Expedición Puracé
Un trofeo que deslumbra con sus llamas apagadas
En medio del asombro
que produce ver la sombra agrandada por la hora crepuscular de la vida y por el
recuerdo de las esperanzas perdidas, mi hijo Miguel me abrazó despacio y sin
mucho optimismo me pidió que hiciéramos un viaje al volcán Puracé.
Él –como la mayoría
de la gente de mi entorno- conoce mi afición por las bellezas naturales y se
recrea con el ojo y con las palabras que le pongo a los sitios que visito. Sabe
también que le pongo el alma a todo lo que hago, a lo bueno y, especialmente, a
lo malo. Pero por poco tiempo.
Del mismo modo,
conocen mi condición de persona inmediatista, facilista e incapaz de luchar tenazmente por objetivos específicos; que me
esfuerzo pero no persisto. Que salto de la unidad a la dispersión, de la alegría a la tristeza, de la abundancia a
las limitaciones materiales. Soy un
individuo de contrastes, tan armoniosos como imprevisibles.
Pinté en mi mente al
volcán y vi una aureola de heroísmo que envolvió su cráter y, revolviendo
violentamente con su vuelo casi rasante las arenas del cono volcánico, vi al
cóndor emblemático de Colombia que se perdió en el horizonte. Me sentí libre,
libre de las parábolas de la ilusión que abundan en este país de la mentira.
Mi yerno Manuel,
Oscar y “La Chiqui” Rocío, me descalificaron de manera precipitada y tal vez
por el efecto de mis tormentas pasadas aseguraron que ese objetivo no era
viable para un hombre mayor de 60 años, con abundantes antecedentes indisciplinados,
terco e impaciente.
-“Las condiciones
climáticas, el fuerte ascenso, el intenso frío, el miedo, la ansiedad y los
vientos” no te dejarán llegar, papá”, me dijo Oscar, quien ha hecho, con su
primo Javier, dos intentos frustrados por llegar al cráter del Puracé.
-Listo. ¿Cuándo
arrancamos?, le dije a Miguel, y con mi actitud frené sus especulaciones.
Acariciando las
imágenes que brotaron a borbotones del viaje imaginario al volcán y agitando
entre la espesa neblina la esperanza de cumplir con ese sueño que tuve desde
niño, me senté frente al PC y lancé un trino que confirmó mi decisión: “El
Puracé y su cóndor andino me esperan”, escribí.
Comienza la expedición
Envuelto en una
tormenta combinada de ansiedad y angustia, y recordando que todo en la vida se
me ha dado relativamente fácil, dispuse la indumentaria y aticé los sueños de
escalador que tuve en la juventud, cuando ascendí a la nieve perpetua del
nevado del Ruíz.
Huyendo de los besos y
saludos de Tartufo que nos dan algunas personas la noche del 31 de diciembre,
cuando por la magia del mercadeo la gente del pueblo se funde con sus
opresores, nos fuimos para El Pital, en donde dimos los últimos toques al
viaje.
El 1° de enero, a las
6 de la mañana, libres de la hipnosis producida por las fiestas, nos montamos
en las motos y pusimos en marcha la búsqueda del hermano mayor de la cadena
volcánica Puracé.
Con el cielo lleno de
nubes, nos metimos por las ondulaciones de la carretera El Pital-Tarqui,
dejando la quebrada “La Yaguilga”, como topos motorizados, con el aire fresco y
la perspectiva visual que alimenta el espíritu durante los viajes en
motocicleta.
Pequeñas parcelas con
cultivos de cacao, caña y tomate, principalmente, y un reguero de tierra
quedaron atrás y, poco después, como un tónico, encontramos la carretera
nacional, a pocos kilómetros de Altamira y nos enrumbamos hacia el valle de
Laboyos con el sol y la ansiedad cada vez más altos.
Aparecen las gratificaciones
Antes de Timaná, la
naturaleza nos ofrece el primer trofeo al ascender a Pericongo, en donde el
naciente río Magdalena rompe la cadena montañosa, divide el nudo andino, separa
las cordilleras y emerge arrogante para darle las primeras formas a su valle,
que se extiende a lo largo de Colombia.
Esa aparición súbita
del río Madre, como óvulo expulsado por un ovario gigante, desanuda el
envoltorio geográfico andino y determina con claridad las 3 cordilleras que
también se extienden a lo largo y ancho del país. Y, por añadidura, forma uno
de los paisajes más bellos y cautivadores que tiene la región. Te detienes ahí
y no quieres seguir, por el embrujo de la naturaleza.
Por entre ese cañón
del Pericongo, además, se percibe el espíritu de la valiente cacica “La
Gaitana”, quien prefirió lanzarse al vacío, en este sitio, antes de ser
apresada por los mal llamados “conquistadores” españoles. Es inevitable pensar
con tristeza cómo a pesar de estos gestos ejemplares, el pueblo continúa
sometido por la violencia de los nuevos conquistadores, explotado, sin la
esperanza de un nuevo renacimiento.
Sin entrar a
Pitalito, por la variante, nos dirigimos a Isnos, cuyo territorio hace parte del
parque arqueológico. A casi 6 kilómetros del casco urbano, se encuentran el Alto
de los Ídolos y Alto de las Piedras, cuyos monumentos fueron construidos,
aparentemente, por las mismas sociedades que habitaron en San Agustín.
Pocos minutos
después, se acaba la dicha del desplazamiento veloz porque la carretera que nos
lleva a Paletará y Coconuco, tiene muchos tramos severamente críticos que me
recordaron los caminos de herradura en las zonas de colonización del Caquetá.
En la alta meseta,
antes del leve descenso a Coconuco, hicimos una parada de descanso y tomamos la
tradicional aguadepanela con queso, impajaritable en todos los puntos fríos de
la geografía nacional.
Escuchamos el drama
de un productor de papa quien, sorbo a sorbo, nos relató la vivencia del día a
día, de todo aquello que tiene que ver con la vida de la gente- la mayoría
dedicada a la producción del más popular alimento-, de su trabajo en medio de
las bajas temperaturas, de sus idilios, de sus anhelos, de sus fatigas y
también de sus conquistas.
Un resumen auténtico
de la cultura de un pueblo, la cultura papera, azotada por las heladas, por las
plagas, por los intermediarios parásitos
y por un Estado ciego y sordo. El retrato de los corazones de todas las
personas que se mueven alrededor del tubérculo y de sus antecesores que
alimentaron con su trabajo al pueblo colombiano y soportaron todas las tempestades.
Un municipio “distinto”
El municipio de
Puracé tiene una singular división político-administrativa, de la cual Coconuco
es su cabecera y sus habitantes están distribuidos en otros dos resguardos
indígenas, Puracé y Paletará. Es, del mismo modo, el área más sobresaliente del
relieve colombiano, formada por el valle de Almaguer o Gran Macizo colombiano,
considerado –nada menos- como la estrella fluvial más importante del mundo.
Allí nacen los ríos Magdalena, Cauca, Caquetá y Patía.
En este punto,
tenemos en las manos el trofeo de la
soberanía visual, estamos por encima de todo, vemos el verde ondulado en el
horizonte y amasamos el reverdecimiento de nuestras ilusiones y esperanzas.
Estas bellezas naturales expulsan el perfume mágico que renueva la vida, que
revive los mejores momentos, que nos limpian. Personalmente, me alimentan ese
espíritu de niño que llevo dentro.
Coconuco es un
componente del Parque Nacional Natural Puracé y sus aguas termales son famosas
en todo el país. Agua tibia y Agua Hirviendo, la primera propiedad privada y la
otra propiedad del cabildo indígena.
Después de 5 horas de
viaje, estamos en los alrededores de la cadena volcánica, el territorio de las
entrañas hirvientes, cuyo pico principal nos espera. Reforzamos el abrigo y
reanudamos el viaje confundidos por este espectáculo solemne y encantador.
Entre bosques achaparrados, pajonales, frailejones, arbustos
forrados en musgos, líquenes, y algunas orquídeas incipientes, ascendemos rumbo
a Pilimbalá, centro de partida de la
parte final de la expedición, en donde la organización indígena ofrece cabañas,
espacios para camping, alimentación y guías para el recorrido.
El máximo trofeo está
a 7 kilómetros, “tan cerca pero tan lejos”, como solía decirme una amiga de la
juventud cuando me sorprendía con la mirada en su escote bondadoso.
El verdadero desafío
Después de la cena
comenzó el ritual preparatorio de la cita con el cráter, que está a una
diferencia de casi mil metros s.n.m, y como dije antes, a 7 kms de distancia.
El desmonte del “trasteo” que transportó Erika con una destreza admirable en su pequeña pero rendidora
moto de 110 cm3, la instalación y adecuación de la carpa, así como el super-revestimiento
de nuestros cuerpos para enfrentar el frío, mejor, el hielo, nos tomó media
hora, al cabo de la cual nos encerramos.
El frío, la
incomodidad, y el estado de agitación e inquietud en la víspera de la gloria
soñada, le sumaron grados de dificultad al sueño de la primera noche del 2015,
a pesar de que estamos lejos del bullicio y de la contaminación, acompañados
por la sinfonía de los vientos, cuyos silbidos de congelación convirtieron el
camping en una nevera.
A la media noche, y
al despertarme con la vejiga repleta, suponiendo los efectos de la exposición
al frío en el exterior de la carpa y pensando en el ritual complicado de
quitarme dos calentones, una sudadera y 3 pantalones, llamé a Miguel y me quejé
de no haber incluido en los utensilios de viaje un par de sondas vesicales, de
las que se usan para drenar a los pacientes con incontinencia urinaria. Y
cuando estuve afuera, solitario, por cuenta del viento helado, me lamenté por
la falta de un alicate…no encontraba mi gusanito… estaba muy recogido,
congregado fervorosamente entre las bolas, igualmente escondidas.
El ponerse de pie a
las 5:30 a.m., a 4 mil metros de altura, es un acto de heroísmo para quienes
vivimos en un horno como Neiva. Pero lo hicimos y a las 6 estuvimos en el
comedor de la cabaña, tomamos el desayuno, recibimos las instrucciones y nos
pusimos en el camino hacia la mina de azufre, primera referencia para llegar a
la base abandonada en donde hasta hace poco tiempo tuvieron presencia el
ejército y la policía.
Por una carretera que
tiene tramos imposibles, avanzamos lentamente, pero los esplenderos de la
belleza que se percibe “allá abajo”-como dijo Miguel señalando a Popayán-,
minimizan las dificultades. Los vientos helados son cada vez más fuertes y
entonces me llegan las primeras dudas sobre el futuro de mi expedición.
Pedí que me tomaran
una foto al pie del aviso que anuncia el comienzo del sendero, entre la neblina,
pues mis competencias físicas empezaron a flaquear. Ya solo me quedaba la ilusión,
me sentí derrotado y además del padecimiento físico sentí los primeros
escozores emocionales.
Los primeros 500
metros, aunque en ascenso, son “pan comido”, como dice mi mamá Alicia para
significar que alguna tarea es demasiado fácil. Pero al terminar una zona de
pastos y dar un giro a la izquierda, me topé con ráfagas de vientos impetuosos,
veloces, portadores de diminutas gotas casi en el punto de congelación.
El calvario del ascenso
Recordé aquella vez cuando me lancé por uno de los toboganes
de túneles, en playa Juncal, y me sentí utilizado, monumentalmente bobo y falto
de juicio al aceptar este tipo de actividades, como si no tuviera un mínimo de
entendimiento de la realidad.
-Papá, me da pena
pero Yo no le jalo más a esta güevonada, siento que me voy a morir tirado en la
misma mierda… no tengo piernas, tengo miedo, me siento en el culo del mundo, le
dije a Miguel, sentado en una piedra grande, al borde de un precipicio que
llega casi hasta la mina de azufre.
-Es natural que
sientas pánico, Catañito, es una de las primeras manifestaciones de quienes
viven la experiencia de escalar montañas. Por la escasez de oxígeno en el
cerebro, quedamos a expensas de los
instintos primarios y casi no podemos hacer elaboraciones racionales, me
interrumpió Miguel con un tono más profesional que filial.
-Desde el primer
momento sentí tu interés por este viaje, vi cómo te emocionaste y estoy seguro
que tienes el valor para seguir. Vamos a hacerlo despacio, vinimos a disfrutar
de una actividad diferente, no tenemos afán y por lo que Yo recuerdo, siempre
has sentido una atracción especial por el riesgo. ¡Vamos pa´delante!!, me
animó.
Pensé en la
satisfacción plena que me produciría el asomarme al cráter y entonces me
levanté, entusiasta y decidido, y seguí en medio de las nubes delgadas y
veloces que pusieron una cortina gris sobre las laderas del volcán.
La inclinación de la pendiente
aumentaba a cada paso y el espectáculo maravilloso de la belleza del paisaje
desapareció debajo del manto gris que formaron las meteóricas masas de vapor y
entonces perdí de nuevo el equilibrio entre las motivaciones del viaje y mis angustias.
Segunda “estación”
-Eso de poner a
prueba mi verraquera es una mentira… acabo de llegar al límite de mis aptitudes
físicas… no me quiero morir congelado… definitivamente ya no puedo saborear el
triunfo sobre el cráter, les dije a Miguel y a Erika que se devolvieron al
verme refugiado, tirado, al pie de una roca.
-Bueno, Papá, te
llegó la hora de hacer el primer gran esfuerzo en tu vida… has sido un facilista… te
has motivado por la obtención de triunfos pero no has persistido… has sido un
hombre de resultados inmediatos, sin planificación… esta ruta es segura y hasta
divertida y sé que tienes energías para seguir y coronar la cima… es el momento
para luchar, Catañito, aunque sea por esta meta recreativa que tú quieres
cumplir… necesitas mayor concentración… recupera tu atención y observación, como actúas
cuando visitas un sitio para escribir una crónica, insistió Miguel. Me levantó y
me dio un abrazo como de robot por la rigidez de los trajes.
Aterricé y analicé
mis condiciones físicas: respiraba sin dificultad, me oxigenaba pronto y mis
piernas respondían a pesar del esfuerzo. Mis temores no tenían fundamento y
recordé que aún los escaladores más experimentados sufren de pánico en algún momento.
Mientras avanzaba, recapitulé
las palabras de Miguel, identifiqué con claridad mi condición de hombre
facilista y repasé episodios de mi vida en los cuales el alto riesgo fue un
atractivo casi morboso. En el ejercicio profesional y en mi doctorado de
indisciplina.
El constante peligro,
el frío intenso, la percepción de un temor permanente y el sentimiento de
abandono que se viven en el ascenso, son
como viajar minuto a minuto con la parca. Sin embargo, poco a poco conseguí la
concentración que me pidió Miguel y me convencí de que efectivamente tenía
condiciones para completar la proeza heroica y que las dificultades del momento
eran más de tipo mental que técnico.
Última caída
No obstante y al
perder contacto visual con Miguel y Erika por causa de la neblina, sucumbí de
nuevo ante los temores y cuando renegaba por mi torpeza de haber hecho este
viaje, resbalé y rodé unos metros. Esos momentos de paranoia se transformaron
en molestia y enojo.
-Definitivamente
hasta aquí llegué…y no me insistas más, le dije a Miguel cuando me dio la mano
para levantarme.
-Denme la llave de la
moto que ya mismo me devuelvo.
Cuando Erika pasaba
la llave, ante mi actitud decidida y sorpresivamente grosera, una pareja de
muchachos que subía intervino cortésmente.
-Perdone, señor,
usted es un valiente, lo admiro porque ha llegado muy lejos…ya le falta solo
media hora, haga el esfuerzo, siga aunque sea paso a paso que puede coronar…esta
será una de las tantas metas que usted cumplirá en su vida, me dijo uno de
ellos con voz persuasiva.
Me tocó las fibras de
aventurero que siempre he tenido y aunque todavía sentía el miedo estremecedor
del abandono, me repuse en segundos y hasta pensé jocosamente que la cumbre
estaba a punto de ganarse a su mejor amigo, al más efusivo, al más fanático y
al que le daría la mejor bienvenida.
Una jovencita que
había visto en la mañana en el comedor, descendía con la velocidad del que
viene de regreso, se detuvo junto a mí y le pidió a sus acompañantes “un
aplauso para este señor que es un putas”. Aunque el aplauso no se sintió por
las manos enguantadas, ese gesto me llegó al corazón.
-Este ascenso no es
una competencia, podemos hacerlo a la velocidad que queramos… tenemos todo el
día para llegar, dijeron Miguel y Erika, casi al unísono, como refuerzo del
estímulo que recibí de los turistas.
Ya estábamos en las
laderas del propio cráter en donde la pendiente se parece a las paredes
artificiales que han creado recientemente como una nueva disciplina deportiva y
como entrenamiento de los escaladores profesionales. Mis músculos y tendones
empezaron a pasar sus cuentas de cobro pero ya era tarde puesto que mentalmente
había tomado la decisión: “aunque sea gatas, llegaré al cráter”, le dije a
otros escaladores que también me subieron el ánimo.
Hacía una hora que
todos quienes bajaban afirmaban que me faltaban 25 minutos y ya me costaba
reanudar la marcha cada que me paraba, con una pierna adelante y otra atrás
para contrarrestar los efectos de la gravedad.
Añoré los llamados
pies de gato que se usan para las escaladas de bloque y de roca pero, ante
todo, le pedí a la madre naturaleza más oxígeno y muchos músculos. Perdí la
sensibilidad en los dedos de manos y pies y también perdí de vista a Miguel,
quien sintió alivio al verme decidido y entonces tuvo tiempo para enfrentar sus
propios miedos, según me confesó después.
Aquí no hay reglas y
cada uno tiene que hacerlo a su manera. Por eso adopté mi propio estilo: dos pasos
adelante –mejor, arriba- y un descanso de 10 segundos con buena oxigenación.
Pasaban los minutos, aumentaban la agitación y la ansiedad, las fuerzas
disminuían y la meta era incierta.
Una dama, ya entrada
en años, me puso la mano en el hombro para detener su descenso, me miró por
entre su pasamontañas con ojos de atracador de bus, soltó una risotada y me
dijo la frase que más recuerdo del viaje: “te faltan 10 metros, viejito”.
Entre la euforia
producida por el anuncio, me hice una reflexión, a propósito del elevado y
creciente número de escaladores. Si muchos seres vivos se desarrollan y viven en
sitios inaccesibles es porque necesitan esas condiciones de aislamiento.
¿Entonces, la llegada de seres humanos a sus contornos no les producirá efectos
letales? Algún impacto debe provocar la visita del hombre a los lugares
recónditos de la naturaleza, por muy “respetuosas” que sean sus expediciones.
Otro tema de debate es
la influencia que los visitantes pueden ejercer sobre la población indígena que
maneja esa zona del parque natural Puracé, principalmente por la llegada de
dinero para el pago transportes, alojamiento, guías y alimentación. Su tejido
social puede correr algunos riesgos pues la población indígena percibe que los
visitantes tienen otros “logros”, que viven con mayores comodidades y estas
percepciones pueden desencadenar su codicia o su resentimiento.
El trofeo que deslumbra con sus llamas apagadas
Mis divagaciones político-naturalistas
fueron interrumpidas por la gritería de un grupo de personas quienes, sentadas,
o mejor, recogidas junto a una roca grande, saludaron con gritos mi llegada y
me acogieron con felicitaciones. Increíblemente, estaba a unos pocos metros del
cráter, que no vi por causa de la neblina.
El frío es más
intenso, el viento silva por la velocidad y levanta arenisca que lastima los
ojos, principalmente. El grupo se resbaló de regreso y con Erika y Miguel avanzamos
lentos, desconfiados, inquietos y aterrorizados hacia la boca del volcán…
En silencio nos abrazamos,
ante este hecho prodigioso, nos inclinamos reverentes y bajamos la mirada a esa
fosa inescrutable que alberga el magma ígneo en sus profundidades. Creo que
Miguel dejó caer un par de lágrimas de emoción…lo
vi muy perturbado y apenas tuvo cordura para hacer una foto y un video de 7
segundos. El patrón meteorológico se alteró bruscamente y, como en la leyenda
bíblica, tuvimos la sensación de una gran tormenta huracanada.
¡¡Obra suntuosa de la
naturaleza, te saludo con honores supremos… tu brillas y deslumbras con las luces apagadas de
tus entrañas… el tiempo te respeta y te purifica… tienes el poder para convertir
el oro en cenizas… por favor asfixia la desigualdad y la violencia del país que
te rodea!!
Yo sabía que un ciclista como Chucho que vi trepar en el Caquetá llegaría al borde del volcán, a pesar de los pesares. Pero quería gozarme el relato. Solo que Chucho no puede pintar el paisaje sin hacer siempre la crítica social. Parece q somos de la misma fibra. Quedé preocupado fue por dónde quedó el gusanito empanizado.
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