El terror inconmensurable que siempre me produjo la anestesia general
y sus consecuentes estados de inconsciencia, insensibilidad y abolición
de reflejos, me sacó dos veces del quirófano, después de haber pasado
por la evaluación preoperatoria, y a pocos minutos de la iniciación de los
procedimientos. En Florencia, salí corriendo de la sala de cirugía del
hospital María Inmaculada, a donde llegué entre tembloroso y angustiado
después de 2 días de ayuno, con las amígdalas como dos pepas de guama. Y
en Neiva, 10 años después, me "fugué" de la clínica del antiguo ISS, a
las 5 de la mañana, una hora antes de la prevista "cuchillada" con la
que se pretendía corregir mi aguda e histórica úlcera duodenal.
Tras
un mes de intensos dolores abdominales y del ya habitual "paseo de la
muerte" por clínicas y hospitales de Villavicencio, Bogotá y Neiva, con
el que las EPS te ponen "entre Herodes y Pilatos", como dice mi mamá Alicia y
te dan citas para después de la muerte, una joven médica costeña, que
resultó ser más terrorista que Baldor, el del álgebra, me dijo
lacónicamente:
-Tienes varios cálculos en tu vesícula biliar, uno de ellos de 14
mm, la inflamación es muy grande y si esperas mucho tiempo para
someterte a la colecistectomìa te puedes quedar en el procedimiento".
El
dolor intenso que me llevó a la sala de urgencias de la clínica de
Emcosalud a las 7 de la mañana, fue remplazado por un sentimiento
combinado de angustia, indefensión, desamparo y pánico, solo comparable
al que viví al llegar a las ruinas de Armero un día después de su
destrucción. La sombría admonición de la médica me trasladó a un
quirófano imaginario y entonces, sometido a un procedimiento, ya fui
mucho más allá del terror que siempre he sentido y pensé en eventuales
trastornos emocionales, sicológicos y siquiátricos que sobrevendrían.
Pensé en lo que los cirujanos llaman como un "despertar
intraoperatorio", en el que el paciente es consciente de los hechos que
ocurren bajo la anestesia, con percepciones auditivas, me sentí tetrapléjico y vi cómo los monitores se enloquecieron...en todos
quedaron las líneas verdes horizontales, las rayas de la muerte.
-Señor
Cataño, te dejaré hospitalizado porque necesitas la cirugía con
carácter urgente, me dijo la costeña, sacudiendo mi mano zurda, que dejé
sobre su escritorio mientras "viajé" a la sala de cirugía.
-¿No me escuchas?
Entonces llamó a Oscar, mi hijo, quien esperaba afuera, impaciente.
-Por favor, reclama en la ventanilla la orden respectiva para que ingreses con tu papá por aquella puerta, le señaló.
Incorporándome, y en un intento por aplazar la hospitalización, le rebatí:
-Tengo una ecografía pendiente para el 4 de septiembre, grité, mientras me empujaban hacia la camilla de observación.
-Ahora mismo te la toman y en una hora te informaré sus resultados, me contestó mientras me daba una palmadita suave y compasiva en la cara.
A tiempo que me canalizaba, la simpática auxiliar me preguntó si estaba en ayunas.
-¿Alérgico a algo?
-Si, señorita, a la corrupción y en general a la politiquería, que son la misma cosa.
-¿En dónde tiene su historia?
-Tengo
cientos de historias...en mi blog, he colgado al menos 250, de
cotidianidad, de viaje y paisajismo...siempre he creído que todos tenemos una
historia que contar.
-¿Antecedentes?
-Disciplinarios, familiares, penales y unos pocos pasionales pero sin muertos
-Señor,
por favor, responda con seriedad porque ya le van a tomar los
exámenes, me pidió la enfermera jefe que llegó en labores de supervisión
del servicio.
-Me salvé del servicio militar porque perdí los
exámenes de aptitud física y por eso mi papá no tuvo el honor del expresidente Santos, de tener un hijo en el ejército, poniéndole el pecho a
la guerrilla.
-Pónganle el suero de la verdad, ordenó, sin mirarme.
Dos horas más tarde, mi historia clínica tenía más folios que la investigación de la Corte Suprema contra Uribe.
Hemogramas,
placas de tórax, ecografía de vías hepáticas y vesícula biliar...hasta
el tamaño de mi próstata y el resultado del antígeno prostático
reposaban en manos del equipo de anestesiólogos que a partir de esas
informaciones comenzó la elaboración de su estrategia de trabajo.
Conocedora
de mi temor irracional compulsivo por la anestesia, mi hija Liliana
Rocío previno a sus colegas, cirujanos, auxiliares y hasta a los
celadores, acerca de una posible fuga del paciente de la habitaciòn 314,
"programado para un procedimiento en los próximos días".
La
"Chiqui" Rocío también puso a funcionar el positivo reconocimiento del
que goza en el medio, ganado a base de simpatía, eficiencia y
profesionalismo. Los mejores cirujanos confirmaron su disposición de
efectuar la operación, a pesar de que sus agendas estaban más
congestionadas que "puente torcido" de Neiva, en horas pico.
El
anestesiólogo Jaime Salcedo, el hombre que me puso la mascarilla con los
gases que me llevaron al coma farmacológico, recordó a mi hija como "la única que ha puesto a la USCO por encima de todas las universidades del
país en las pruebas para estudiantes de último semestre"...también fue
lo último que escuché. No tuve tiempo para enfrentarme a mis fobias y en
cuestión de segundos quedé bloqueado y a expensas del grupo que hizo su
trabajo con lujo de competencias. En ese acto médico controlado, se fundieron todas mis aversiones, cuyos
vapores incentivaron algunos sueños. Soñé que soñaba estando despierto y que mis sueños eran voluntarios...soñé lo que quise soñar y entonces escogí varias pesadillas que, en los sueños, me mostraron cosas que son y no son al mismo tiempo. pero, ¡lástima!, al despertar no los pude recordar...
-Imaginé a un deportivo Cali recuperado, pero al verlo el en Neiva, me dieron ganas de llorar Los hinchas del exglorioso vamos al estadio pero ya no en busca de una alegría sino como los dolientes que van al velorio de un ser querido.
-Me vi sentado en una poltrona, con "Rayuela", de Cortázar, que cumpliría 106 años a finales de este mes de agosto, para reencontrarme con sus personajes, enredados en mis temas preferidos: el amor, la muerte y los celos.
-Me encontré con mis amigos muertos -que ya son más numerosos que los amigos vivos- e hicimos un reconocimiento experimental del poder de la palabra. De la palabra que llevamos a los diálogos fantásticos y de la que dejamos para que fantaseen los vivos.
-Mi mamá Alicia, con la voz cansada por sus 99 años y medio me habló desde Armenia para pedirme que volviera con ella.
Lo único que recuerdo es a un viejo de barba blanca, sentado en mi cama, casi sobre la cabecera.
-Médico, ¿cómo me fue en la cirugía?, le pregunté
-Cuál médico, soy San Pedro y lo espero en la sala de conferencias para que cuadremos cuentas, me dijo
-Cuáles cuentas?... las de la clínica?
-Las de los actos en tu paso por la tierra, me amenazó
Cuando sacó su libreta y volví a ver mi nombre al lado de muchos de mis amigos muertos, me desperté sobresaltado.
Fue, efectivamente, el sueño de un hombre despierto.
Y mis hijos Liliana Rocío, Miguel Àngel, Oscar Fernando, y hasta mi yerno Manuel, gritaban mi nombre, en coro, alrededor de mi lecho, en un intento por regresarme de los efectos de la anestesia.
-¿A qué horas es la cirugía?, pregunté
-Levántate la bata quirúrgica y mírate el abdomen, Catañito, me dijo Miguel
Sentí
un complejo de castración, de invasión no autorizada. El cirujano Luis
Ramiro Núñez había hecho lo suyo, tal como me lo explicó temprano en la
habitación. Ingresó por el ombligo, corrigió una hernia y desde allí,
ayudado por minúsculas herramientas y una lente óptica conectada a una
minicámara, se apoderó de mi vesícula biliar. Me enojé con el
anestesiólogo por haberme mentido cuando me mostró la mascarilla, me
puse a llorar y cuando le iba a mentar la madre, me quedé dormido.
Por
lo vivido, creo que perdí no solo la vesícula sino también el
sentimiento de miedo intenso por la anestesia, ese procedimiento
magnánimo que permite la supresión del dolor y cuyos avances han sido
notables en los últimos años.
El miedo es como la materia. No se destruye, apenas se transforma.