertir en fuerza electoral el histórico auge de masas de entonces. Muchos de ellos están muertos porque la lista de amigos muertos ya es más larga que la de los amigos vivos. Y es evidente que algunos de ellos ya están muertos en vida. Ustedes los identificarán. O hasta dirán que Cataño también lo está, aunque no esté en el cartel…
Pulecio nos cuenta que se puso a llorar con el relato de Humberto Lozada, cuando dejó ver la carrilera central de su cabello negro, segundos antes de confesarle: Tú sabes que me pegaron un tiro. Me detuve a llorar con el autor pues recordé que no solo a Lozada le pegaron un tiro…también a Gerardo Perilla, a Rodrigo Pérez, a Javier Sanabria y a muchos más de quienes estuvieron en las luchas cotidianas de los campesinos, de los profesores y del pueblo todo cuando el paro por la interconexión del Caquetá. A otros, como Fabio Sánchez y Conrado Marín, el destino no les pegó un tiro pero sí les hizo una mala jugada que les costó la vida en cumplimiento de tareas a favor de los sectores populares. Esos tiros también asesinaron la combatividad del pueblo caqueteño, que de la beligerancia y de la rebeldía pasó a ser como el ganado de ceba…lo engordan en las campañas electorales, lo llevan hasta las mesas de votación, como llevan al ganado al abrevadero antes de sacrificarlo.
En el capítulo “La Confesión”, a los lectores les puede parecer que se trata de nuevas figuras literarias del autor, de hipérboles brillantes. Pero, no. En este pasaje del libro, Pulecio tampoco utiliza metáforas sino que recuerda con claridad y con horror las torturas que sufrimos quienes mantuvimos posiciones firmes, apegados a la verdad que habíamos abrazado. Las crucifixiones, las castraciones, los cortes de falanges, las inmersiones, las intimidaciones, no hacen parte del realismo mágico que el autor aprendió de García Márquez. Fue un realismo amargamente doloroso. Muchos de quienes estamos aquí, sabemos que no se trata de un relato imaginado porque lo podemos comprobar con las cicatrices del cuerpo y del alma.
En el capítulo sobre el Cojo Pastrana, la tristeza aterriza de nuevo y se aviva la indignación con la declaración del exalcalde Gustavo Petro, en la cual admitió que el M-19 fue el responsable de su muerte, pero, según dijo, “engañados por la BIM” (Brigada de institutos militares). Cómo les parece, la familia mata a un hijo querido y brillante por causa de los chismes del vecino, más o menos. Y, del mismo modo, cientos de campesinos inocentes también cayeron por el chisme, la conseja y hasta por envidia.
Lo que sigue, desde “Ell testimonio de Javier Sanabria”, “La cicatriz de los Gedeón”, “Tubalcaín y las borugas”, “Beyamid de mis amores”, “Radiografía de un allanamiento continuado”, “Puentes desarmables”, De novia y de luto”, hasta “La machaca”, son relatos en los que la juventud de Pulecio, salpicada por el virus revolucionario, cae como una cascada sonora sobre el teclado.
Por momentos, el relato se desmorona y hasta se pierde la identidad por sus excursiones prematuras al activismo político, como una devoción obsesiva con la que pretende, quizás, una sublimación de la frustración que sentimos, no solo Él sino todos los que hicimos parte de ese combo de idealistas cultivados, profetas en plan de conspiración.
El autor se levanta a tiempo de algunas versiones
superficiales y como si supiera que la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura, nos pone un poema, “Soledades”, que es un canto al telegrama que nunca llegó. En términos de hoy, es el whatssap que anhelamos,que esperamos, pero que nunca nos mandan.
Enseguida, denuncia en tono vehemente que “a la ciudad de los ministros no había llegado entonces el ruido de la guerra del Amazonas”. En Bogotá ignoraron la guerra hasta cuando cayeron los primeros muertos de su rancia aristocracia.
Al escribir, por momentos se pierde el horizonte y a veces no sabemos para dónde vamos…y el lector lo percibe…pero esas “lagunas” desembocan muchas veces en sobresaltos emotivos, dramáticos. Pulecio se sacudió y nos premia con unas metáforas de ensueño al decirnos, por ejemplo, que el sol y la luna engendraron una gran serpiente sagrada que habitó el Amazonas y quiso tanto esta tierra, que un día parió un indio para que amara la selva…y su primera palabra fue Araracuara!!!..
Este libro, Amor y Guerra en el Amazonas, es un torrente de sentimientos humanos, narrados en lenguaje humano y creo que hasta hoy no ha existido en el Caquetá un autor con tanto dominio de la retrospectiva y con tantos fantasmas literarios para exorcizar su lectura. Personalmente lo considero una lectura asombrosamente curativa, un placer para quienes leemos por necesidad, para aprender a participar en el proceso de cambio de tantas cosas malas. Porque, como advierte Jorge Pulecio en su obra, “América está pobre, saqueada en sus minas, sus tierras y sus hombres.
Y aquí, Yo también doy un gran salto, desde las marañas imaginativas de Pulecio y los fantasmas que se alzaron ante Él, por encima de los capítulos de “La laguna Jatuncocha”, “La Canoíta quinqueañera, “La declaración de amor a Amparo Rivera” y hasta me esfuerzo para salvar el capítulo de homenaje a Monseñor Cuniberti… y caigo sobre dos locos: el viejo Napo, que se volvió loco, loco de tanto soñar y el otro no menos loco, Mario Moro, quien se mató de un tiro de escopeta en su pequeña finca de Florencia para fugarse del fastidio y del horror que almacenó como consecuencia del "amor y guerra en el Amazonas”.
Del carajo tu descuartizada del texto, viejo Chucho.
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