Levantándome ayudado
por Erika y Miguel, y admirado por la hazaña de haber llegado hasta el cráter
del volcán Puracé, miré de nuevo hacia esa profunda fosa cubierta de neblina y
percibí, como una caricia, el aroma de sus entrañas agitadas.
Lancé una piedra,
como ofrenda y como símbolo del nexo que acababa de establecer con este vigía
insomne del paisaje colombiano. Como homenaje de admiración y, por qué no
decirlo, como manifestación del poder y del refinamiento que se sienten allá en
la cima colindante con el infinito. En esas regiones solitarias desde donde se
aprecia mejor la perspectiva de desgracia que se asoma sobre nuestra patria y
en donde también se percibe la descontaminación no solo del ambiente sino de la
gente misma.
Encantados por la
conquista y dominados por las condiciones extremas de la temperatura, las ráfagas de viento y el
sentimiento de soledad, comenzamos el descenso cuidadoso y en el balance
personal pensé, además del éxito de la expedición, en el ultraje y la contaminación
que cientos de turistas provocan en estos parajes lejanos, agrestes y helados
de la geografía nacional.
Mientras resbalaba,
caía y decía cosas entre dientes, me llegó como un tónico la imagen del rey de
los Andes, el segundo objetivo principal de esta expedición. Sentí retorcijones
estomacales al imaginarme ese encuentro cara a pico con el ave voladora más grande
del planeta, emblema del poder, la Libertad y la inteligencia. El mismo que
engalana el escudo de Colombia, que se encuentra amenazado gravemente y del
cual solo quedan 3 ejemplares que viven en la zona de influencia de la cadena
volcánica Puracé.
El Cóndor, que combate solitario desde el corazón de las nubes, el verdadero “patrón”; el que despierta en algunos un sentimiento combinado de admiración y de odio, proveniente de la envidia.
La noche llegó
temprano, empujada por los vientos silbadores y helados que se metieron por
debajo de la carpa, por los ojos, por los pies, por todas partes. Nos sentimos
atrapados en un frigorífico pero pronto nos apretujamos envueltos en las bolsas
de lana y metidos entre calentones, pijamas, pantalones, sudaderas, camisetas,
chaquetas, gorros y pasamontañas.
El extremo cansancio
nos fundió muy pronto y cuando Miguel me despertó a las 5:30 pensé que apenas había
dormido una hora. Era el momento del desmonte de la carpa y del empaque del
trasteo para comenzar el regreso, que de paso nos llevaría a “la piedra sagrada”
donde los indígenas ponen carne descompuesta para atraer al Vultur gryphus,
nombre científico del rey de los andes, al cual le llaman “el santo”. De ahí se
deriva el nombre de la “piedra sagrada”, que es donde come su santo.
Durante el desayuno,
el avistamiento del cóndor fue el tema central y como es normal entre los
colombianos, las especulaciones predominaron en todas las conversaciones.
-¿Si los veremos
hoy?, preguntaba una joven con su cámara de video encendida
- Es muy posible
porque ayer no bajó, respondió uno de los guías
- Entonces sí llegará
hoy, pero bien temprano, intervino un estudiante
- ¿Se iría a otro
lugar?, preguntó una señora setentona que no subió al volcán. Si hoy no viene,
volveré mañana, pero lo tengo que ver, insistió.
Guardé silencio pero,
como la señora, también pensé que no me iría de estos parajes hasta avistarlo.
Porque se trata de un
encuentro excepcional. Quienes subimos a estos lugares lo hacemos atraídos por
la espectacularidad, por las emociones, por la admiración, por la variedad del
entorno y, desde luego, por el ideal de encontrarnos con el coloso de las
alturas. La mayoría de las personas que nos congregamos aquí, solo hemos visto
un cóndor en el escudo de Colombia, en el cine, la Tv o en las fotos de amigos,
enciclopedias y revistas. O en los envases de la tradicional empresa de gaseosas Cóndor, emblemática de la industria huilense.
Se trata –nada menos-
que del ave considerada patrimonio cultural y natural de Suramérica, en peligro
de extinción, cuya tasa de reproducción es muy baja pues pone un huevo cada dos
años y sus polluelos alcanzan la madurez apenas a los 5 o 6 años. Es, además,
una de las aves de más larga vida, al alcanzar hasta los 60 años. Algunos lo
llaman el rey de los gallinazos y su primo lejano es el buitre.
Con sus alas
desplegadas llega a los 3,4 m y su longitud de pico a cola es de 1,6 m. Su peso
puede llegar hasta 12 kg. El cóndor, al igual que las otras seis especies de
carroñeros de américa, pertenece a la familia Cathartidae, palabra derivada del
griego "Kathartes" que significa "el que limpia".
Por su función de
carroñero es una pieza importante en el equilibrio de los ecosistemas de los que
forma parte y es muy útil para la salud de muchos animales, porque al consumir
rápidamente los cadáveres elimina fuentes de contacto de enfermedades o focos
de contaminación. Puede ingerir unos 5 kilogramos de carne en un día y asimismo
puede ayunar hasta cinco semanas.
Es el eje de mitos y leyendas,
especialmente entre las comunidades indígenas y desde siempre ha sido señalado
como emblema del poder y de la inmortalidad. Algunas tribus le atribuyeron la
capacidad para levantar y bajar el sol y por tanto fue considerado como el
responsable del día y de la noche.
No se trata de un
encuentro cualquiera, con un paisano o con una muchacha bonita, con un elefante
o con una vaca recién parida; con un gallo de 3 patas o con unas cabras
siamesas; con la virgen de Piendamó o con cualquiera de esos “santos”
aparecidos que se inventan los curas; con los “cabezas redondas”, del Sahara o
con las impresionantes líneas de las planicies de Nazca. Ni con los “ovnis”
avistados en el Pital, Huila, mientras escribía esta nota a pocas cuadras del
parque principal de esa población.
No se trata de un
fantasma creado por las leyendas, las habladurías, los fraudes y los engaños a
los que nos tienen acostumbrados los políticos y los gobernantes. No es la
aproximación a un misterio de los que abundan en la cosmovisión de la gente.
Se trata del
encuentro con el rey sabio y poderoso de las alturas andinas que habita en los
contornos del páramo del Puracé y que a pesar de las amenazas persiste soberbio
en su trono inaccesible entre riscos y escarpados de las altas montañas.
El rey de los Andes
que en el escudo de esta patria en decadencia simboliza el heroísmo de nuestros
antepasados; el Cóndor bravo y bello que desde las alturas ya no ve sino un
desfile de pastores ambiciosos con sus rebaños sumisos pisoteados por la
injusticia y la violencia.
El alto perfil del
personaje de la insólita cita, perturbó severamente mi estado anímico y también
mis funciones digestivas, como sucedió hace ya un poco más de 32 años cuando caminé una semana por la selva ecuatoriana en
busca de ese fenómeno de masas llamado Jaime Bateman Cayón, máximo líder del
M-19, quien puso en mis manos la primera propuesta de paz en Colombia con
destino al recién posesionado presidente Belisario Betancur.
Por la carretera
Puracé-La Plata, que se mete por un cañón en la cúspide de la cordillera, hay
un aviso que identifica el área como lugar de posible avistamiento del cóndor.
Por un camino de herradura rodeado de piedras grandes, se asciende hasta la
“piedra sagrada”, en donde los indígenas depositan vísceras de res y cerdo
descompuestas como señuelo para el ser supremo de los Andes y han obtenido un
comportamiento, una modificación de la conducta del animal.
En psicología se
conoce como “la obtención de un modelo por el paradigma pavloviano de estímulo
y respuesta, denominado como condicionamiento clásico”. En otras palabras, aplican
el principio conductista, según el cual, todo comportamiento es siempre una
respuesta a un estímulo específico.
Escondimos las motos
en el primer recodo del camino, me señalaron la “piedra sagrada” y dibujé en mi
mente el vuelo de llegada. Repentinamente, el dolor abdominal generalizado se
intensificó, se convirtió en calambre intenso, sentí la apertura fatal del
esfínter anal y no encontré el papel higiénico en ninguna de las 5 maletas.
Y aunque lamento
introducir aquí este fastidioso tema coprológico, tengo que decir que más de la
mitad de mi libreta de apuntes quedó en la ensenada de un potrero y sus hojas
utilizadas de manera inadecuada, perversamente perfumadas, se elevaron como
cometas, arrastradas por los fuertes vientos, llevando las señales de mi
ansiedad y de mi angustia.
Pasadas las oleadas
dolorosas me enrumbé afanado por el sendero sinuoso y cuando transitaba por la
última vuelta antes de la cúspide, uno de los guías me dijo en voz baja:
-Ya llegó el animal,
haga silencio por favor- y me dio la mano para ayudarme a pasar un broche de
acceso.
El patrón no asistió
a la cita pero envió a su compañera que llegó “jalonada” por la carroña, en una
simple ratificación de la vista y del olfato especialmente desarrollados que
tiene esta especie. Y del paradigma condicionador.
Quedé perplejo,
invadido por una incontrolable rigidez muscular, excitado pero con evidente
disminución de las funciones mentales, tembloroso, dominado por una sensación
alternada de asombro e indiferencia.
Un instante después
de que la hembra del rey de los Andes desplegara sus alas para descender hasta
la presa que rodó un metro, volví en mí, recuperé la cordura y me vi a pocos
metros de su señoría, la dama del cóndor. Indiferente ante los ojos de 15
personas que la mirábamos y admirábamos, picoteó despacio y nos dejó ver su
plumaje negro brillante y su banda blanca en las alas. Su cuello levantado,
soberbio, “termina en un corbatín”, como
lo describió hace dos años mi hijo Oscar.
La cabeza sin cresta
y sus ojos rojos fueron mi foco de mayor atención pues sus patas y uñas me
despertaron miedo. Una hembra orgullosa porque de acuerdo con los naturalistas,
su “marido” es monógamo, que no le pone cachos nunca en la vida.
Busqué en mi lenguaje
lírico, musical y poético un término para saludarla, para definirla, para
describirla, para conectarme con ella pero me bloqueé de nuevo y apenas exclamé
en voz alta, casi a grito: ¡colosal !!. Los espectadores me miraron al mismo
tiempo y el coordinador del avistamiento me llamó la atención.
Aunque he visto
muchas cosas sagradas y malvadas; aunque he visto y descrito la muerte y la
vida que nace; aunque he sentido la alegría y la tristeza, el frío y el calor
extremos, el amor, el odio y algunas cosas que parecen eternas, como los
paisajes, acabo de ver un símbolo auténtico del infinito, ahí a 3 metros de
distancia, con su energía invasiva y su poderío tangible a través de los
picotazos rítmicos.
Para el sol, como
para el cóndor y las estrellas, todo el horizonte está bajo su dominio y su
poder se deriva de la inmensidad real de sus territorios. Sus legendarias condiciones
son objeto de adoración y de mitos históricos y muchas comunidades los tuvieron
como referentes de la vida y de la inmortalidad.
-¡Oh, cóndor de los
Andes, que desde la inmensidad de las alturas y desde el escudo de Colombia
observas el desequilibrio, los abusos, la opresión, la mentira y la resignación
que los sostiene, envía desde el silencio infinito palabras de advertencia y
rebeldía para que este pueblo recupere el valor perdido y con el recuerdo de
las batallas libradas vuelvan las voces inconformes que reverberen en los aires,
junto a tus garras combativas!!!.
Terminada mi oración
silenciosa, “la 06” –como la distinguen los responsables de su siembra en el
Puracé- se lanzó al espacio con un solo aleteo y las fuertes corrientes de aire
la elevaron dibujando su imponente silueta y dejando un sentimiento de gratitud
entre quienes la tuvimos cerca.
Y entonces pensé:
¿hasta dónde ese paradigma que nos permite el contacto con el rey de los Andes
puede provocar modificaciones nocivas de su papel en la cadena biológica?
¿Si el cóndor
reconoce y asocia a los visitantes con la comida, dejará de buscar alimento en
otras zonas, en detrimento de su condición de “limpiador” del medio?
Hay momentos felices,
hay momentos tristes, hay momentos de llanto, pero este fue un momento de
gloria que muestra cómo la vida es un torrente dinámico, un columpio de venturas
y desventuras.
Entre esos picos que
miran al rey todos los días, nos deslizamos penosamente, peligrosamente porque
el estado de la vía es lamentable. Esa carretera es el medio de comunicación
entre el occidente y el centro del país, tiene un alto volumen de tránsito y
merece mayor atención por parte del gobierno nacional. Sus condiciones –aunque
sin pavimento- mejoran desde la población de Belén, es decir apenas unos 27 kms
de los 115 del recorrido total.
Con el sentimiento de
libertad y gratificación en ascenso pero a punto de caer desmayados por el
cansancio de la jornada, llegamos a El Pital y antes de las 8 de la noche ya estuvimos fundidos.
Terminamos una
expedición inolvidable que fue como una apostasía contra la rutina y una
comunión saludable con la naturaleza.